Cuando sacamos latas de refresco de una máquina solemos observar primero la superficie del bote, justo en torno a la lengüeta que hay que levantar para beber. En muchos casos, esa superficie ha acumulado una capa de polvo y suciedad. En otros, si una de las latas próximas ha reventado, también se nota una mancha pegajosa. Pero no pasa nada. Uno coge el extremo inferior de la camiseta y limpia la superficie, o le quita el polvo con un dedo, o, si es muy finolis, saca un pañuelo y lo deja como los chorros del oro. Y luego bebe a morro, que para eso son las latas. Y tan rico.
Pero el otro día vi en televisión a un individuo, de cuyo invento daban cuenta en una noticia. Era uno de esos hombres que, seguramente, no duermen pensando en chorradas, y le dan vueltas a la cabeza para solucionarlas, como si arreglaran el mundo. Sospecho que se hará rico. ¿Qué inventó? Una tapa de plástico, similar a las que cubren y protegen los envases de los flanes, adaptada para las latas de refresco y las cervezas. El tipo enseñaba el funcionamiento a las cámaras. No es muy complicado, ya se harán cargo. Sacas la cerveza de la máquina que la dispensa, retiras la tapa y compruebas que, gracias a ella, no hay polvo, ni suciedad, ni una mancha. Y te pones a chupar del frasco. Esa era la noticia: un tío que ha inventado una tapa que impide la acumulación de roña en los botes. Luego contaban que el invento era esencial porque, al parecer, cuando pegas los labios a la lata, y aunque le hayas pasado por encima la camiseta, el dedo o el pañuelo, te tragas microbios como para alicatar tres cuartos de baño.
Pues a mí estas cosas me exasperan. No tengo nada contra los inventores, ni creo que el precio de los botes suba demasiado cuando esa lámina de protección empiecen a aplicarla en nuestro país, ni nada por el estilo. Lo que me dio ciertas náuseas es esa obsesión contemporánea por proteger al hombre de los supuestos males y amenazas contenidos en los alimentos, los objetos, el aire. Nuestros nietos acabarán saliendo a la calle en burbujas de plástico, para evitar incluso que los toque el agua fresca de la lluvia o les caiga encima un copo de nieve, que igual enferman, oiga. A los críos de hoy se les intenta apartar de todo aquello que les pueda perjudicar el cutis, pero que, para nuestros antepasados, supuso su aprendizaje, la manera de convertirse en hombres duros, la escuela de la vida. Ahora les prohíben jugar con objetos que puedan tragarse, escuchar un taco en la tele, ver un seno al bies en una película, acudir a los funerales de sus parientes, tocar y probar todo cuanto tenga un mínimo riesgo de contagio. Llegará el día en que no les dejen ir a la playa a bañarse, por temor a que vean las tetas que se doran al sol. He oído a padres quejarse de la rigurosa disciplina a la que algunos pediatras quieren someter a los críos. Se les protege tanto que, de aquí a unos años, no serán fuertes, sino incapaces de sobrevivir al frío, a la lluvia, al aire. Habrá chavales que, por primera vez en su vida, quieran desobedecer y beban de una Fanta sin su tapa de plástico, y caigan fulminados porque se les posó en la lengua un microbio que su organismo desconocía. Pero, de siempre, ¿quiénes son lo más fuertes, los que sobreviven y duran cien años? Según me consta, quienes menos precauciones han tomado: esos curtidos abuelos de pueblo, que desayunan aguardiente y sopas de ajo, que soportan largas jornadas de curre a la intemperie, con las uñas surtidas de una roña que no les mata cuando las clavan en la loncha de jamón serrano de la merienda y se la comen, que fuman Ducados desde niños, que soportan las heladas, la suciedad, los madrugones y la mierda del asno sin pestañear.