Según datos del Instituto Nacional de Estadística: en los últimos diez años la universidad española ha perdido, al menos, cien mil alumnos. No me extraña. Y no sólo por el aumento del fracaso escolar. También, creo yo, porque las cosas han cambiado. Hoy una gran parte de los licenciados va de cabeza al paro, y luego a gastarse los cuartos en currículos y en sobres y sellos, y unos años después terminan metidos en empleos que maldita la relación que tienen con cuanto estudiaron. El abogado se convierte en mozo de pizzería, el periodista se mete a funcionario, el físico acaba montando una tienda de ropa, el historiador se presenta a los exámenes para policía. En ese plan. No hay trabajo para todos y, además, impera la especialización. A los chavales, que salen tan contentos con su título bajo el brazo (es una manera de hablar, porque ya sabemos que el título cuesta un riñón y tardan siglos en servírtelo desde que apoquinas), ¿qué les espera? Ofertas de trabajo en las que las empresas les piden, como requisitos indispensables para ir a la entrevista, dos o tres años de experiencia en otra empresa, vehículo propio y carnet de conducir, redacción perfecta, manejo de veinte programas informáticos, un mínimo de tres idiomas, conocimientos de publicidad y marketing… Requieren a un tipo con la experiencia de un anciano, pero que sea joven, emprendedor, dinámico y con acné. Al final el muchacho, tras perder el tiempo en trabajos temporales y mal pagados, decide pasar de todo y meterse a otro oficio, el que sea. No todos corren la misma mala suerte, desde luego.
Con esos mimbres, y el bajo nivel de los programas de estudio en las escuelas, no me extraña que descienda el número de universitarios. Por otra parte, y aunque en las empresas se exija especialización, múltiples conocimientos y experiencia de unos cuantos años, tampoco en las universidades enseñan demasiado. Quiero decir que se entretienen con muermos y zarandajas. Y no lo digo yo, lo dice el director de la Cátedra Unesco, Francisco Michavila: “El sistema universitario español despilfarra la ilusión de los estudiantes”. Y señala, como uno de los problemas, el excesivo empeño en las enseñanzas teóricas en detrimento de las prácticas, menos baratas que las primeras. En ese aspecto, incluso puedo hablar por experiencia; un ejemplo: algunos profesores se obstinaban en obligarnos a leer los libros más peñazo de la profesión, tochos intragables y soporíferos, cuya prosa de cemento espantaba a los muertos. Nosotros, por supuesto, no los leíamos, y nos conformábamos con echar un ojo a la sinopsis, leer el prólogo y el final e inventar el resto en unas redacciones donde jugaba su baza la fantasía. Pero la jugada no le salió tan rana al profesor de turno: no leyendo los libros, aprendíamos a ensamblar en esos trabajos la paja, los hechos y la imaginación. Tres requisitos con los que hay que contar en el periodismo, y añadirles gramática, para que críen juntos y den piezas sólidas (y, si no, léanse “A sangre fría”).
Michavila insiste en que deben fomentarse las prácticas, el trabajo en equipo, las tutorías, etcétera. Sostiene que, durante el periodo universitario, “los jóvenes se domestican y se orientan de acuerdo con los intereses de los profesores”. No miento si digo que a mí no me enseñaron mucho. Las grandes lecturas con las que me formé tuve que buscarlas por mi cuenta: comprando y leyendo periódicos, visitando librerías de viejo, recorriendo las bibliotecas. Pocos nos enseñaron de verdad, pocos nos hicieron ejercitar la habilidad mental. Pero esos pocos lo hicieron bien, a fe. Al fin y al cabo la universidad es, hoy, un negocio como otro cualquiera.