Apareció sin avisar. O eso dicen en los periódicos: que irrumpió en el Congreso. Caminó entre el público y los periodistas con esos aires de grandeza que sólo se dan quienes se creen superiores. Saludando a la galería. A veces, con una mano, se atusaba la melena por encima de las orejas. Con sonrisa ligera. Pero el espectáculo grotesco estaba por llegar. Empezó al subir a la tribuna. Caminaba como lo haría un adolescente en la cumbre de su éxito. A saltitos. Y luego fue repartiendo besos, abrazos y bendiciones. A algunos sólo les tocaba en el antebrazo, como para bendecirlos con sus yemas. En plan César. A unos les estrechaba la mano con un apretón formal. A otros, en cambio, les chocaba esas cinco como hacen los raperos, los colegas de toda la vida y los tíos que se saludan en los bares. Ya sabes, con el puño hacia arriba. A dos o tres les puso los dedos encima de las manos, como saludaríamos a una abuelita. Hubo quienes se quedaron descompuestos sin su saludo: ni siquiera levantó la barbilla en señal de afecto. La mayoría (no todos, si se fijan bien) le enseñó su mejor sonrisa Profidén, su mejor rostro de Smithers babeando ante el Señor Burns aunque el Señor Burns no haga ni caso de su joven pelotillero enamorado.
He visto el vídeo varias veces y contiene mucha miga. El final es apoteósico. El hombre de la melena negra se acerca a Acebes. Se abrazan, se chocan esos cinco, juntan sus mejillas como si fueran a darse un beso, y con una de sus manos el protagonista del evento le propina un par de cachetes amistosos en la nuca. Dos collejas de colega, de aprecio, de camaradería. Antes de eso ha lucido sonrisa, la que saben reflejar a la perfección los grandes caricaturistas de este país. Al darse la vuelta le queda uno: Rajoy. La sonrisa se le borra del rostro, le da la mano con algo de frialdad, o al menos sin el apasionamiento de los segundos previos, y musita unas palabras que no alcanzamos a desvelar. Pero que, en lenguaje de gestos, y si lo ven ustedes otra vez, significa algo del estilo a: “¡Hasta luego, Lucas!”. Aznar tiene innumerables defectos, pero sabe hacer algo: dosificar sus gestos. Lo tiene todo medido de cara a la galería. Sabe cuándo quiere ser graciosillo, cuándo mostrar enfado, cuándo pasear su entusiasmo y cuándo transmitir su indiferencia. Luego le preguntaron los periodistas si estaba enfadado con Rajoy y dijo que no. Pero el gesto no alberga dudas. Imaginen que están ustedes en la barra de un bar. Que llegan tres de sus amigos. Al primero, usted le da un abrazo. Al segundo, dos besos en las mejillas, una palmada en la espalda y una frase de regalo: “¡Me alegro de verte!”. Y, al tercero, le quita la sonrisa que destinó a los otros dos y sólo le estrecha la mano durante un segundo y manteniendo las distancias. Esos gestos se notan.
En declaraciones anteriores a ese Congreso Popular Rajoy había dicho que su relación con Aznar era muy buena, pero no intensa. Y Aznar no pasa una. Aznar cree que no se puede llegar más lejos porque Bush le puso una mano en el hombro como si fuera un maestro jedi apoyando a su joven padawan. Y Aznar se lo tragó. De hecho, en su “entrada triunfal en el Congreso del PP” se daba demasiados aires de grandeza. Hay algo en su actitud que nos empuja a pensar que se cree un tipo más juvenil por haberse dejado esa melena chusca. Se creía un teenager en la noche del baile de graduación, se creía Tom Cruise entrando en el escenario en “Magnolia”, cuando saluda como si él fuera lo mejor del mundo. En fin, que siempre es un placer (por las carcajadas que comporta) ver de nuevo a Aznar, sus salidas de tono, su bigote ya blanco y casi borrado de la faz, su melena conservadora y todo el conjunto.