Salgo a comprar un paquete de azúcar, imprescindible para mis tres o cuatro infusiones de té diarias. Decido entrar en la tienda que regenta un chino imperturbable que debe trabajar como veinte horas al día, pues en dicho establecimiento, al contrario que en el supermercado, no hay que hacer cola. Cuando estoy pagando, en la calle suena una canción, uno de esos temas folclóricos, en plan Rocío Jurado y Lola Flores. Se oye a todo trapo, y la letra de la canción entra hasta la tienda y la invade. Igual que si hubieran puesto un altavoz en la puerta. Al salir del comercio, caminando por una calle estrecha en la que hay carnicerías, videoclubes de hindúes con películas de hindúes, tascas y bares españoles, fruterías de chinos y de árabes, alguna pastelería, un diminuto almacén de licores…, advierto la procedencia de la música. Es uno de esos carros a los que se puede conectar un micrófono, con altavoces incorporados y una melodía de acompañamiento para el vocalista.
La comitiva, que se ha detenido en una de las angostas aceras, está formada por un gitano viejo, una muchacha, un perrito con muchas lanas y una cabra. Creo que son los mismos que he visto alguna vez por otra calle, con la pobre cabra subida a lo alto de la escalera, en difícil equilibrio. Para mi sorpresa, es la mujer quien canta. Sorpresa porque posee una buena voz, canta bien, desgarra el aire frío con su letra sobre amarguras y desamores. Sostiene en la mano un micrófono y es muy morena de ojos y de cabellos. El tipo resulta simpático, a pesar de la cabra. Porque sonríe mucho, es una sonrisa de golfo y de bonachón al mismo tiempo, en una boca la que quizá falte algún diente. Su rostro empieza a apergaminarse con los rigores de la edad y del hambre, y tiene las mejillas sin afeitar, coronadas por un bigotazo gris cuyas guías se elevan un poco; es uno de esos bigotes descomunales que imaginamos en algunos espadachines de las novelas de capa y espada, o en los tramperos de Alaska. En la cabeza se ha encasquetado una gorra azul, con la visera hacia delante (y no como vi a un chaval hace varias noches: con la gorra imitando a los raperos yanquis, puesta en un lado de la cabeza, tal vez colgada de la oreja). El viejo canalla y bonachón cruza la calle, hacia la otra acera, por la que camino en ese momento, y extiende un recipiente para que alguno de nosotros (los transeúntes) deposite dentro una limosna. Un fulano se acerca, mientras paso al lado de ambos, y le da alguna moneda, y dice: “Aquí tienes. Pero trata bien a la cabra, ¿eh?” El otro responde: “Hoy no actúa. Pero ésta es una cabrona…” Y no hay juego de palabras, o a mí no me lo parece. Supongo que se refiere a que la cabra va a su aire y no hace caso de sus órdenes y peticiones. Me alejo y no oigo más, pero la música y el cuarteto, dos humanos, dos animales, despierta la atención del vecindario, y el personal de la plaza, que en ocasiones no tiene mucho que hacer salvo mirar al vacío, con las manos en los bolsillos o en una litrona, contempla el espectáculo.
He de anotar que, cuando veo por ahí el número de la cabra, haciendo equilibrios encima de la escalera con cara de pensar: “¿Qué coño hago yo aquí?”, se me revuelve el estómago. Ya sé que sus dueños también pasan más hambre que un maestro de escuela de los de antes, y que viven en chabolas de hojalata y barro; pero la cabra no sabe nada de estas historias, y se preguntará qué hace entre el ruido de los coches y los corazones negros de los hombres, subiendo a una escalera, con lo a gusto que estaría en el monte, tascando hierba. Pero la cabra es sólo uno más de los animales que soportan nuestros caprichos de humanos y nuestra alma miserable.