Entré, para tomar una caña y algún condumio, en una de esas cafeterías madrileñas que llevan en pie varios siglos. Céntricas, amplias, olorosas a tortilla, a café y a asientos de cuero, con una clientela fija, por cuya barra desfila una recua de camareros ya talluditos, que se afeitaron por primera vez el bozo muchos años antes de que naciesen mis padres; suelen ser camareros a la antigua usanza, bien uniformados, con el cabello peinado hacia atrás, pajarita roja y camisa blanca, y es posible que un bigote ralo que no oculta la falta de algún colmillo. Suelen decir: “Buenas tardes, ¿qué desea el caballero?” y “¿Alguna cosita para picar?”, con excesiva formalidad y educación. Tienen la suerte de que una de esas empresas americanas, que se comen el mercado en medio mundo, no haya comprado el garito; porque, de lo contrario, una de dos: o los echaban a la calle para reclutar mozos, o les obligaban a calzarse la gorrita típica, a lo yanqui. Ya saben: esa gorra que a los pobres currantes de algunos grandes almacenes y de los restaurantes de fast food de este país les obligan a ponerse si quieren servir pizzas, hamburguesas y perritos calientes. Y a esos trabajadores, muy jóvenes, no les hace ninguna gracia que les encasqueten el gorro con visera, entre otras cosas porque en España nos gusta escoger cuándo nos tapamos la berza y cuándo no.
Sentados en un taburete de esos que van fijados al suelo, y pesan una tonelada, pedimos un par de cañas con limón y una tapa de añadidura. Al lado había una señora merendando un sándwich, que despachaba con cuchillo y tenedor; ella sola, bien a gusto y con finura. Al poco se sentó a su diestra (pero ella se fue en seguida), a la barra, uno de esos tipos peculiares cuyas biografías a uno le encantaría conocer. Un individuo casi invisible, de tan enteco, chupado de carnes y de rostro. Tan veterano como los camareros, o más. Provisto de gafas, de una perilla frondosa y de arrugas que le adelgazaban aún más los pómulos. Llevaba una gorra de marinero, de color azul oscuro y visera corta. El vivo retrato del Capitán Haddock, o, mejor: su sombra. Un marinero en tierra. Uno de esos hombres que necesitan cada pocos minutos el agua salada, pero no para zambullirse dentro, sino para navegar sobre ella, pues, por lo general, a los pescadores y marinos les encanta el mar o la mar, pero no por los baños. Pidió una taza de café y un plato de churros, y allá que estuvo, embaulando churros a las nueve de la noche, con una sonrisa de pícaro y de marinero en tierra.
No es raro ver a tipos solitarios sentarse a la barra de una cafetería a tomar su chocolate con churros, aunque parece una actividad más propia para realizar en familia, o al menos en pareja. En otro tiempo, en mi ciudad, los observaba a las siete de la mañana de algunos domingos: de chaval, cuando iba en contadas ocasiones de caza y, al alba, nos abrigábamos las manos y la garganta con un chocolate caliente antes de partir; y, años después, cuando tomé el papel de golfo que se acuesta de día, a esa hora en que la gente respetable ya ha comprado el periódico y sacado al perro de paseo. Tampoco es raro toparse con esta especie de marineros de secano, ya de vuelta de todo, acaso añorando el mar o la mar, y sus rutinas aventureras a bordo de los pesqueros y las chalupas. Pero sorprende verlos así, alejados de las costas, en lugares en los que los imagino sintiendo esa claustrofobia típica de quienes echan en falta mirar hacia un horizonte salado. Siempre que los encuentro, pienso en los peces que, aún vivos, sacan fuera del agua, y que se van asfixiando con lentitud y agonía.