Un día de la semana anterior encontré la noticia sobre la muerte de un escritor cuyo nombre no me sonaba: Albert Cossery. No leí la necrológica y no supe más del tema. Pero me quedé prendado de la fotografía del escritor. Era un anciano bien vestido, con traje y corbata, con camisa amarilla a juego con el pañuelo que sobresalía del bolsillo superior de su chaqueta. Su piel era gris. La frente, llena de manchas. El cabello, escaso. La boca, con ese rictus propio de quienes no tienen dientes. Los ojos sepultados en arrugas y ojeras. Más que un hombre anciano, parecía un cadáver. Un muerto en vida. Una momia que se sostenía en pie sólo para la foto.
Apenas un par de horas después mi colega Patxi Irurzun colgaba esa misma imagen en el blog que compartimos entre varias personas. Esta vez lo que me llamó la atención fue el texto breve que Patxi había escrito bajo la fotografía. Quiero reproducirlo aquí: “Hoy he leído en los obituarios del El País que ha muerto el escritor egipcio Albert Cossery. Nunca había oído hablar de él, pero escribía sobre los locos y mendigos de El Cairo, ha vivido 60 años en un hotel, era un apólogo de la pereza… ¿Por qué sólo he sabido de él ahora que está muerto? Buscaré sus libros en las bibliotecas”. Luego incluía un link a un amplio reportaje sobre el escritor, que vivía en París y escribía sobre los suburbios y habitaba una habitación de hotel desde sesenta años atrás. Sólo ocho libros en ese tiempo (de los cuales, que yo sepa, se han traducido siete a nuestro idioma). Un escritor lento, pausado, adorador de la pereza, colega de Albert Camus, todo un personaje que se vestía como un dandy porque eso era lo que su padre le había enseñado: “Mi padre se vestía como un príncipe”, contó en una entrevista para el diario argentino La Nación. Eligió vivir en la miseria, sin pertenencias, lo que supone para nosotros una lección. Así era libre, decía. Viviendo en una habitación de hotel. En los últimos tiempos parece que añadió una nevera y un televisor, como desvelan en El País. Posee una biografía que atrae. Y, sobre todo, una obra que habla de los malditos, de los miserables, y que apetece ya desde los títulos: “Mendigos y orgullosos”, “Los haraganes del valle fértil”, “Los hombres olvidados de Dios”, “Los colores de la infamia”.
Al igual que Patxi Irurzun, me pregunto lo mismo y hago mío su lamento: ¿Por qué sólo he sabido de él ahora que está muerto? ¿Cómo se nos pudo escapar? ¿Por qué no supimos de este autor? Si uno rastrea la red, a posteriori comprueba que unos pocos autores y bloggers sí hablaron de su vida y su obra: J.P. Quiñonero se lo encontraba por París y le hacía fotos. Es un consuelo. Me aventuro a apuntar que tal vez Cossery ya no era tan célebre (antaño lo fue: Henry Miller ayudó a que se publicaran sus libros en Estados Unidos; fue premiado y muy traducido) por su estilo de vida. Por escoger una rutina que lo mantendría apartado de la sociedad, de los fastos, de las fiestas, de los convites a los que acuden tantos autores a llenarse la barriga y el ego. Cossery se movía por el Barrio Latino de París. Apenas frecuentaba dos o tres locales y un jardín para alimentarse, pasear y buscar sosiego e inspiración. Sucede con muchos escritores valiosos que caen en el olvido: no sabemos nada de ellos, pero entonces se mueren y regresan a la actualidad por eso mismo y el mundo descubre su obra y las editoriales quitan el polvo a sus libros y los sacan de las catacumbas. Como, por ejemplo, Mohamed Chukri. O Albert Cossery, de quien he encargado algunos libros por internet. Sólo nos resta hacerle ese homenaje. Leer su obra.