La otra noche, en vez de comprar kebab para llevar, decidimos comerlo dentro del garito. Del garito en el que sirven el mejor kebab que he probado nunca, muy cerca del piso. Así hay más opciones, dado que algunos platos no son para llevárselos a casa. Quizá por la hora o por el calor infernal de ese día, sólo encontramos a una pareja sentada a una de las mesas. Tras estudiar la carta vimos un plato apetecible que tenía casi de todo: cordero, arroz, pan pita, falafel (una especie de croqueta de garbanzos), patatas fritas, ensalada, queso feta, dolmadakaia (hojas de parra rellenas de arroz) y puede que algún ingrediente más. Hubo que pedir aparte el humus, ya que no lo incluía. El humus es una pasta de garbanzos aderezada con ajo, limón, aceite de oliva y pimentón. Le señalé una foto de la carta a uno de los tipos, pensando que eran platos individuales: “Dos Platos Mesopotamia”. Me miró: “¿Dos?”. Asentí. Fue a decírselo a otro de los dependientes (en estos locales, los camareros suelen ser también cocineros) y el moreno volvió de la cocina y me explicó que ese plato era para dos personas. Que deberíamos pedir uno, y no dos. “Dos mucho”, dijo. “¿Mucho?”. Asintió. Le dije que estaba de acuerdo. Un Mesopotamia para dos.
No hay muchas personas que, en un restaurante, te digan que te has pasado al pedir y recomienden menos cantidad. Salvo si les preguntas. Podía haber ganado más dinero, pero en cambio fue honesto. No le faltaba razón. Aquel plato gigante era para un regimiento. No ocurrió así el año pasado en un pequeño local de Estrasburgo, cuando pedí dos kebab grandes y fuimos incapaces de terminarlos. La mujer que me atendía no dijo nada. No me avisó. De haberlo hecho, tampoco sé si la hubiera entendido. Sé tanto de hablar francés como de fútbol (quizá aquí he exagerado: no sé nada de fútbol). Esta historia sobre la comida me ha recordado lo que alguien, no recuerdo quién, me contó hace unas semanas. Que en muchos restaurantes ya no está mal visto que quieras llevarte a casa las sobras de tu cena. Con amabilidad y comprensión, según parece, te las meten en un tupper y te lo llevas bajo el brazo. Para comer al día siguiente o para el perro. A mí me parece una gran idea. No se debe tirar la comida. Cuando veo tirar comida me duele el estómago: en mis años en Salamanca tenía siempre el dinero justo y apenas sabía cocinar, pasaba un poco de hambre y me alimentaba de arroz, macarrones, huevos y patatas. Cada vez que regresaba a casa, a Zamora, me comía hasta el mantel. El Mesopotamia de la otra noche costaba sólo diez euros.
De haberlo sabido, la última vez que estuvieron en Madrid mis colegas Alfonso X. Rabanal y Vicente Muñoz Álvarez (escritores que me recibieron muy bien en León), les hubiese llevado a este sitio. Porque recuerdo que, en una tarde soleada de domingo y con Lavapiés hasta los topes, fuimos a un hindú de menú sabroso, pero con camareros despistados en exceso. Nos pusieron una croqueta a cada uno y las cervezas que habíamos pedido. Nos entretuvimos hablando mientras los estómagos gemían de hambre y no nos dimos cuenta de que había pasado casi una hora sin que nos sirvieran el menú. Entonces uno de los camareros, que andaba de aquí para allá de guía para quienes entraban a comer, ante nuestra sorpresa nos retiró los cubiertos y los platos. Unos minutos después supimos que no iban a reponer el servicio, sino que se habían olvidado de nosotros. Conseguimos comer una hora después de entrar allí y de reclamar. Cuando al fin nos trajeron los platos, el tío de la mesa de al lado dijo: “¡Eh, oiga, que nosotros llevamos una hora y media esperando!”.