Dado que a casi todo el mundo le apasiona el fútbol, y más ahora con esto de la Eurocopa, quizá se hayan preguntado cómo se siente un tipo a quien el fútbol no le interesa. No digo siempre, sino en estas finales y semifinales o como se llamen, cuando sólo hay clientes en los bares con televisión y, en los garitos sin ella, los camareros se quedan con las ganas de ver el partido y de tener alguien en la barra que haga gasto y les amenice la espera, hasta que termine la retransmisión y la gente salga a celebrarlo o a derramar lágrimas. Pues uno, en esas ocasiones, se siente habitante de una tierra extranjera: si no vas dando saltos de alegría ni le preguntas “¿Cómo van?” al primer desconocido con el que te topas ni te has puesto de capa una bandera, entonces no hablas su idioma. En la novela de Junot Díaz que recomendé hace poco, el narrador pregunta a su lector si quiere saber cómo se siente un X-Man, ya saben, un mutante de cómic. Para saberlo, dice: “(…) conviértete en un muchacho de color, inteligente y estudioso, en un gueto contemporáneo de Estados Unidos”. Y añade: “Es como si tuvieras alas de murciélago o un par de tentáculos creciéndote en el pecho”. Pues así me siento yo, oiga, cuando hay fútbol. Un extraño, un bicho raro. Que conste: no me estoy quejando. Me lo tomo con humor y esas situaciones tienen su gracia.
Se me ocurrió ir a tomar unas cañas el jueves pasado por la noche, por Huertas. Un colega que vive por y para el fútbol me dijo por teléfono que los bares iban a estar petados por el partido. Sí, sé que es difícil de creer, pero le pregunté: “¿Hay un partido hoy? ¿Y quién juega?”. No sé a qué vino la segunda pregunta. Debió de ser el calor, que trastorna. O igual lo pregunté por cumplir. Mi colega está tan acostumbrado a mi ignorancia en materia deportiva que ya ni le hace gracia, o no se asombra. En efecto, al salir por ahí vimos dos clases de bares. Vacíos y llenos. En los llenos había un televisor al fondo, gente alborotada coreando la euforia posterior a los goles y muchas banderas y trompetillas. En los vacíos no tenían televisión, ya se lo habrán imaginado; a veces veíamos a dos o tres personas solitarias, acodadas en la barra. Esos son de los míos, pensaba yo. Vimos un bar sin tele donde servían patatas bravas, así que entramos. Los camareros, en plena madurez y con cara de ser amantes del fútbol, escuchaban con desconsuelo el partido en una radio del tamaño de un móvil de última tecnología. No me hagan mucho caso, pero creo que envidiaban a sus vecinos, los del local de enfrente, y no por la clientela excesiva que poblaba el local, sino porque todos estaban viendo el partido. Ellos, en cambio, se conformaban con escucharlo, no había otro remedio: como la gente de antaño, los camioneros en ruta y los viajantes de comercio.
En algunas plazas topé con algo insólito, que no había visto jamás: inmigrantes que, por la calle, vendían banderas y banderines de España. Se las saben todas. Cuando llueve y sales del metro, siempre hay un par de tipos que venden paraguas. Cuando aprieta el calor, no es raro que aparezcan dos o tres vendedores que ofrecen gafas de sol. Cuando sales de un concierto, agotado y sediento, aparecen con refrescos. Cuando vas por Malasaña, antes de entrar a los garitos te ofrecen cervezas de lata. Durante el partido me pregunté qué ocurriría si, en ese instante, alguien sacara los tanques a la calle para dar un golpe de estado. Lo más seguro es que la gente dijera: “Bueno, espera a que acabe el partido y luego nos ocupamos de eso, que va ganando España”. Cuando terminó el fútbol intenté sonreír. Si caminaba con semblante serio corría el riesgo de que me tomaran por ruso y me calentaran el hocico a golpes.