El viernes, en torno a la una de la madrugada, veo por el barrio tres o cuatro coches de policía, en fila. Unos metros más adelante diviso otros dos vehículos, patrullando por la zona. Ignoro de qué se trata, pero no me sorprendería que fueran asuntos de droga o de reyertas. Al día siguiente, por la tarde, hay una redada en un garito árabe en el que se puede tomar té y fumar una shisha. Dado que entro en ese momento en el portal, puedo observarlo desde la ventana del piso. Distingo un gran despliegue policial: un coche, un furgón, dos motos.
Algunos de los agentes entran en el local, y salen de vez en cuando. El resto de policías espera fuera, en la puerta, mientras conversan con los chavales que siempre merodean por allí, trapicheando. Les hacen preguntas, y supongo que ya están hartos de pedirles los documentos, y ellos de que se los pidan. Unos y otros se muestran muy tranquilos, lo cual indica que es probable que en el interior del garito no haya droga. Porque eso es lo que buscan. Al cabo de un rato uno de los policías sale y se dirige al furgón aparcado enfrente. Abre la puerta trasera y saca un perro, un pastor alemán bien atado con correas. Entra con el perro en el local. Nunca he visto actuar a estos animales mientras olfatean equipajes, salvo en televisión. Tampoco ahora lo veo porque, desde arriba, es imposible discernir el interior de la tetería. He visto perros adiestrados, en el metro, a los que hace poco comenzaron a hacer circular por los andenes, para evitar el vandalismo, las peleas y las pintadas. Aún así, sigue habiéndolas: supongo que por falta de canes o por falta de personal. Continúo observando la redada. De vez en cuando sale alguno de los agentes y se pone a conversar con los de fuera. A veces oigo lo que dicen, y, otras, no oigo nada en absoluto. Unos minutos después de haber entrado con el pastor alemán, aparece uno de los policías. Sujeta en la mano izquierda una de esas linternas kilométricas que suelen llevar y, en la derecha, un objeto sobre el que inmediatamente enfoca el haz de luz de la linterna. El objeto es un cuchillo, muy afilado, de mango negro. El tipo parece reprender a los árabes que están en el exterior, en la acera. Luego saca un mechero y aproxima la llama al mango. Quema un poco y luego huele la vaharada. Les dice que han encontrado el cuchillo en el váter, en los servicios. Es de esperar que lo requisen, y acaso que pongan alguna multa.
También devuelven el perro al furgón. Y siguen dentro. Los minutos pasan y, como a partir de cierto instante casi todos los agentes entran en el local, en la puerta no queda nadie. Empiezo a aburrirme, y no veo el desenlace; media hora más tarde vuelvo a asomarme y han desaparecido los furgones, las motos, los coches. Durante dos días examino la prensa, en busca de noticias. Pero nada. Aunque tampoco había visto en la redada muchos curiosos, y menos alguien con aspecto de reportero. No obstante, dudo que encontrasen material: quienes trapichean en la calle son demasiado astutos para que los cacen. Durante esos tejemanejes, como ya he contado aquí en alguna ocasión, dejan la droga debajo de los coches o de las furgonetas que más cerca estén del vendedor. Por eso veo a tantos tipos agachándose detrás de los vehículos y metiendo la mano bajo los mismos, durante un rato, como si estuviesen palpando. Dudo, por otra parte, que, al menos en ese garito que registraron, se den trapicheos: parece un lugar demasiado pequeño y con ventanas hacia la calle, y, además, suelen hacerse en la calle, en las esquinas, junto a la oscuridad de algunos portales.