Vuelvo a contarles una de esas historias recogidas desde la ventana, asomado al balcón. Es una ventaja no tener por fuerza que pisar la calle para alimentarse de cuanto pasa en el exterior. Últimamente no atisbo demasiadas trifulcas en la plaza, ya que la lluvia, el viento y las heladas propician que el personal corra a otros lados a refugiarse. Pero sí, en cambio, observo cada tarde los alborotos de los árabes que venden su droga y las apariciones de la policía. No ocurre a unos metros, sino justo bajo la ventana del cuarto donde tengo el ordenador. Los alborotos, por lo general, no son nada, sólo son voces y carcajadas de los fanfarrones, porque los moros hablan así, a gritos, todavía en voz más alta que los españoles o los italianos. A veces creo que hay un lío de los gordos y me asomo y es sólo un tipo hablando por el móvil. Eso sí: se pelean en broma o en serio, pero al parecer les gusta luchar. Supongo que es el alboroto continuo el que obliga a los policías a presentarse por allí. Además de otras historias que no logro entender, porque el oído no da de sí todo lo que quisiera y porque cuando hablan cinco o seis personas al mismo tiempo, entre ellas, uno no es capaz de aislar las conversaciones, y las palabras se mezclan en una danza sucia y desacompasada.
La víspera del Día de Reyes, por ejemplo, cuando estaba haciendo la maleta para irme un par de días a la tierra, escuché alboroto. Pero sólo era el vocerío propio de quienes luego, cuando pasas a su lado, te chistean ofreciendo su costo. Unos minutos después oí más jaleo. Eché un vistazo rápido, porque en un barrio así se pasa de las palabras a los golpes en menos de lo que tarda uno en pestañear. Vi a varios árabes, los mismos de antes y los mismos de siempre, y a varios individuos sudamericanos. En esta ocasión no había españoles. Frente a ellos, varios policías nacionales. Tocaban a un agente por cada dos personas, si las cuentas no me fallan. Pidieron la documentación a los moros, y estos la enseñaron. Mientras tanto, otros dos policías, tras comprobar las credenciales de los sudamericanos, cogieron a uno de estos individuos y lo registraron de arriba abajo, de izquierda a derecha, por aquí y por allá. Uno palpaba por delante y, el otro, por detrás. Metieron las manos en la capucha de la sudadera que el fulano llevaba, y, lo más curioso: introdujeron los dedos (para que el registro fuera exhaustivo) en su melenilla. Supongo que, como tenía rizos hasta más abajo de la nuca, hubiera podido esconder una bolsita de droga o una navaja, vaya usted a saber.
Unos días antes de las navidades observé otro jaleo de árabes, españoles, africanos, policías. Justo bajo la ventana se había detenido un furgón de la nacional. Pedían carnets de identidad, hablaban con una chica española que iba acompañada de un africano, ella señalaba calle arriba, como si por allí hubiese huido alguien. Los árabes también señalaron la cuesta. Pero no me enteré de nada. Supuse que algún culpable había huido por ese camino. Los coches que bajaban por la calle tuvieron que aguardar a que la policía recogiera las velas, a que dejase de pasar lista y pedir documentación y declaraciones. La cuestión es que, a diario y aquí, veo policías en furgones, coches y motos, y eso por un lado me tranquiliza (porque significa que andan patrullando y alejando a los moscones), y por el otro me inquieta (porque significa que, donde hay policía, ha habido bulla y la seguirá habiendo). Los policías que vigilan esta zona, por cierto, no son barrigudos y con un pie en la jubilación, sino jóvenes y atléticos. Se supone que Gallardón va a limpiar un poco esto. Y uno espera que este control sea el origen de esa limpieza de criminales.