Hay cierto abuso en los medios al coger a un tipo corriente, alguien anónimo, de la calle, un trabajador como los demás, o un parado, y tirar del hilo de su vida para descubrir y describir los pormenores de su biografía, convirtiendo esa biografía en una especie de novela, o de vida novelada. O quizá me equivoco: no es abuso de los medios, sino hambre de datos de los consumidores, de quienes nos alimentamos de noticias. Puede ser. O no. El caso es que los reporteros se adentran hasta el más recóndito y mínimo secreto del hombre corriente. Claro que al tipo en cuestión se le pide uno de estos dos requisitos: que haya fallecido de muerte violenta, o que haya matado a alguien con sus propias manos empuñando un arma. O ambas. Porque, de lo contrario, ¿a quién le interesa la vida de un individuo que va a trabajar a diario y cumple con su empleo? Otra cosa es que intervenga la sangre. Ahí el asunto cambia, amigo mío. Resulta que mandan a los muchachos a que escarben en su pasado. Que saquen todo lo que encuentren. Que tiren del hilo.
Ocurrió con la mujer asesinada en un cajero. Hasta entonces ella no era nadie, sólo una mendiga que se arropaba del frío en una esquina de ese portal para cajeros automáticos, como tantas otras. La mataron, y entonces nos han contado su vida de pe a pa. Muy bien. Pero, ¿interesa porque llevó una vida normal en la que fue descendiendo, peldaño a peldaño, a los infiernos de la droga y la miseria y la soledad? Al fin y al cabo, se dan demasiados casos similares. ¿O interesa porque la mataron a sangre fría? Con el vigilante que la preparó parda en el Palacio de las Telecomunicaciones de Madrid (lugar al que acudí hace poco para recoger un pedido en la oficina de Correos del interior del edificio, y tiemblo al pensar que podíamos haber coincidido en la masacre) ha sucedido, está sucediendo, lo mismo: sabemos, aunque no quisiéramos saberlo o no nos lo hubiéramos propuesto, que fue vigilante en el País Vasco, que salía a fumarse un pitillo con los compañeros, que le hacían bromas pesadas, etcétera. Han escarbado con pericia, hasta descubrir el más pequeño detalle. A lo que más importancia parecen darle es a sus costumbres de cazador. Dicen los compañeros, en los periódicos, que hablaba mucho de caza: en su conversación diaria introducía la jerga propia del cazador experimentado. Nadie lo comenta, pero aquí parece haber una sospecha, como si, por ser el homicida un cazador en su vida privada, influyese esto en su locura, como si fuese un aviso de lo que iba a ser y de la carnicería que iba a preparar.
No se extrañen si ahora la gente coge miedo de los cazadores. Y es que en los medios se corre el riesgo de vulgarizarlo todo. ¿Que el chaval que mató a sus padres, con una katana, era adicto a los videojuegos? Culpa de los videojuegos. ¿Que el fulano que se lió a tiros desde una azotea veía películas de acción en sus ratos libres? Entonces es culpa de las películas de acción. ¿Que el vigilante de Correos estaba todo el día hablando de armas y de caza? Culpa de la caza. No lo dicen así, pero ese mensaje es el que se esconde bajo las informaciones. De lo contrario, ¿por qué darle vueltas a si cazaba o no cazaba? Pero en los medios se insiste demasiado en relacionar las aficiones y gustos de uno con su estado psicológico. Alguien mata, y entonces se tira del hilo, se estudia su biografía, se averigua lo que le gustaba hacer, se intenta relacionar sus pasiones diarias con sus últimas acciones. Pero a menudo no hay relación. Un fulano que sólo se entusiasme por el cultivo de las flores también puede convertirse en asesino. ¿Diremos entonces que le trastornó el aroma?