Una araña se alojó durante veintisiete días en la oreja de una mujer. Apuntan que ella es sueca, como si la nacionalidad tuviera alguna relación con la entrada de arañas en oídos ajenos. El caso es que el condenado bicho encontró aquel lugar, cálido y recogido, a salvo de peligros, y se introdujo dentro. La mujer (sueca) fue notando, a medida que pasaban los días, que oía menos de ese lado. Sin embargo, no le dio importancia: pensó que se trataba de un tapón de cerumen. Es lógico: cuando nos falla el oído siempre creemos que la culpa es de la cera, del agua de la ducha o de la piscina, de poner a tope el volumen de la música. Pero jamás se nos ocurre que un insecto se ha hecho dentro la vivienda, y, encima, sin pagar alquiler. No se nos ocurriría porque es una idea terrorífica. Tampoco a la sueca se le pasó por la cabeza. Sólo de pensar en la araña, cobijada en la oreja y pasando calorcito, escribo esto con una mano, mientras me rasco con la otra. Nos cuentan que tenía el tamaño de un pulgar, y de tonalidad negra. Yo creo que todos estos datos sólo sirven para que nos rasquemos más la piel. Pero no dicen de qué se alimentaba. Al cabo de casi un mes la mujer decidió ir a una farmacia y comprar un líquido limpiador, como esos que anuncian tanto en televisión. La sueca recordó que una noche había visto a una araña en su cama. Imaginó que era la misma que, tras echarse el producto, “salió viva de la oreja y continuó su marcha”.
Ya no saben qué inventar. En Estados Unidos, digo. Leemos que la última moda en Nueva York son las cafeterías para hacer punto y ganchillo. No van allí a hacer un jersey las abuelillas, sino los hombres y mujeres jóvenes. Se reúnen en grupo, charlan, toman algo, entran con una bola de lana y unas agujas y salen con una bufanda puesta. Matemático, oiga. Dado que, en algunos países, quieren acabar con las costumbres de los bares (fumar y beber), se imponen otras chorradas, de vida efímera, creo: garitos para inhalar oxígeno, cafés donde hacer calceta, y en ese plan. Incluso existe un tal café Knit New York, en el que los viernes celebran “la noche especial de los chicos que tejen”. Miren, llámenme anticuado o raro, pero a mí me gusta de los bares esa imagen y ese ambiente con los que he crecido: hombres y mujeres charlando, con un pitillo en una mano y una copa en la otra. Y basta de tonterías.
La última noticia insólita que hoy les ofrezco es la más increíble de todas, pero la más jugosa. Volvemos a Estados Unidos: una compañía de ese país ha inventado una línea de juguetes bautizada como “Baby Bush Toys”. Su eslogan es muy cachondo: “Juguetes simples para chicos simples”. Ejem. Como lo oyen. Apuestan por los chicos “poco destacados” (eufemismo que utiliza la compañía para designar a sus clientes, pero prefiero decirlo con todas las letras: es para chicos tontos, como Bush). Porque Bush es lo que tiene: ni siquiera creo que esconda algún rasgo de malicia. Creo que su pasado de alcohólico, y los genes, le instalaron en la tontería. A mí, por cierto, no me acusen: no he sido quien ha inventado los juguetes con su nombre, para chavales con simpleza. Pero la empresa tiene otro mensaje implícito: aunque seas tonto, chaval, podrás llegar a ser presidente de tu país. No desesperes. Estos son algunos de los juguetes: el Xilófono de Alerta Terrorista, con un tono distinto para cada nivel de alerta; el Salón de Juegos Portátil, que sólo es una caja de cartón (si no lo creen, busquen la foto en “Baby Bush Toys”); “Buenas noches, Luna”, libro de páginas en blanco, para que los niños simulen “que leen, incrementando su confianza frente a los demás”. Entre otras cosas, también hay un martillo. Bush ni se enterará de la ironía que esto encierra.