miércoles, mayo 31, 2006

Proyecto Mundolavapiés



Si vives o has vivido en el barrio de Lavapiés. Si has pasado en alguna ocasión por allí. Si crees que puedes aportar alguna visión, algún texto, alguna fotografía, no dudes en visitar Mundolavapiés, el libro-proyecto de un fotógrafo independiente.

Entre todos podemos construir un libro plural, que refleje el barrio y sus habitantes y, también, sea un espejo del mundo. A mí me ha gustado la idea y colaboraré con algún texto.

El plazo finaliza el 5 de septiembre.

Sin aire (La Opinión)

Cuenta el diario gratuito 20 Minutos que uno de cada cuatro vagones del metro de Madrid carece de refrigeración. Estos datos se agradecen, porque uno, tras sus viajes subterráneos, puede corroborar que, en efecto, el calor es excesivo, pero ignoraba el porcentaje de trenes sin aire acondicionado. Los reporteros de tal periódico bajaron a una de las líneas, con el termómetro en la mano, y la temperatura rondaba los treinta y dos y los treinta y tres grados centígrados, en vagones sin refrigeración y con algunas ventanas abiertas. El metro de Madrid dicen que es uno de los mejores del mundo, o así lo anuncian, pero a mí me parece ya una pequeña estafa: escaleras mecánicas que no funcionan o funcionan a ratos, papeleras hasta los topes de basura que cae al suelo y termina en las vías, trenes con temperatura de sauna, interminables obras y remiendos, averías varias y detenciones en medio de los túneles, que nadie se explica.
Esta retahíla de inconvenientes la conocen de sobra los zamoranos que van al trabajo en el metro, que son muchos; algunos, a veces, me cuentan esos padecimientos. En la línea que cojo desde mi barrio no hay aire acondicionado. El viaje de un par de minutos entre una estación y la siguiente, por próximas que estén, depara sudores y sofocos y ganas de regresar a casa y volver a meterse en la ducha. Lo sufren los trabajadores, principalmente ahora, que se acerca el verano y no hay criatura de Dios que soporte el calor. Entran bien lavados, bien duchados, bien acicalados, pero al salir del metro ya están como si vinieran de correr los sanfermines con el traje puesto: muy sudados, muy molestos, muy húmedos. Apostaría cualquier cosa a que, llegadas estas fechas, la gente que lee prensa en el metro lee menos en estos días: lo digo porque no utilizan los periódicos para saber cómo va el mundo, sino para abanicarse antes de que les sobrevenga el mareo. A veces el problema es el aire acondicionado, pero a menudo son otros problemas. Una tarde de éstas tomé una línea cuyo servicio incluye trenes pendulares. Se mueven por los túneles como serpientes al ataque, o como esas atracciones de las ferias que circulan a toda velocidad por los raíles, con riesgo de que los pasajeros echen la vomitona en pleno viaje. Me agarré a la barra de sujeción pero, con los meneos del cuerpo del vagón, se me revolvió el estómago. Igual para bailar bachata es un magnífico entrenamiento, pero yo prefiero mantener los pies sobre tierra firme y no golpearme una y otra vez con la puerta y con la barra vertical.
De camino a la parada de Sol no es raro que el conductor, no sabemos por qué motivo, detenga el tren en mitad del túnel, antes de que veamos la luz de los andenes. Estimo que esas suspensiones inesperadas duran menos de un minuto, pero allí dentro, con los pasajeros apretujados, con el calor brutal, con la falta de aire acondicionado, con las ventanas cerradas, con el túnel a oscuras, parece que duran un cuarto de hora. En esas ocasiones a la gente le acomete el nerviosismo. Se miran unos a otros de reojo, se echa un vistazo al reloj de muñeca para averiguar el retraso en la cita o en el trabajo, los menos tímidos comentan la jugada con el vecino de asiento, alguno incluso blasfema en voz alta, las cabezas intentan atisbar si ocurre algo anómalo mirando por los cristales. Cuando el tren reanuda el viaje se oyen los suspiros de alivio. El fin de semana pasado tuve que utilizar mucho el metro para hacer varios recados. El calor era tan agobiante y espeso, el sudor olía tanto a mugre y a salmuera, íbamos dentro tan hacinados, que supe cómo se habían sentido los judíos de camino a Auschwitz. Para colmo, recientemente subieron el precio. Quienes fichan en la oficina están hartos.

martes, mayo 30, 2006

Cannes y Cans (La Opinión)

La última vez que anduve por Zamora me dijo un amigo, que ahora trabaja en Vigo: “La semana que viene iremos al Festival de Cans”. Él tenía la intención de confundirme y lo logró, porque entendí “Festival de Cannes”, que se pronuncia igual, o al menos los españoles lo pronunciamos así. Mi respuesta inmediata fue: “¿Qué me dices? ¡El Festival de Cannes! Menudo nivel que tenéis”. Y luego recordé mi visita a Cannes, cuando me llevaron mis abuelos, en el tiempo azul y dulce de la infancia. Nosotros no fuimos al Festival, que por aquellas fechas (verano, creo) no caía. Sin embargo me gustó aquel lujo francés con playas privadas: cada pedazo de playa pertenecía a un hotel. Pero volvamos a Cannes y a Cans. Pregunté: “¿Y cómo os ha dado por ir allí?” Tomábamos una cerveza en un garito de la ciudad y él o ella, son una pareja, respondió: “Me refiero al Festival de Cans, escrito tal y como se pronuncia. Está en Pontevedra”. Concretamente, en O Porriño.
Es un pueblo en el que, coincidiendo con la similitud fonética, desde hace unos tres años han aprovechado el tirón del otro Festival para hacer el suyo, que es rural, de cortometrajes y con mucho cachondeo, sí, pero también tiene cierto prestigio, como lo prueban los visitantes que suelen acudir: actores y actrices españoles, directores de cine y, en general, gente metida en el mundillo. Iñaki Gabilondo dijo el año pasado, en la radio, que Cans era “la capital del agroglamour”. No sé si el término es de su cosecha, pero a tenor de lo que me contó aquel amigo, que había estado el año anterior en la segunda edición del certamen, se le ajusta como un guante. La pareja nos refirió que los cortos se proyectan en graneros, establos y cobertizos, al lado mismo de las vacas, con el olor montaraz del estiércol pegado a los espectadores, mezclándose los actores como Luis Tosar o Emma Suárez con paisanos de boina y cachaba. Por allí pasean a la gente en “chimpibuses”, que al parecer son tractores pequeños, en cuyos remolques se suben los espectadores para ir de un lado a otro. El menú es auténtico, todo un lujo castizo para el estómago (me gustaría ir a alguna edición de Cans aunque sólo fuera por las delicias gastronómicas): este año han comido, según el diario El País, lacón, callos y chorizo asado; supongo que servirán más cosas, pero el periódico tampoco lo cuenta. En alguna parte he leído que no faltan la empanada gallega ni el vino, y es que el vino en estas cosas es imprescindible. Se me olvidaba señalar que también hay conciertos gratuitos, y que cada año asiste más público.
A mí esto me parece muy bien. Que se aproveche el tirón del glamouroso Festival de Cannes, repleto de estrellas, para hacer el Festival de Cans, repleto de boinas, revela el carácter español, nuestro temperamento siempre proclive a la parodia, que nos viene de lejos, de una tradición que comienza en Don Quijote y Sancho Panza. Porque Cans, supongo, es la parodia de Cannes. En España somos así, y por eso amo este país: si nos falta el presupuesto, tiramos por el camino de la parodia, nos embarcamos en el bajel del humor. En Estados Unidos se inventaron a Cobra, el policía bronco de Sylvester Stallone, y la respuesta de España fue concebir a Torrente, que es la versión castiza de aquel poli. La vida da tantas vueltas que, transcurridos varios años, Stallone anda ahora de capa caída, intentado sacar adelante nuevas entregas de Rambo y de Rocky para hacer taquilla, y a Santiago Segura le han comprado los norteamericanos los derechos de su Torrente, con la idea de preparar un Torrente a la manera yanqui. Lo cual demuestra que, con humor, se llega muy lejos.

lunes, mayo 29, 2006

Series de terror (La Opinión)

Admito mi debilidad por cierto género televisivo que se compone de capítulos independientes pero ensamblados por una temática común: el terror. Es posible que yerre si digo que la precursora del género fue “The Twilight Zone”, serie que nació a finales de los años cincuenta y que contaba argumentos distintos cuyas temáticas eran el suspense, la ciencia-ficción y el terror. Ese clásico aún no lo he visto, pero sí el homenaje que le rindieron en los ochenta en forma de película de cuatro episodios, firmados por John Landis, Steven Spielberg, Joe Dante y George Miller (aquí la bautizaron como “En los límites de la realidad”). También se introdujeron, con fuerza, aquellas otras: “Alfred Hitchcock presenta” y “La hora de Alfred Hitchcock”, bajo los auspicios del maestro de “Vértigo”, que siempre añadía una nota de humor en los preliminares. En España, a partir de los sesenta, ese gran clásico vivo que es Narciso Ibáñez Serrador configuró una serie de parecidas características: “Historias para no dormir”. A mí “Chicho”, a quien el público actual sólo conoce por el “Un, dos, tres”, me aterrorizó la infancia con un plano de “¿Quién puede matar a un niño?”
En los ochenta disfruté gracias a Spielberg y esa serie suya de la que, a veces, veo en casa algún capítulo: “Cuentos asombrosos”, que ya cité en un artículo. La estructura solía ser fija: episodios independientes de veintitrés minutos de duración (con la salvedad de algunos especiales, como “La misión”), aunque la clave era la fantasía, y no el terror. Incluso adolecen de cierto humor algo infantil. En ella participaron notables directores: Peter Hyams, Clint Eastwood, Joe Dante, Kevin Reynolds, Martin Scorsese, Irving Kershner, Danny DeVito, Todd Holland, Robert Zemeckis, Tobe Hooper y el propio Spielberg, por citar unos cuantos. Entre finales de los ochenta y mediados de los noventa, otra serie del estilo: “Tales from the Crypt” o “Historias de la cripta”, basada en los reputados cómics de horror de EC, del mismo título; recomiendo estos tebeos, que compré hace un año en edición nueva y que leo cuando me apetece ver dibujos de homicidas y muertos vivientes. Esta versión televisiva tampoco la conozco.
Y llegamos a la actualidad, y a dos noticias que son la excusa para esta columna. Circula por ahí la primera temporada de una serie titulada “Masters of Horror”. Es reciente, y aún no han estrenado la continuación. Basándose en esas series precedentes, el experto en el género Mick Garris ha reunido a autores habituados a transitar por los tortuosos caminos del gore, del terror psicológico o del cine de psicópatas, para que dirijan episodios macabros. Algunos de los elegidos son Stuart Gordon, Dario Argento, John Landis, Don Coscarelli, John McNaughton, Joe Dante, Larry Cohen, John Carpenter y Takashi Miike. Sólo con la mención de estos nombres, al fanático del género se le hace la boca agua. Se comenta en los foros que el nivel de las historias es desigual, condición que puede aplicarse a todas estas series de capítulos autónomos. Los hay buenos, malos y regulares. Y la otra noticia. En julio se estrena en España y en dvd la nueva serie de Ibáñez Serrador: “Películas para no dormir”. La produce Telecinco, e ignoro si antes de comercializarla la estrenará dentro de su programación. Consta de seis historias, con el único nexo del suspense. Detrás de las cámaras hay directores de peso: Álex de la Iglesia, Enrique Urbizu, Jaume Balagueró o el propio Ibáñez Serrador. A mí con esto me han dado una alegría. Lo malo es que todas estas series que digo las vemos cuatro o cinco. No baten récords porque los espectadores medios sólo quieren que los personajes se conozcan y se líen entre sí, o sea, piden el culebrón.

domingo, mayo 28, 2006

El regreso de Axl Rose (y 2) (La Opinión)

Guns N’ Roses comienzan su actuación, es su costumbre, con el legendario y feroz tema “Welcome to the Jungle”. Asistí a una de sus giras de hace años y me cuesta reconocer a Axl Rose cuando irrumpe en el escenario. Tiene el rostro un poco acartonado (se rumorea que por culpa de una operación de botox) y se ha hecho trenzas de rapero en la melena, recogida en una coleta. No está gordo, pero antes era un saco de huesos y se advierte que ha ensanchado, que ya no tiene veinte años, sino cuarenta y tantos. Sale con gafas de sol, crucifijo al cuello, vaqueros, playeras, una camisa negra y una cazadora de camionero yanqui. Lleva una barba recortada y la ropa sobre el torso da la impresión de que estamos ante Jim Morrison cuando empezó a sumar adiposidades a su cintura. Luego se despojará de las gafas y de la chaqueta y comprobaremos que, aunque ya no corre de un extremo a otro con su agilidad de los noventa, e incluso parece que le cuesta, todavía es capaz de bailar y de hacer esos movimientos de serpiente agarrada a un micrófono que le caracterizan. Ofrece al público, tras un retraso de ciento veinte minutos, un concierto de dos horas y media.
El problema de este directo, el de ahora, radica en sus altibajos. Pero no me arrepiento de haber ido. Tuvo altibajos porque hicieron algunas cosas bien y, otras, mal. En contra: los solos de guitarra o piano del resto de la banda no interesan a nadie y parecen interminables, el sonido del equipo retumba a veces, cuando tocan los temas inéditos el público ni se inmuta porque desconoce las canciones (el nuevo disco aún no ha salido a la venta), la gente está agotada tras tantas horas en pie, la voz de Axl suena algo rota al principio, aunque irá mejorando a medida que transcurra la actuación y, sobre todo, falta el guitarrista Slash, el músico a quien más se echa de menos. A favor: las nuevas canciones tienen garra, el vocalista todavía logra que vibre el gentío, el espectáculo incluye llamas de fuego a ambos extremos del escenario y petardazos y pequeñas explosiones y una lluvia final de tiras de papel de colores, al fondo hay una pantalla donde vemos alternativamente planos individuales de la banda e imágenes y vídeos de protesta, abren con “Welcome…” y cierran con “Paradise City”, clásicos del legendario disco “Appetite for destruction”, y, cuando suenan los míticos temas, como los dos anteriores y “Sweet Child of Mine”, “Nightrain”, “Patience” o “You Could Be Mine”, a uno se le eriza el vello de la nuca y regresa a la emoción de esos discos viejos, que compró en vinilo y aún conserva como tesoros de valor incalculable. Cuando Axl se sienta ante el piano y ejecuta “November Rain” sé que la espera, el agobio, el precio y lo demás han merecido la pena. En suma: Guns N’ Roses han perdido algo de fuelle, algo de magia, pero todavía son capaces de imprimir energía en directo.
La actuación acaba a las dos y media de la madrugada. Hemos estado, en total, cinco horas en pie. Es una faena, porque las previsiones se han desbaratado: a esa hora no funciona el servicio de metro y no hay búhos. Salgo pensando en el público tan raro que acude a los conciertos: la mayoría parece que va sólo a mamarse y a hacerle fotos con el móvil al solista, después de llamarlo hijoputa. En las inmediaciones del auditorio se acumulan las personas extenuadas, buscando taxi. Circulan numerosos taxis, pero ninguno libre. Esperamos unos minutos. Luego decidimos andar hasta que encontremos uno con la luz verde. Hora y media después llegamos a Alcalá, justo a la altura del metro de Ciudad Lineal. Unos setenta minutos de caminata. Entonces aparece un taxi libre. Y llego a casa a las cuatro y cuarto de la mañana, molido.

sábado, mayo 27, 2006

El regreso de Axl Rose (1) (La Opinión)

Escribo estas líneas tras haber dormido sólo cuatro horas, o puede que menos. Y voy a contar todo en dos artículos porque creo que merece la pena, si dispongo del beneplácito del paciente lector. El jueves por la noche fuimos a ver el concierto de Guns N’ Roses, que en Madrid abrían gira europea, después de adelantar la fecha de su actuación. Quien no sepa quiénes eran los Guns, que pase página, porque aquí no vamos a explicarlo. Sólo un par de apuntes sobre el presente: de la formación original sólo queda su cantante, el mítico y polémico W. Axl Rose, que nunca cayó bien al público, ni siquiera a sus fans más acérrimos. El problema de las bandas con rencillas y lucha de egos de por medio es que al final se descomponen lentamente y eso ya no lo arreglan ni los manager ni las madres de cada uno. Axl lleva años, siglos nos parecen a sus seguidores, componiendo un disco de treinta y dos canciones que no acaba de ver la luz: “Chinese Democracy”. El propósito de esta gira es ir calentando al público, preparándole con un puñado de temas inéditos para abrir boca.
La noche madrileña de este jueves es apacible y fértil en misterios, calurosa como una manta zamorana. Hay que ir en metro hasta el auditorio Parque Juan Carlos I, en el Campo de las Naciones, o sea, cerca de Barajas. Atravesamos alamedas y jardines. A las puertas del recinto el personal ha dejado las huellas de un botellón hecho allí mismo, mientras guardaba turno para entrar. Por el suelo veo vasos de plástico de medio litro y de un litro (“cachis”, los llaman en Madrid), litronas vacías, bolsas de plástico, colillas de cigarro y de porro, botellas de cristal, folletos publicitarios, bocatas mordisqueados y hasta un atado de salchichón que habrá tirado algún fulano. La fauna resulta demasiado heterogénea. Chicas que visten como vestía Axl Rose quince años atrás, heavies con melena cuidada o con melena de rastrojo, pijos con la napia saturada de farlopa, porreros incombustibles, sujetos que se quedaron en los ochenta y aún gastan el peinado blondo de MacGyver, guiris, parejas que se morrean entre trago y trago al whisky, gente de pelo gris y con la motocicleta aparcada a la puerta, como si esto fuera un western, mucha greña y mucho tío alopécico al que se le nota que una vez tuvo una cabellera hasta los hombros, antes de que la madre naturaleza actuase de peluquera implacable (esta expresión se la robé a un amigo). El ambiente es perjudicial para los pulmones, ha adquirido una densidad de merengue y se compone de efluvios a sudor, vapores de cerveza y humo de tabaco y de hachís. El pueblo joven, y el no tan joven, ha desempolvado las camisetas de Guns N’ Roses que compró a finales de los ochenta y se las pone, aunque estén desteñidas y desgastadas, como la mía, que andará en algún baúl. Tanta gente en el auditorio resume la verdad: no hemos olvidado a Axl Rose.
Cuando entramos, a las nueve y media, aún están dando el callo los teloneros, The Living Things. El concierto de Guns está programado para las diez. Hora y media después, con el personal harto de esperar a que salgan, se masca la tragedia. El público, beodo y fumado, pita y corea “¡Hijos de puta!”. En las gradas, unos cuantos personajes arrancan los asientos de plástico y los llevan hasta el escenario. La masa arroja envases de plástico, botellas, paquetes de tabaco y lo que encuentra. Cuando cumplen cien minutos de retraso un español sale con un micro y pide disculpas, alega “problemas técnicos”, que no debemos preocuparnos, que esto “no es una tangada”. A las doce de la noche, en el momento en que me temo una revuelta, e imagino al personal agresivo arrasando el escenario, sale Axl Rose a cantar. Por fin.

viernes, mayo 26, 2006

Libro: Alguien que me cuide, de Richard Bausch


Para quien no conozca sus cuentos, Richard Bausch supone un feliz descubrimiento. Yo había leído alguno, contenido en las antologías de narradores norteamericanos.

Bausch enriquece esa tradición del relato corto que viene de Carver, Wolff, Dobyns, Baxter, Ford. Alguien que me cuide reúne unos doce cuentos. Los temas suelen girar en torno a las parejas, los fracasos sentimentales, la incapacidad de incomunicarse: un padre que no sabe cómo ayudar a su hija (a la que maltrata su marido), ya que ella se niega a salir de ese atolladero conyugal; un matrimonio que discute en su cena de aniversario, en un resturante, desde el momento en que sale a relucir el nombre de la ex mujer de él; un tipo sin valor, pisoteado por su esposa y la familia de ella, que sin embargo hará algo insólito, tras una noche de borrachera en un bar; la discusión de una pareja, que el narrador recoge del otro lado de la pared de una habitación; etc.

Cuentos espléndidos, situaciones que resultan familiares al lector, una capacidad asombrosa para recrear atmósferas, dar los datos precisos acerca de los personajes y meterte en historias muy creíbles. Me he comprado, también, otro libro de Bausch: La mujer del bombero, que acaba de aparecer en las librerías españolas. Lo leeré en breve.

Vargas Llosa (La Opinión)

Mario Vargas Llosa entra en el escenario por la derecha. Han dejado la platea del Teatro Español a oscuras. Las únicas luces se derraman por donde el escritor ha aparecido, e iluminan un velador de mármol y una silla. A Vargas Llosa le sobran los focos, pues basta la fuerza de su escritura, el nervio de su verbo, para alumbrarnos a todos. Toma asiento y, muy despacio, con esa facilidad de palabra que asiste a los peruanos, con ese dominio del contar que viene de muy lejos, de los brujos y los sabios que relataban leyendas a la tribu, acalorados por el fuego de la hoguera, pero también de las abuelas que transmiten antiguas historias al fresco de los portales en las noches aliñadas de luna, con esa facilidad de palabra, digo, comienza a presentar su nueva novela, “Travesuras de la niña mala”. A su espalda hay una pantalla en la que proyectan la portada del libro, cuya presentación oficial es en este Teatro Español, entrada gratuita, ocho y media de la tarde y un patio de butacas en el que se acomodan los anónimos y los famosos (Juan José Armas Marcelo, Rosa Montero, Juan Cruz y otros cuantos de la escudería Alfaguara, a cuyas caras no logro asignar un nombre).
Tras el introito se levanta de la silla y presenta a la actriz que va a leer algunos pasajes de la novela: Pastora Vega, a quien las luces descubren sentada en un sofá, a la izquierda del escenario. Mario Vargas Llosa, traje negro, camisa blanca, cabello de brillos grises, apostura de gentleman, hechicero de la prosa, don Juan maduro y atractivo, se sienta en el otro sofá. Entre ambos, una mesita con dos vasos y sendas botellas de agua. La presentación resulta original y amena. La novela, según parece, porque todavía no la he leído (abrumada la mesilla por el tonelaje de libros pendientes de lectura), cuenta una historia de amor en cuatro décadas y en varias ciudades, entre las que destacan Lima, París, Londres y Madrid. En la pantalla que tienen a sus espaldas proyectan una fotografía de Lima, y suena una canción de los años cincuenta. Cuando la música se desvanece, el escritor habla de sus personajes en ese paisaje. Luego, Pastora Vega, que recita como si hubiéramos llegado a un cielo poblado sólo de cuentos, lee unos fragmentos. Esta estructura se repite para las cuatro ciudades, terminando en el Lavapiés del Madrid de los años ochenta. La fotografía muestra la plaza del barrio y poco le falta al fotógrafo para sacar la fachada del piso en el que vivo.
A medio acto, cuando hace veinte minutos que Vargas Llosa ha mencionado a Pérez Prado, oímos murmullos en el gallinero, o sea en el palco. Un señor calvo y anciano se ha puesto en pie, y alguien forcejea con él, mandándole callar. El señor exige que le deje, y, tras soltarse, grita desde las sombras: “¡No llame conciertos a lo de Pérez Prado, por favor! ¡No son conciertos, son actuaciones!” El tío está indignado por el matiz y, el público, con el señor, y Vargas Llosa, sin perder la compostura, responde: “Bueno, yo seguiré diciendo conciertos”. El hombre grita: “¡Pues me marcho!” Y se va. “Aunque no lo crean”, prosigue el escritor, “fui un gran bailarín de tangos”. El público, nervioso, se ríe para relajarse. Él continúa, sin perder el humor: “Me han interrumpido muchas veces a lo largo de mi vida, y siempre por razones políticas. Pero nunca por algo como lo de hoy”. Cuando termina el recorrido por las cuatro ciudades y el esbozo de protagonistas, Vargas Llosa regresa al velador. Concluye el acto con una declaración sublime: cómo un autor, tras cierto tiempo viendo crecer a sus personajes, debe despedirse de ellos, desprenderse de su influjo, dejar que vuelen, entregarlos a los lectores. “Ahora estos personajes son suyos. Trátenlos bien”.

jueves, mayo 25, 2006

Ricos (La Opinión)

El otro día hablaba, aquí, de la manera en que el mundo se rige por el dinero aunque un alto porcentaje de los internautas haya escogido el amor como la palabra más bella del castellano. De algún modo hoy vuelvo a ese tema. Siempre he pensado que, a quienes les tocaba el premio gordo de la lotería gracias al azar y a la fortuna, iniciaban desde el día de cobro una vida distinta, de ricos, sin sobresaltos, dedicándose a viajar por el mundo durante años, gastando la fortuna en su propio beneficio y en inversiones que aumentasen el rendimiento del dinero. Creía que, una vez bañados en billetes de banco, los agraciados con el premio entraban en el territorio blando de la felicidad (considero blando el territorio de la felicidad porque es inseguro e inestable, sometido a caprichos y a vaivenes, mientras el de la tristeza suele ser terreno firme, en el que uno puede caer, se lo proponga o no). Pero acabo de leerme un fascinante cuento, acerca del tema, que procura al lector mucha reflexión. La suerte de ganar un premio gordo jugando a la lotería me parece, ahora, distinta. En el cuento referido el dinero no es un alivio, sino una carga, una cruz, toda vez que, en cuanto sobran los billetes, la sombra de la codicia es alargada.
Se titula “Ricos”, y se incluye en un libro de relatos de un autor gigantesco, pues su talento resulta enorme. El libro es “Alguien que me cuide” y el escritor se llama Richard Bausch. Leyéndolo me parece advertir indicios de otros escritores con maestría en la ejecución de textos breves: Tobias Wolff, Raymond Carver, Stephen Dobyns, Charles Baxter. “Ricos” nos cuenta lo que le sucede a un hombre, Mattison, empleado de una fábrica de Coca-Cola, casado pero aún sin hijos, desde el instante en que decide comprar un cupón de lotería y gracias a él gana dieciséis millones de dólares. El fenómeno de la fortuna resulta doble porque nunca antes ha jugado. Decidido a que su vida no cambie al amasar tantos millones, se niega a abandonar su empleo en la planta de producción de Coca-Cola y destina grandes cantidades a la beneficencia. Pronto repara en que todo el mundo quiere más. A partir de ahí, a su alrededor se alojan la envidia y la codicia. Envidia y codicia por parte de familiares y amigos. Su padre le pide dinero para un coche. Sus hermanos quieren dinero para empezar nuevas vidas o satisfacer viejos caprichos. Su mujer le insta a que, dado que le compró un vehículo a su padre, adquiera también coches para los padres de ella, uno para cada uno porque están separados. Aunque a regañadientes, les va concediendo el dinero. Pero todos quieren más. En el trabajo algunos compañeros le miran mal, o hacen chistes a su costa; otros compañeros le revelan sus problemas, añadiendo que, con una pequeña ayudita monetaria, podrían empezar de nuevo en otra ciudad. Aquellos a quienes da una negativa se enfadan con él. En una cena familiar los parientes hablan de dinero, piden más dinero, exigen más dinero, discuten y se pelean, se lanzan indirectas, y Mattison, llegado a ese punto, sabe que se ha vuelto más infeliz desde que ganó el premio.
Desconozco qué les ocurre a las personas que, en la vida real, se vuelven ricas tras ganar en un juego de azar. “Ricos” demuestra cómo el dinero es un motor que altera cualquier vida sencilla, y la llena de culebras y de odios. Pero no me extrañaría que las circunstancias fuesen parecidas a las de este relato. Que, por cierto, recuerda a un viejo de cuento de Carver en el que el protagonista, dado que es el único que trabaja en la familia, recibe peticiones de dinero de sus padres, de su ex mujer, de sus hijos, y debe mantenerlos con su sudor. Pero todos quieren más.

miércoles, mayo 24, 2006

De códigos y misterios (La Opinión)

Es el tema de mayor actualidad o el tema más candente, como acostumbran a decir los reporteros. Hoy España también se divide en tres grupos: los que han leído “El Código Da Vinci”, los que no pudieron terminarlo y los que no lo han leído. Me temo que quienes no lo hemos leído somos una minoría. Pero, incluso perteneciendo al tercer grupo, se acaba hablando del asunto. De muestra, este artículo, y los artículos de otros columnistas, los reportajes de los periódicos, los especiales de los suplementos dominicales y de las cadenas de televisión. Especialmente resulta patético el caso de estas últimas: sacan de debajo de la alfombra programas sobre códigos, películas de templarios, series de misterios, etcétera. Esta columna viene al pelo por si a alguien le importa mi opinión respecto a esta moda de templarios y códigos, que lo dudo. Sobre todo porque ni he visto la película ni he leído la novela. De momento, soy un apestado, no voy a la moda, no viajo en el carro de la actualidad. Pero quiero anotar por qué no he abierto el libro y por qué iré a ver la película. Vamos a ello, pues.
Algunos lectores se niegan a abrir el código de marras por esnobismo. Consideran que ellos nunca se aventurarán en las páginas de un libro mal considerado por la crítica y, así, desisten de echarle un vistazo, de hojear el principio, de mirar las cubiertas donde supongo que cuentan el argumento. Pero esa no es mi razón para no haberlo leído: al fin y al cabo uno también conoce libros malos y se los ha tragado de principio a fin y no ha sufrido indigestiones ni dolores ni pérdida de neuronas. El único problema de una mala novela es que, mientras la lees hasta el final, desaprovechas el tiempo destinado a conocer una buena novela. No es mi caso, ya digo, lo del esnobismo. Algunos lectores, independientemente de que el libro contenga calidad o no (aunque esto siempre es subjetivo), dan la espalda al código éste porque es la fiebre que consume a las masas. Dicen: “Si todo el mundo lee tal libro o ve tal película o sigue tal serie, yo no haré lo mismo. Seré diferente”. Dicha argumentación hace que se pierdan joyas, porque no siempre el público lector o espectador se equivoca; no lo digo yo, lo revelan los premios, la crítica, los entendidos y el tiempo. El tiempo, por ejemplo, ha sido justo con “Blade Runner”, la obra maestra que, en su estreno, no fue alabada por todos los críticos y tampoco por todos los espectadores. Dudo que nadie niegue, hoy, que es uno de los mejores filmes de la historia. Luego están los lectores que conocen el código de marras y lo detestan. Lo detestan, dicen, por su endeble prosa; o sólo por tratarse de un best-seller; o porque invierte la historia y se inventa patrañas. Esos tampoco son mis casos porque, insisto, no lo he leído ni lo he tenido en las manos.
Mi razón para no leer la novela está más allá de esas consideraciones, y es muy simple, y hasta creo que habrá una o dos personas que compartan mi gusto o manía: por lo general, no me atraen las novelas con misterio histórico. Templarios, códigos, cuadros con enigma, etcétera. Sólo me interesan si se apartan de la estructura hueca que suelen exhibir y me cuentan algo de la condición humana. Por eso me gustaron “El club Dumas”, “La tempestad”, “La tabla de Flandes” o “El nombre de la rosa”. “La sombra del viento” no estuvo mal, pero repito que el género no me interesa mucho. En cuanto a la película, sí iré a verla, un día de estos. Por razones obvias: las películas con misterio histórico sí me atraen, y participan Tom Hanks y Paul Bettany, y la dirige Ron Howard, autor de obras simpáticas. Ah, y porque la Iglesia Católica, con tanto escándalo, le ha añadido el morbo justo para que uno desee verla.

martes, mayo 23, 2006

Irreconocibles (La Opinión)

Alguien me dijo, en un bar: “El suelo de Santa Clara parece que tiene diez años. Ya está muy sucio”. Así que fui a recorrer esa calle, aún metida en el incordio de unas obras que, se suponía, acababan antes de Semana Santa. O eso fue lo que anunciaron entonces. Efectivamente, lo comprobé caminando por allí, por encima del granito de China y de Sayago. El aspecto es, en suma, indecente. Esa, y no otra, es la palabra que a uno le viene a la cabeza al observar tales suelos. Aspecto indecente, sucio, desaseado, como el rostro sin afeitar de un alcohólico que haya dormido a la intemperie. Por aquí y por allá hay lamparones, manchas gigantes, rastros de suciedad. Mientras uno va caminando tiene la impresión de que Santa Clara la hubiese atravesado una legión de hombres que portaban enormes bolsas de churros, y que la grasa de los churros había ido cayendo al suelo para no quitarse jamás. Esta vez no pueden echar la culpa a los jóvenes ni al botellón, sino a la calidad del material que han colocado.
Al acercarme a la plaza de Castilla y León creí, por un segundo, que me aproximaba a un puerto pesquero. Al principio no supe a qué obedecía esa extraña perspectiva. No tardé en darme cuenta: los tres o cuatro palitroques con focos incorporados que han puesto se parecen a las grúas que uno ve en los puertos pesqueros. Pero aquí no hay mar, ni barcos, ni huele a peces, ni tampoco hay estibadores faenando. De momento, sólo han dejado una palmera viva, solitaria, en el centro. En aquella plaza y en las plazas de Fernández Duro y de la Constitución no queda una brizna de hierba. Hasta el momento, la primera plaza, donde Hacienda, se parece a un puerto sucio y sin agua; la tercera, con sus bancos y sus jardineras, se parece a una triste, vacía y olvidada estación de autobuses. El aspecto de ambas es desolador, mustio. Aunque aún faltan por poner los árboles previstos en la plaza de Castilla y León. El parque infantil, visto ahora de cerca, es un parque digno de enseñarse en un museo, sí, pero para los chavales dudo que funcione. No me he acercado por las obras de La Horta, y lo dejo para mi próximo viaje a la ciudad, con la intuición de que aún van para largo y podré darme, más adelante, un paseo por los socavones de aquel barrio. No quise, tampoco, arriesgarme a entrar en la plaza de San Gil, donde han encontrado los hallazgos arqueológicos (no todo iban a ser disgustos y malas noticias). Es difícil de entender que se las hayan arreglado para colocar suelos que ni siquiera son capaces de limpiar. Salvo que contraten a una patrulla de barrenderos y señoras de la limpieza, armados todos con escobas, fregonas, espátulas y estropajos, y se dediquen un día a la semana a fregotear el pavimento, al menos para que no se nos caiga la cara de vergüenza cuando los extranjeros y turistas caminen por la principal vía de peatones de la ciudad.
Estas son algunas de las consecuencias de hacer las cosas mal, a destiempo y tratando de ahorrarse una pasta. Vuelve uno a su ciudad y no reconoce algunos lugares emblemáticos. Pero es lo que predomina en las urbes. Se juntan los políticos y los constructores y arrasan la naturaleza, convierten los paisajes a los que los habitantes se han acostumbrado (y que adoran, no lo duden) en lugares grises e impersonales, con el color propio y monótono de la burocracia y el cemento. El objetivo siempre es el dinero, no el bienestar del ciudadano. Javier Marías, al comentar en su artículo semanal la cuestión sobre los árboles del Paseo del Prado, ha escrito: “A la gente no se le puede cambiar la fisonomía de sus ciudades hasta hacerlas irreconocibles, ni siquiera si es supuestamente para mejor (casi nunca lo es)”. Pues a eso me refiero.

lunes, mayo 22, 2006

Amor o dinero (La Opinión)

Al final, en la encuesta organizada por la Escuela de Escritores para elegir la mejor palabra del castellano, salió ganadora “Amor”. Elvira Lindo, certera en sus crónicas y artículos, acaba de escribir que “Siempre se trata de una elección impostada”, y que, si buscáramos una palabra para designar el sentir colectivo de esta época, sería “Orgullo”. No lo niego, pero creo que predomina sobre el resto de las palabras, en el sentir colectivo de esta y otras épocas, “Dinero”. La apreciación no es mía. Lo escribió un lector en las Cartas al Director del diario El País. No guardo el ejemplar y se me olvidó anotar el nombre y apellidos de dicho lector. Una lástima, porque de él es el mérito y habría que nombrarlo aquí, en justa recompensa por darnos la idea o tema de este artículo. Venía a decir aquel lector, indignado, que, aunque la palabra escogida fuese “Amor”, esta elección mayoritaria no era sino una mentira inmensa, o una hipocresía, pues es otra palabra la que mueve el mundo y los intereses de una gran mayoría de los ciudadanos: “Dinero”. Estamos de acuerdo con él.
Mis mayores, a quienes suelo escuchar con atención por el saber que puedan procurarme, me han proporcionado en los últimos tiempos dos frases que vienen muy al pelo (las pronuncian siempre con resignación, y con el dolor que les supone soltar una verdad que quema y daña, y para que sepa que la vida no se parece a una película de Walt Disney, sino a una novela de William Faulkner): “El dinero es la llave que abre todas las puertas. Eso me lo dijo un cura” y “El dios más poderoso de los hombres es el dinero, lo he visto a diario”. Puede que no las haya escrito aquí con total fidelidad, y que incluso las haya adobado con una pizca de literatura, pero el mensaje en ambas es el mismo. Estamos con ellos y con ese lector, que sueltan verdades dolientes y afiladas. En este sentido, es posible que las novelas más realistas sean las novelas de género negro, donde las mujeres fatales, los detectives con estoicismo para encajar cientos de golpes y sentencias, los empresarios con veguero en los labios y los matones a sueldo sólo tienen un único objetivo: ganar pasta, lograr el botín, amasar dinero, y luego largarse con viento fresco.
Son verdades deprimentes, no lo niego. Pero el mundo funciona como lo hace por culpa del dinero, y no gracias al amor, por mucho que los votantes se empeñen. De otro modo no se entiende que, cuando muere un abuelo, las familias empleen más tiempo en repartirse la herencia o pelear por los bienes que dejó que en velar su cadáver o mantener su recuerdo caliente en la memoria. De otro modo no se entiende tanta mafia urbanística, tanto ladrón de guante blanco y corbata negra, tanta especulación. De otro modo no se entienden los timos y las estafas. Casi toda la gente que le para a uno por la calle es para pedirle dinero. Casi toda la gente de las empresas que le llama a uno por teléfono sólo tiene un motivo: hacer caja para sus jefes, aunque ellos te lo disfracen con el mensaje de buenas intenciones y el juramento de que hacen la llamada sólo para el beneficio del cliente, y así nos dan la paliza telefónica los del Círculo de Lectores o los de Amena, entre otros; pero sus empleados no tienen otro remedio: de lo contrario los largan a la calle, les dan la patada en el culo. Ofertas y paraísos a cambio de la entrega de nuestros ahorros. Hoy el personal vende el alma al diablo por una tarjeta de crédito. Con estos mimbres, no les extrañe que algunos idealistas nos refugiemos en el bálsamo de novelas como “El amor en los tiempos del cólera”, donde el protagonista se mueve por pasiones sentimentales y nunca monetarias.

domingo, mayo 21, 2006

A la sombra, en una terraza (La Opinión)

Estoy tomando una Coca-Cola en una terraza de Argumosa, una calle cuyos bares y aceras se atiborran en cuanto el calor aprieta. Converso con un zamorano que vive en Madrid, Arturo González. Nos hemos sentado a la sombra de las acacias, o al menos él me señala que son acacias. Nos despacha los refrescos un hindú silencioso (valga la redundancia), que regenta una casa de kebabs. A nuestro lado, y pese a la hora, las cuatro y pico de la tarde, varias personas comen al fresco, y el aroma sabroso y caliente de la comida hindú flota por entre las ramas y por encima de nuestras cabezas. Es la primera vez que veo a este zamorano, y entonces pienso en el azar y en todo eso. La sencilla historia de este encuentro es tal y como relato a continuación.
Días atrás descubrí a un autor catalán, exiliado en Francia, cuyas obras vuelven a publicarse en España: Jordi Bonells. Me dio por escribir un artículo al respecto, y luego conseguí uno de sus libros, magnífico y muy breve: "Esperando a Beckett". Arturo González emigró de Zamora cuando tenía dieciocho años, si la memoria no me falla. En París conoció a otro emigrado, Jordi Bonells. Estudiaron juntos la carrera de Sociología. Se hicieron amigos. Bonells le enseñó sus libros, y él habla maravillas, principalmente, de una novela aún inédita: no ha sido publicada en España, tampoco en Francia; pero todo se andará, supongo. Pasados los años, González se mudó a Madrid. A veces pasa por Zamora, a ver a la familia. Y, en su último viaje a nuestra ciudad, alguien le enseñó un recorte de mi reciente artículo, de aquel en el que hablaba del autor de "La segunda desaparición de Majorana", novela publicada ahora en castellano. Pero el azar no acaba ahí. Resulta que Arturo es primo de unos parientes míos. Todas esas conexiones (el origen, la familia lejana, Bonells) le empujaron a ponerse en contacto conmigo, a procurarme una dirección para que le escriba a Bonells, a hablarme de sus libros, a conversar sobre la tierra, la inmigración, las características del barrio, el azar, las editoriales, la familia, las novelas de Paul Auster.
Y aquí estamos, charlando de lo divino y de lo humano, bajo la brisa que empuja las ramas de las acacias y nos libera un poco del excesivo bochorno de uno de los días más calurosos de mayo, oliendo los asados de la cocina hindú, mirando a los transeúntes que caminan agobiados por la temperatura. Me dice que estuvo viviendo en un piso de Los Herreros, y le confieso que es una calle por la que siento mucha devoción. Mi familia materna vivió allí hace años, le cuento. Menciono mi segundo apellido, y se acuerda, y me revela que no sólo los conoció en aquella época, sino que posee un mueble hecho por las manos de mi abuelo, que era carpintero. Y que el mueble le ha acompañado siempre en sus viajes y en sus mudanzas. Dichas conexiones, dichos vínculos nos conducen al territorio del azar, que con tanta eficacia maneja Auster en sus novelas, de las que ambos somos admiradores. Bonells también habla de eso en su libro, al menos lo hace en las páginas del que yo he leído, y que fue escrito durante un mes y medio. Me pregunta, también, por el barrio. Le digo que me encanta, salvo por las reyertas y el tráfico de drogas, que entorpecen la calma y hacen que, ciertas tardes, uno vea sangre en las aceras, policías esposando a chavales y tíos con la cabeza abierta de un botellazo o de un palo (y horas después eso ocurrirá, de nuevo: dos jóvenes ensangrentados, dos ambulancias, coches y furgones de policía, cientos de curiosos). Luego le llevo hasta la librería de Argumosa. Caminamos bajo el sol, hasta la parada de metro. Al alejarme, pienso: "Otro paisano que tuvo que emigrar".

sábado, mayo 20, 2006

Floreros (La Opinión)

Tengo la impresión, algunas veces, de que pocos trabajos son tan degradantes para una mujer como el de servir de florero en los eventos. Las chicas en bikini que bailan en los espectáculos horteras de ciertos programas de televisión y cumplen la misma función que los decorados, pero sin necesidad de que un operador tire de sus hilos con el propósito de que se muevan. Las azafatas que ponen en los mostradores de las casetas de algunas ferias, cuyo cometido se ciñe a sonreír de oreja a oreja al tipo que pasa. Las acompañantes de las estrellas, que deben acudir a los preestrenos importantes con un doble requisito: exhibir un escote como una plaza de toros y dar palmadas al protagonista, o apoyarle un mano en el hombro; recordemos un ejemplo: el preestreno de la tercera parte de "Torrente", ocasión en la que Mariano Rajoy, que nunca supimos muy bien qué demonios pintaba allí, se hizo una foto con varios de estos floreros.
Conocemos la finalidad del trabajo de estas chicas, es decir, sabemos por qué las fichan los ejecutivos: para que alegren el paisaje. Sin embargo, y que conste que no tengo nada contra ellas, los organizadores deberían contratar, en los eventos literarios (presentaciones oficiales, fiestas fastuosas, ferias del libro), chicas que hayan leído algo más que las instrucciones de la caja de Tampax y la Ragazza. No lo digo en broma, ya que he ido recogiendo algunas perlas por ahí. Años atrás, en una fiesta de Plaza & Janés en El Retiro, salió una azafata a decir unas palabras de introducción. La chica, creo, era muy vistosa. Pero empezó a cometer tropelías al hablar. Cuando pronunció Plaza & Janés a la manera anglosajona, o sea, soltó Janes, como cuando decimos Tarzán y Jane, o James Bond, el personal se desparramó a reír. Imaginen el cuadro: hombres y mujeres muy leídos, editores, literatos, poetas, ejecutivos, y la pobre muchacha, tal vez creyendo que se ganaba un punto con su manejo del inglés, hizo el más espantoso de los ridículos. Unos cuantos se dieron codazos entre ellos, y todos nos cercioramos de que la muchacha, tal vez, sólo acostumbraba a leer la etiqueta del champú. Cometió otras barbaridades, aunque las he olvidado.
Repetiré que no tengo nada contra ellas. Pero a los fastos literarios hay que mandar a las que estén algo leídas, aunque no sean agraciadas. Donde más me he reído, a propósito del tema, fue en la Feria del Libro de Valladolid, en la que estuve hace unas semanas, metido en una caseta/escaparate. Cada pocos minutos una de esas mujeres florero debía anunciar, por megafonía, los actos y los nombres de quienes firmaban o participaban en aquellos. Las chicas se turnaban, de modo que los fallos eran distintos y, cada vez, más garrafales. Al escritor Tomás Val se obstinaron todas (salvo una) en llamarlo Thomas Val. Acaso, por el apellido nada frecuente, pensaron que era un extranjero, un hispanista británico que venía a dar una conferencia. Durante una hora compartí caseta con JM. Prado-Antúnez, natural de Baracaldo. Lo llamaron de varias maneras: Juan Manuel, José Manuel, José María, Prada-Antúnez, etcétera. Mi apellido siempre lo pronunciaron mal, de cuatro o cinco maneras distintas. Se inventaron, para nosotros, identidades nuevas y variadas. El editor les había dado a las chicas un papel, con nuestros nombres escritos con claridad y letras mayúsculas. Pero dio igual. Nos reímos mucho, eso sí. La mayor carcajada llegó cuando una de las señoritas-florero dijo: "Les recordamos que, en estos momentos, Novela Negra en carpa redonda". Menuda frase. La carpa quedaba a la vista de todo el mundo, incluso de las azafatas. Y la carpa, ya lo habrán imaginado, era rectangular.

viernes, mayo 19, 2006

Tebeosfera (La Opinión)

Manuel Barrero es zamorano y vive en Sevilla. Es de la quinta del sesenta y siete y en esta ciudad, Sevilla, se sacó la licenciatura en Ciencias Biológicas y el doctorado en Ciencias de la Comunicación. Trabaja como funcionario y también como redactor, asesor editorial y editor en el departamento de cómics de Planeta DeAgostini. Esta última faceta, ligada a la escritura y a la coordinación de libros sobre el género de las viñetas, es la que aquí nos interesa. Sostengo dos verdades sobre mi tierra (nuestra tierra común, en este caso), que nadie podría discutirme: en nuestra provincia nacieron muchísimos talentos exportables y el mundo está lleno de zamoranos, más de lo que algunos puedan pensar. Manuel me escribió un correo electrónico por nuestra afinidad a los tebeos y a las historietas, aunque debo señalar que él es un experto y yo un mero aficionado. Luego, hechas las presentaciones, tuvo la amabilidad y el gesto de enviarme el nuevo libro que ha coordinado y para el que ha escrito la introducción y un capítulo y hecho una entrevista. Se titula “Tebeosfera”, y estoy inmerso en su lectura.
“Tebeosfera”, publicado por Astiberri, una de las mejores editoriales en torno al cómic, es un compendio de artículos y estudios sobre las historietas en España, Argentina y Estados Unidos. Recoge parte de los trabajos que han ido colgando en la web del coordinador, o sea, Tebeosfera.com, donde los lectores encontrarán noticias, reseñas, estudios, críticas, novedades. Como ya he leído la introducción y el artículo de Barrero, me gustaría comentarlos aquí. En el introito aclara que no todos los trabajos compilados en el libro pueden leerse en la página web: algunos de ellos fueron escritos expresamente para este volumen. Su aportación resulta muy interesante y se titula “Viñetas republicanas en la guerra civil española”. Es, según sus palabras, “un escueto informe sobre las publicaciones ilustradas y para la infancia halladas en el Archivo General de la Guerra Civil Española”, cuando el archivo estaba en Salamanca. Nos viene a decir que el tebeo español, sus técnicas y sus estilos, no avanzó en los años de la contienda. Los editores de uno u otro bando publicaron semanarios humorísticos, tebeos panfletarios y propagandísticos, burlas del enemigo.
Cada trabajo se acompaña de pequeñas reproducciones de páginas de algunos tebeos. En el que aquí comento hay varios ejemplos muy divertidos: un Popeye mejicano que ayuda a los republicanos de Euskadi, un ejército de sublevados compuesto por moros, alemanes e italianos, líderes republicanos con apariencia de aves rapaces. La muestra más regocijante es la que presenta a Franco como un guía para los turistas de guerra, a quienes muestra un escenario destrozado por las bombas de los aliados; cuando una pareja da dinero al dictador, a cambio de sus servicios de cicerone, éste concluye con las palabras: “Con esto compro más aviones, mato más niños, vienen más turistas… ¡Ah! ¿Y dicen que soy pequeñito?” Como vemos, no se cortaban. Dibujantes republicanos y nacionales dibujaban a sus enemigos bajo la sombra de los tópicos, y los segundos optaban por animalizar a los soldados de la República en sus caricaturas. Un trabajo, pues, sugestivo y revelador. Mis ansias lectoras me piden que llegue pronto a otros capítulos de sumo interés, a priori: la historieta de terror en España, los superhéroes norteamericanos, la vida según Mafalda, los tebeos en la dictadura militar argentina. Barrero, que ha escrito libros sobre Alan Moore o Barry Windsor-Smith, bien se merece un poco de atención por nuestra parte.

jueves, mayo 18, 2006

Más sobre Renacimiento, nº 45-46


Fernando Iwasaki me ha dicho que, en su día, me enviaron el número de la revista donde sale mi relato. Pero, ahora recuerdo, por aquellas fechas me cambié de domicilio, y luego me vine a Madrid. Con tanto ajetreo ya he sabido que muchos paquetes y cartas nunca me llegaron. Eso sin contar con el hecho de que, en uno de los pisos de Zamora, me robaban siempre el periódico y el correo (lo del periódico se notaba mucho: a veces el papel de las esquinas quedaba enganchado en los bordes, convertido en jirones).
He pedido, no obstante, la revista a la editorial. Y he sumado al pedido la antología de poemas de Pedro Luis de Gálvez, Negro y Azul. Siempre he querido conseguir este libro, de un personaje fascinante (recordemos Las máscaras del héroe, de Juan Manuel de Prada).
PD: La foto de Iwasaki que acompaña a este texto la he sacado del muy recomendable blog de Iván Thays, el Moleskine Literario.

El granito (La Opinión)

Nos levantamos esta semana con un nuevo escándalo en Zamora. Desde fuera, estas cosas, las observamos con una mezcla de resignación, pena y cachondeo. El escándalo atañe a las obras de la calle Santa Clara. Dijeron que iban a poner pavimento de granito de Sayago y no han mentido en eso, pues nos cuentan que, efectivamente, hay granito de Sayago, esa gran tierra en la que uno, incluso, hunde algunas de sus raíces. El problema, la polémica, el chiste, viene de que parte de ese granito lo han comprado en China. No quisiera mostrar acritud, pero Sayago nos queda cerca y China no sé yo, para mí tengo, oiga, que nos cae un poco a trasmano. El concejal de la cosa se defiende aludiendo que lo importante no es la procedencia del material, sino que éste cumpla las características técnicas del contrato. En ese caso, amigo, si lo que importa es el cumplimiento, y no la procedencia, preferimos que pongan en el Ayuntamiento a unos cuantos chinos haciendo el papel de concejales, pues son más trabajadores que cualquier español, y no sólo cumplen los requisitos de trabajo y esfuerzo, sino que los superan. Igual otro gallo nos cantaba. Estaría bien que el concejal de marras fuera a los pueblos de Sayago y les dijera a los paisanos, a la cara, que da lo mismo el granito de allí que el de otra punta del mundo. Pero debe saber, antes de hacerlo, que los sayagueses somos huesos duros de roer, de mollera sólida y sobrado orgullo.
Siempre que hay escándalos por obras municipales, en cada ciudad española, acaban saliendo a flote los fraudes, las especulaciones, el mamoneo, las argucias para sacar tajada y ahorrarse unos euros. No sé, de momento, en qué parará todo esto, ni qué intenciones hay detrás. Lo que sé es que no debemos sorprendernos. Al fin y al cabo, en el Ayuntamiento siguen haciendo lo de siempre, o sea, darnos rata por liebre. Cuando anuncian que, en las Ferias y Fiestas de San Pedro, van a venir a tocar los grupos más punteros y más caros, los mejores del panorama musical, es sólo un cebo para que aplaudamos, ya que al final no suelen fichar a los que habían prometido, sino a otros, con menos prestigio y, sobre todo, menos caché. Cuando proclaman que nos van a dejar las plazas y los parques preciosos, y muy funcionales, las obras resultantes jamás están a la altura; nos quitan los árboles, nos despojan de las sombras, cultivan cuatro hierbas que forman una especie de jardín artificial, ponen bancos para que dos o tres jubilados se lean el Abc y les cambian los columpios a los niños. La promesa previa nunca se parece a la realidad posterior. Venden humo y se quedan tan anchos. Como con el famoso badén de la Avenida de Portugal, entre otros casos. Pero tampoco es culpa suya: es una de las condiciones de casi todos los políticos. Prometer una cosa y cumplir otra. En este sentido, y salvando las distancias, esa actitud política recuerda ligeramente a las promesas que los maltratadores hacen a sus mujeres, con la finalidad de que éstas vuelvan junto a ellos. Juran que cambiarán y, cuando ellas regresan a casa, lo único que se cambian es el peinado. Eso es vender humo.
Mientras tanto, mientras en la provincia sus habitantes tragan carros y carretas, el alcalde y sus muchachos se van a Galicia, a reunirse con dirigentes del PP de Orense y Pontevedra, y exigen juntos al Gobierno central que agilice o acelere las obras del AVE, que uniría Galicia con Madrid, pasando por Zamora. Muy bien, nos parece perfecto, ese interés. Pero sabemos de sobra que es otra cortina de humo para que los ciudadanos dirijan la vista a otro lugar, y así la mirada del pueblo no enfoque los fracasos municipales y las chapuzas habituales.

miércoles, mayo 17, 2006

Libro: Muerte de un viajante, de Arthur Miller



Volker Schlöndorff dirigió una adaptación televisiva de Muerte de un viajante, en los ochenta. Dustin Hoffman interpretaba a Willy Loman, y John Malkovich a uno de sus hijos. En España se estrenó en vídeo, y es la versión de la obra que yo había visto y la única que conocía.

Con motivo de la reedición del libro, a principios de este año, tenemos una buena excusa para leerlo. Opino que cada texto dramático debe ser, siempre, visto y leído, para completar los huecos que ambas versiones suelen tener.

La tragedia de Loman, un trabajador obsesionado con el éxito y con dejarse la piel en su empleo, buscando el éxito a toda costa, aún está vigente en estos tiempos.

Efemérides (La Opinión)

En otros países no sé, supongo que también, pero en España nos pasamos la vida de celebración en celebración. De tal modo que, gracias a las hemerotecas y a las efemérides, cada semana andamos conmemorando algo. Este año: el centenario de los nacimientos de Samuel Beckett y Arturo Uslar Pietri y del fallecimiento de Henrik Ibsen, el cincuentenario de la creación del héroe de Víctor Mora El Capitán Trueno y de la muerte de Pío Baroja y de la concesión del Premio Nobel a Juan Ramón Jiménez. Y muchos otros que no recojo aquí porque los desconozco y porque no me tengo por un almanaque andante. Estas celebraciones sirven a los periódicos para desempolvar las semblanzas y las biografías que guardaban en los cajones o en el disco duro de los ordenadores. Se utilizan en los suplementos culturales y en la sección correspondiente del periódico, justo el día en que tal autor cumple los años de su muerte o de su nacimiento, y luego se vuelven a guardar, hasta que pasen veinte o veinticinco años, o los que sean. Así, de celebración en celebración, de cincuentenario en cincuentenario, estamos todo el día paseando en procesión a los muertos célebres. Acaba cansando tanta recurrencia a las efemérides para llenar páginas. Los diez años desde que murió Fulano, los veinte desde que Mengano publicó tal novela o estrenó tal película, los cincuenta desde que nació Zutano, y en ese plan.
Sin embargo, le veo una ventaja al asunto. Sirve, primero, para que a los autores que el país tenía olvidados se les haga justicia, se saque sus libros de las estanterías, se relean o se lean por primera vez. Y sirve, segundo, o al menos a mí me viene de maravilla, para que las editoriales se acuerden de algunos clásicos contemporáneos, y rescaten su obra, que solía estar descatalogada o se había agotado. Si usted busca un libro de determinado autor, y no lo encuentra ni en las ferias de ocasión, no se preocupe: si es medianamente conocido ya llegará alguna fecha que los medios de comunicación celebren, y entonces las editoriales publicarán toda su obra, en ediciones flamantes, tan lujosas que no parecerán clásicos, sino novedades. A mí me viene bien, repito: así puedo acceder a ciertos títulos difíciles de encontrar en las librerías (no sé dónde he leído que, en la actualidad, cuando un libro cumple dos años se le considera viejo y lo retiran del mercado). Que se conmemoren cien años de Beckett ha hecho que Tusquets reedite sus “Relatos”, en una edición más vistosa o de más calidad que la antigua. Y que, en breve, reúnan toda su producción teatral en un único volumen. También comienzan a reeditar a Baroja en tomos de lujo, y a rescatar sus inéditos. Que se cumplan setenta años de la guerra civil (o incivil, que llaman, con acierto, algunos) ha llenado las librerías de novelas, ensayos, libros de historia y demás estudios, mamotretos y manuales acerca del tema. Con lo cual han reeditado, en edición de bolsillo, los tres tomos de “La forja de un rebelde”, que estaba cansado de buscar por ahí, sin éxito. La reedición es doblemente venturosa, pues el próximo año se cumplen cincuenta años de la muerte de su autor, Arturo Barea.
Está de actualidad, además, un libro conmemorativo sobre El Capitán Trueno, que ya lleva cincuenta años de vida y batallas a sus espaldas, como hemos dicho antes. El Capitán Trueno y El Jabato fueron dos de mis héroes infantiles, y la mayor parte de aquellos tebeos los cogí prestados de la Biblioteca Pública de Zamora. Hace un par de años el escultor José Luis Coomonte me regaló algunos ejemplares de El Cosaco Verde, otro héroe de Víctor Mora que, hasta entonces, no conocía.

martes, mayo 16, 2006

Noticia tardía: Un relato en Renacimiento


Hace un par de años le envié a Fernando Iwasaki (no perderse sus relatos de Ajuar funerario y Libro de mal amor) uno o dos cuentos, ya no recuerdo, para ver si podía publicarlos en la revista que dirige, Renacimiento.

Transcurrieron unos meses y no tuve noticias al respecto. Creí que no había vuelto a salir ningún número o que no me habrían incluido. Ahora, por esos azares de internet, encuentro que sí, que mi cuento apareció en el número 45-46, como consta en este índice. Se titula La tripulación del puente ferroviario. Aprecio mucho el cuento porque transcurre en un puente sobre el Duero, en Zamora. Como pensaba que aún era inédito, se lo envié hace poco al zamorano Ezequías Blanco, quien, si todo va bien, lo incluirá en el nuevo número de sus Cuadernos del Matemático. Le he escrito a Iwasaki, a ver si me dice dónde y cómo puedo hacerme con la revista.

Tesoros baratos (La Opinión)

A pesar de tener El Rastro a un paso de casa, frecuento poco este mercadillo de saldos, tesoros y morralla. El domingo pasado quise remediarlo y dimos una vuelta por allí. A la caza de alguna rareza. Las rarezas que suelo buscar atañen a la literatura y al cine, y a veces al cómic. Animado por las películas de serie B y Z, que consumía en la niñez, rebusco en unos cuantos cajones que alojan filmes en dvd. El puesto es sencillo: una mesa pequeña, las cajas de cartón y, dentro de ellas, las películas; y lo regenta un fulano con aspecto de haber participado como extra en las comedias de Terence Hill y Bud Spencer; ya saben, el típico individuo cuyo papel consistía en recibir tortas y puñetazos. Encuentro títulos gloriosos. Porque aún me entusiasma ver bodrios: bodrios de kung fu y del Oeste, y producciones casposas realizadas por equipos españoles a imitación de las grandes superproducciones de Hollywood, pero con un presupuesto de dos pesetas; el otro día recuperé, por ejemplo, la delirante y cochambrosa “Supersonic Man”, largometraje ibérico que vi de niño. En el cajón hallo maravillas de la caspa. Me hace reír el siguiente título, de artes marciales: “Li, cuello de acero”. La pena es que cuesta ocho euros, demasiado dinero para una obra que, a priori, será infumable y divertida. De modo que me alejo del puestecillo con las manos vacías.
Un señor que vende álbumes de cromos (colecciones completas, supongo), revistas usadas y antiguas (entre ellas, los viejos números de Fotogramas, en cuyas portadas siempre había una actriz en pelota), novelas pulp y magazines de bolsillo, tiene las mejores ofertas. Las novelas pulp de vaqueros te las deja por noventa céntimos; las románticas y de terror, por un euro y pico. Hay varias de Marcial Lafuente Estefanía pero, mientras reviso los títulos, una chica pide al hombre todas las que conserve de ese autor. Para mi sorpresa, encuentro una veintena de novelitas de Silver Kane. Me llevo cinco, atraído por los títulos que prometen un festín de tiros y de horrores: “Dale al gatillo, amigo”, “Machine Gun”, “La música del muerto”, “El demonio en el cerebro” y “La helada voz del infierno”. Yo no sabía nada de Silver Kane, pero andaba con ganas de comprar algo, merced a las recomendaciones de Montero Glez, quien últimamente lo cita mucho y le ha dedicado el cuento “Zapatitos de cemento”. De Silver Kane me sonaba el nombre, que asociaba a la literatura barata y entretenida que hacía furor antaño. De modo que busco información para ofrecérsela al lector curioso.
Silver Kane era el pseudónimo del escritor español Francisco González Ledesma, quien ganó el Premio Planeta por “Crónica sentimental en rojo”. En una entrevista que acabo de leer desvela el origen de dicho mote: “El editor me dijo que no podría firmar las novelas como González porque nadie me creería. Hacía falta un pseudónimo que sonara bien. Yo creé Silver Kane durante una madrugada de pobreza y trabajo, uniendo el nombre de un personaje de cómic que yo escribía (Silver Roy) y el apellido de un dibujante que admiraba (Milton Caniff)”. Kane, o González Ledesma, hizo las delicias de miles de lectores, y escribió unas cuatrocientas de estas novelas. Sólo por eso ya lo admiro. Este año ha publicado su autobiografía, “Memoria de mis calles”. También compro, a dos euros, “El tercer hombre”, de Graham Greene, y “Yo, el jurado”, de Mickey Spillane, que andaba buscando desde hacía años. De regreso, por la calle, me fijo en dos leyendas. Una, en el cristal de una taberna, junto a los anuncios de raciones y caldos: “Gallinejas – Entresijos – Finas – Zarajas”. La otra es un garabato en un muro: “Arriba las manos: esto es un contrato”.

lunes, mayo 15, 2006

Explotación y hostilidad (La Opinión)

En torno a los chinos que, en España, trabajan en las tiendas de venta al por mayor, en los restaurantes, en los kioscos y demás bazares, se ha ido creando un muro de historias y leyendas urbanas. Unas deben de ser ciertas y otras no. De lo que no cabe duda es de las divisiones internas: están los jefazos y los amos, y están los explotados y los esclavos. Los explotados pueden dar la cara al público, desempeñando oficios dignos o miserables, o pueden permanecer ocultos y en la sombra. Esto último es lo que destaparon la semana anterior en un taller textil de Valencia, donde la policía encontró a treinta chinos currando a destajo en una pequeña fábrica de planchado y confección, sometidos todos ellos a una estricta dieta de agua y arroz, que debían consumir en el puesto de trabajo para no perder tiempo; tampoco gozaban de ventilación.
Hace poco confiscaron una partida de productos chinos en mal estado, que entraban en el país para abastecer a dos restaurantes. Pero creo que aquí la distinción es la misma: por un lado quienes especulan y trafican en la sombra; por el otro, quienes dan la cara al público. Casi todos compramos en estos bazares. Aunque sabemos que los productos son una trampa, son de mala calidad, se caen a pedazos en cuanto pasan dos meses. Hagan la prueba: compren unas pantuflas, una vasija o un utensilio de limpieza o de cocina. Tuve unas zapatillas de andar por casa, adquiridas en el mercadillo gitano de Zamora, y me duraron años. Cogí unas nuevas, igualitas, del mismo color y todo, en uno de esos bazares asiáticos, en Madrid, y sólo han resistido dos o tres meses. Admiro la resistencia que tiene la segunda clase de chinos, o sea, los explotados y esclavos. Son capaces de resistir horas y horas, un día entero y parte de la noche, sin proferir una queja o un gesto de malestar, sin mostrar cansancio o debilidad, como si asumieran que la única vida posible es esa y no otra. Los tenderos de los kioscos que abren hasta la medianoche, además, tienen que aguantar carros y carretas: pandilleros, traficantes, borrachos, lunáticos. La otra noche asistí a uno de esos casos.
Eran las once y media y fuimos a por un refresco. A esa hora, los locales chinos son los únicos establecimientos donde puedes hacer compras de urgencia. El kiosco lo regentan dos chinas. Son imperturbables, se diría que carentes de emoción alguna. Por la puerta siempre merodean (y obstaculizan el acceso al local) los muchachos árabes que venden hachís y saben decir: “Chist, chist, costo, primo, buen costo”. Tengo observado que los alcohólicos españoles hacen sus compras en otro bazar más cercano. Este kiosco, en cambio, es zona donde abunda la variedad de razas. Sobre el mostrador se apoyaba un hombre negro, con abrigo y gorro de lana y síntomas de alcoholemia o vesania. Los negros que acostumbro a ver no son hostiles, pero este lo parecía. Le dieron una litrona metida en una bolsa y, tambaleándose, con el ceño fruncido, dijo: “Aquí falta segunda litrona. ¿Dónde está segunda litrona? Yo no quiero hacer daño a buena gente, no suelo hacer daño a buena gente, ¿eh? No me gusta hacer daño a buena gente”. En su voz había un deje de advertencia, como el tipo que se limpia las uñas con navaja mientras suelta: “No desearía que tuviéramos un problemilla”. Se mascaba la tragedia. Luego exigió: “Devuélveme el dinero”, pero él no les había dado nada, aún no había aflojado la mosca. Entonces una de ellas mudó el gesto. Se enfureció: “¡¿Dónde dinero?! ¿Eh? ¡¿Dónde dinero?!” El tipo sacó un billete, pagó y se fue. No sólo, pues, deben aguantar tantas horas en pie y tanto látigo manejado por los amos, sino además el robo, el engaño y la humillación de los clientes marginales.

domingo, mayo 14, 2006

Cruel y tierno (La Opinión)

El miércoles es Día del Espectador en el Nuevo Teatro Valle-Inclán. Dicho día de la semana la función de la Sala Valle-Inclán cuesta nueve euros; y la de la Sala Francisco Nieva, por ser más pequeña, siete euros con cincuenta céntimos. A mí me parece un precio razonable, incluso muy razonable, y supongo que al público también porque estuve el miércoles pasado allí dentro y la sala grande estaba llena, o casi llena, que siempre se nos pasa alguna butaca huérfana de espectador. Quería reservar entradas para el próximo miércoles, con intención de asistir a la obra que representan en la sala secundaria (“De repente, el último verano”, de Tennessee Williams), pero están agotadas. Es la primera vez que piso este teatro remodelado, sito en la Plaza de Lavapiés. Resulta curioso que, a un paso, convivan la cultura, los actores, la farándula y los textos dramáticos con el cartón de vino, el porro, el golferío, la reyerta y los andrajos. Pero así es. De momento, salvo las protestas vecinales de la tarde de la inauguración, la sangre no ha llegado al río, quiero decir al metro.
Fuimos a ver “Cruel y tierno”, de Martin Crimp, autor cuyo texto hace honor a las dos cualidades del título. La protagoniza una de mis actrices fetiche, la bellísima Aitana Sánchez-Gijón. Aitana S. está soberbia en su papel, como suele (aunque intuyo que, durante los dos primeros minutos, flojeó por los nervios). Es mucho más delgada al natural que en la pantalla, que ya es decir; por eso podemos afirmar que, sí, la cámara engorda un poco. Tiene los huesos frágiles, el perfil perfecto, los pómulos salientes, las mejillas levemente hundidas, como una muñeca a punto de romperse; sin embargo las apariencias engañan porque se trata de una mujer fuerte, carismática, de una pieza. En la obra sale Chisco Amado, un actor al que he admirado en el cine, sobre todo por su voz, rotunda, nasal, varonil. Otro de los intérpretes, cuyo trabajo no conocía, es Iñaki Font, que encarna al hijo de Aitana. Y luego tenemos al padre, El General, a quien da vida Gonzalo Cunill. Puedo asegurar que, en su interpretación, llevada al límite, infunde miedo en el espectador. En total, se juegan el pellejo unos doce actores.
La puesta en escena de “Cruel y tierno” es arriesgada y curiosa. Para empezar, no hay escenario al que subirse. Los actores están al nivel del suelo. El público se sienta en las gradas, que rodean a la pista por tres de sus lados, como si estuviéramos en el antiguo teatro romano. De modo que los personajes suelen quedar por debajo, y nunca más altos que el espectador. Debido a eso, cuando el público llega al patio buscando su asiento, los actores ya están dentro, dispersos entre el atrezzo, paseando por la sala mientras se concentran, o saludando a los espectadores que conocen. Cuando un actor sale de escena, si no debe cambiarse de vestuario o de peinado, se sienta entre el público, en las butacas reservadas para ellos; pero el público, al principio, no lo sabe. La protagonista, Aitana, se nos sentó delante en un momento dado, pues esta vez no logré reservar asiento en primera fila, sino en segunda. Prefiero no desvelar el argumento porque, así, quien no la haya visto se llevará alguna sorpresa. Sólo apuntar que la obra es brutal, que pone en escena varias situaciones algo violentas, y la tensión justa para que en la sala nadie se atreva a tragar saliva. Cuatro o cinco butacas más allá, y en la primera fila, estaban sentadas las actrices Irene Visedo (creo que sale en “Cuéntame”, pero yo la recuerdo de las películas) y Emma Suárez, rubia, hermosa y madura. Téngase en cuenta que para mí, mitómano hasta las cachas, ver en la misma sala a Aitana Sánchez-Gijón y a Emma Suárez supone rozar las nubes.

sábado, mayo 13, 2006

Fante y Bukowski, de nuevo en el cine


Este mes se estrenan en los cines españoles dos adaptaciones de sendos libros de John Fante y Charles Bukowski.
Para mí son sagrados y tengo pánico a lo que hayan podido hacer con sus obras.
De Ask the Dust, o Pregúntale al polvo, ya he leído las primeras críticas (entre negativas y regulares), y he visto algunas fotos y escenas. No presagia nada bueno. Para empezar, en España han cambiado "polvo" por "viento", de manera que aquí se titula Pregúntale al viento. Para ahorcar al responsable, vaya. Sigamos. Jamás imaginé a Colin Farrell en el papel de Arturo Bandini; siempre pensé en alguien más delgado, menos guaperas; en todo caso, menos glamouroso. La novela, sobre los infiernos de un escritor joven y novel, a la que se añade una pequeña historia de amor y odio, parece haber sido transformada aquí en la clásica historia de amor de Hollywood, en un pastel. El ambiente que recrea Fante es sórdido, crudo, sucio, polvoriento; en las fotos que he visto todo parece bonito, limpio, de postal. Miedo me da, ya digo. Y no sé si ir a verla, para no salir defraudado ni ver traicionado un libro que he leído varias veces.
De Factotum albergo mejores presagios. Para empezar, la protagoniza Matt Dillon, un valor seguro en el cine independiente (salvo cuando hace Herbie). Y las fotos y el cartel, que aquí he colgado, parece que están a tono con la novela de Bukowski. No hay rastro de glamour, ni de postales, ni de pretensiones, ni de ganas de aspirar al Oscar. Sólo lamento, a priori, que Dillon no aparezca más desaliñado, como Mickey Rourke en Barfly. Tampoco sé si iré a verla. Probablemente pique y acabe yendo a las dos, y salga deprimido. O no.
Nota: No es la primera vez que adaptan las obras de estos dos escritores. Basada en otra novela de Fante está Espera a la primavera, Bandini, producida por Coppola. De Bukowski hay más; cito aquí las más sonadas: Ordinaria locura, Barfly (El borracho) y Crazy Love.

Mutiladas (La Opinión)

Ya denunciamos aquí alguna vez la mutilación actual que está sufriendo el lenguaje escrito, en España. También en otros países, claro, pero resolvamos primero nuestros problemas y pasemos después a los del prójimo: hoy la gente se obstina en ir a reparar las carencias de los habitantes de países remotos, sin acaso advertir que también en su propio barrio hay paro, hambre e injusticia. Hay una manía actual, decía, que viene de los mensajes de los móviles, de los chats, los foros, los blogs y las páginas web (jerga que, me temo, será un enigma para la tercera edad), y que consiste en mutilar palabras, con la misma saña y crueldad con la que, de niños, les amputábamos las alas a las moscas. De igual modo que, sin esas muletas para el aire que son las alas, las moscas no podían abrirse camino por el mundo, tampoco las palabras están a salvo ni pueden orientarse cuando las despojan de sus tildes, de sus haches, de sus pacíficas ces (convertidas en violentas kas, y a mí la ka me gusta), de sus uves (es frecuente optar por la be cuando, quien redacta, duda si cierto vocablo lleva be o uve), etcétera.
Este problema parece que sólo preocupa, principalmente y por el momento, a los profesores. Los pobres deben estar hartos de corregir exámenes escritos con una prosa paralítica, que nace de los móviles y de los chats. Hartos, y derramando lágrimas cada vez que leen una frase repleta de palabras amputadas, de verbos y adjetivos a los que han arrancado las piernas y los brazos. Y supongo que no sabrán ni cómo solucionarlo. El problema es tan grave que incluso ahora las editoriales se apresuran a publicar libros que explican el lenguaje de los mensajes de los móviles. Manual de los mensajes, diccionario de abreviaturas de internet, y cosas así. Cuando lo que deberían hacer es publicar una guía que les explicara a los chavales de ahora, a los adolescentes, que, aunque en un chat suela escribirse “ola” y “xq”, lo correcto es poner “hola” y “porque”. Ya sabemos que se trata, en este lenguaje virtual, de ganar tiempo, que el tiempo es oro, etcétera. Pero, si uno se acostumbra en la adolescencia a plagar sus mensajes de faltas de ortografía y de amputaciones graves, dudo que la manía se le quite con los años. Si ustedes han navegado un poco por la red sabrán a lo que me refiero. A veces es imposible entender una frase en ciertos foros, y eso que uno está algo curtido en traducir esta carnicería de palabras al castellano con el que crecimos. Los adultos pretenden luchar ahora con todas sus fuerzas contra el botellón, pero se olvidan de otras lacras que afectan a los jóvenes: no saber redactar correctamente, no estar bien preparados para los garrotazos que les dará la vida, no haber aprendido a enfrentarse al desempleo, al desarraigo familiar y social, a la tragedia y al fracaso (más culpables de empujar a un hombre al alcoholismo que los botellones: basta con ver a los borrachos de mi barrio, que llegaron a esa situación por despido de su trabajo, por divorcio, por bancarrota, por depresión, pero no por culpa de sus guateques de juventud).
La amputación de la que hablo no sólo afecta a los niños y a los adolescentes, ni debemos achacar toda la culpa a internet y al resto de la tecnología. Viene de lejos, de antaño, y quizá por eso, en un artículo de hace años, reclamaba Francisco Umbral un Ministerio de la Ortografía para España. Lo reclamaba con urgencia. Viene de lejos y, hoy, hombres con toda la barba y con un trabajo fijo y la familia ya formada, le meten la navaja de la incorrección a las palabras, y también las mutilan, desangran y trocean. La mayoría estudió Ciencias. Dos semanas atrás comí en un restaurante toledano y la carta incluía tantas faltas de ortografía que no supe si reír o llorar.

viernes, mayo 12, 2006

Libro: Esperando a Beckett, de Jordi Bonells



Jordi Bonells utiliza a Bonells para hablar de Beckett y utiliza a Beckett para hablar de Bonells. Así, el autor nos revela que su vida ha estado muy ligada, por el azar y otras cuestiones que explica en las primeras páginas, con la figura y la literatura de Samuel Beckett. Nos cuenta el descubrimiento de su obra, cuando sólo era un muchacho y los libros comenzaron a convertirse en una obsesión. Y, en este retrato, los lectores empedernidos podemos sentirnos identificados.

Esperando a Beckett se incluye en ese género que cultivó el gran W. G. Sebald, y que ahora trabajan Safran Foer y Pierre Michon, entre otros, y en el que convergen la memoria, la investigación, la anécdota, las huellas de escritores y antepasados ilustres, las fotografías en blanco y negro. En suma, un espléndido libro. Pero, eso sí: mal anunciado por ahí, ya que no analiza la figura misteriosa de Beckett, sino la pasión por Beckett, que no es lo mismo.

Notas a pie de calle (La Opinión)

Los paseos, amén de ser saludables, le procuran a uno, las más de las veces, visiones deliciosas y excepcionales, insólitas y surrealistas. Un buen consignador de lo que encuentra, observa y anota en las calles es Raúl Guerra Garrido en “La Gran Vía es Nueva York”; otro de los grandes es Tomás Sánchez Santiago en su libro “Para qué sirven los charcos”. Yo sólo soy un mero imitador, pero intento cumplir las normas: recoger los avisos de las paredes, los gestos raros y sigilosos, las notas callejeras, los carteles con erratas y faltas de ortografía. Aquí adelanto otra muestra de mi pasión coleccionista, como si fuera una especie de botánico de la piel de las ciudades.
Sobre el dintel de una tienda de venta al por mayor, en la que dentro sólo hay vestidos de colores y camisas exóticas, cuelga un cartel que leo a menudo, maravillado por su ingenuidad y sus contradicciones, y que reza así, aunque en letras mayúsculas: “Casa de Bangladesh. Alimentación. Las ropas y moda de Indio, China, Árabe y España” (sic). Algún día, si tengo cámara, juro hacerle unas fotos. En el territorio habitado por quienes duermen a la intemperie, desayunan y meriendan y cenan vinazo y gastan piojos en las barbas, vislumbro a un hombre, desnutrido y con aspecto de haber ingresado hace lustros en el desempleo; está sentado en el bordillo de un local de giros telegráficos, y sostiene en las manos un libro. Una fotografía de ese individuo pobre, zarrapastroso y solitario, que seguramente recaudó el ejemplar de las basuras, y con la mirada perdida entre las páginas gastadas, debería ser la imagen principal de esas campañas que motivan a la lectura. El mensaje es obvio y no vamos a ponerlo aquí, para que no nos plagien el lema. Aunque, si el Ministerio de Educación y Cultura pusiera en marcha algo parecido, háganse cargo de que utilizarían a un modelo, con barba postiza y un libro recién comprado. Y no sería lo mismo. En un garito que suelo frecuentar, y donde alguna vez he visto a un par de actores, han colocado una pizarra en una de las columnas que sujetan el garito. En la pizarra han escrito: “No me tiren colillas (al suelo)”. Desafortunado aviso. Desafortunado porque se advierte que el dueño escribió sólo la primera frase, con ese pronombre que, sospecho, habrá provocado algunas bromas muy simpáticas, y luego habrá querido repararlo. O sea, y para que lo entiendan: algún gracioso leería “No me tiren colillas” y no se las arrojaría al camarero, pero sí al suelo. De ahí, es probable, salga el añadido entre paréntesis.
En las librerías grandes, las de las grandes superficies, el personal empleado suele dividirse en dos (si descartamos a las cajeras): las encargadas de atender al cliente y los guardias de seguridad. Las primeras acostumbran a abalanzarse sobre el mirón o comprador de traje y corbata que siempre termina pidiendo “El código Da Vinci” y el último Premio Planeta. Los segundos suelen acercarse y vigilar a los tipos de mi catadura, con pelo largo y chupa de cuero, que acaban comprando las obras completas de Flaubert y las nuevas ediciones de “Bajo el volcán”. No, no es un tópico. Y sí, es posible que yo hiciera lo mismo que ellos. En la pared de al lado de un cajero alguien ha pintado con un spray negro, en mayúsculas: “Gente durmiendo en la calle: esta es su democracia”. En efecto, a unos metros hay personas arrebujadas en mantas viejas, trapos rotos y cartones sucios. En la Gran Vía se alinean los limpiadores de zapatos. En las plataformas de madera en las que pone el pie el cliente hay leyendas escritas a mano. La que distrae mi atención es ésta: “Zapato limpio, persona elegante”.

jueves, mayo 11, 2006

Desaparecido, emigrado, maldito (La Opinión)

Jordi Bonells, escritor catalán, maldito en España, antaño arrastrado por las editoriales entre el barro del fracaso y de los rechazos, dolido en su día con su tierra y con el ninguneo, hoy celebrado en este país como uno de los “desaparecidos” de las letras españolas y, según él mismo, emigrado a Francia en el setenta como única forma de no desaparecer, “profesor de literaturas hispánicas en las universidades francesas”, según atestigua su editorial, prosista en castellano y ahora en francés, harto de humillaciones antiguas y desprecios a su obra, mente lúcida y crítica, finalista de varios premios importantes, hombre que vio publicados dos de sus libros en el ochenta y ocho y en el dos mil uno, respectivamente, ha sido rescatado por la Editorial Funambulista, con dos publicaciones en los anaqueles de las librerías, tituladas “La segunda desaparición de Majorana” y “Esperando a Beckett”, y su caso ilustra a la perfección la podredumbre intelectual de las grandes editoriales, que desdeñan algunos de los manuscritos arriesgados que luego los críticos celebran en otros países, como de hecho ha ocurrido en Francia, donde Bonells vive, trabaja y publica.
Circula por ahí una entrevista en la que el autor confiesa lo que siente por las tres lenguas que maneja, el castellano, el francés y el catalán, lo que piensa de las editoriales españolas que, podemos aventurar, casi se burlaron de él tras quedar finalista en varios premios y no ser considerados sus manuscritos para la publicación, salvo en los dos casos citados del ochenta y ocho y el dos mil uno, una entrevista en la que confirma su desarraigo (“Francés tampoco me siento, por más que ya hace treinta y cinco años que vivo en Francia, pero eso sí, es un país al que le tengo apego porque me lo ha dado todo, mientras que España y/o Cataluña no me ha dado nada… salvo ganas de morirme”), su descontento o su indiferencia y su resignación ante sus publicaciones en castellano (“A los editores españoles no les interesa lo que escribo y a los lectores españoles, por el poquísimo eco que mis novelas han tenido, tampoco. No me quejo, pero es así” y “Pero está claro que lo que yo escribo no pega aquí en España. ¡Qué se le va a hacer! Por mí no habrá quedado. Y la verdad es que ya ahora me da igual publicar o no publicar. Si publico, bien; si no publico, pues también”), su acertada visión sobre el panorama editorial, tan mercantil (“Si del Majorana se venden tres ejemplares, pues el editor se lo pensará muy mucho antes de publicarme otra cosa. Si resulta que vende tres millones, aunque le mande una mierda me la publicará de inmediato. Tiempo al tiempo”), su libertad como artista (“Continúo en mis trece porque no tengo necesidad de ir lamiendo el culo a nadie. Escribo lo que me da la gana”) y su crítica a casi todos los escritores españoles o, cuando menos, a los nombres más sonados o famosos.
El caso de Jordi Bonells no sólo ilustra esa ceguera de algunas editoriales, también ejemplifica un género que gusta en España, el de los hombres a quienes en su tierra no se hizo caso o se les dio la espalda (escritores y poetas, sí, y actrices y actores, cantantes, directores de cine, pintores, escultores, etcétera), y que, pasadas unas cuantas décadas, encuentran un hueco y respetabilidad en otros países, y entonces la crítica cultural española los aplaude y celebra, sólo ahora, cuando a ellos el éxito y los laureles y las palmadas en el hombro les dan igual y les resbalan, cuando no necesitan rescates que valgan y han hallado su lugar en el mundo, y ese malditismo se aplaude cuando el tipo ya peina canas y ha sufrido lo suyo, y, como uno también gusta de ese género y peca, uno saldrá a buscar por ahí algún libro de Bonells.

miércoles, mayo 10, 2006

Libro: La senda de nieve oculta, de Alberto Luque Cortina



Supe de este libro y de su autor gracias a los amigos Julio Valdeón y Oscar Esquivias. Por fin lo he conseguí, y me lo he leído de una sentada.

La senda de nieve oculta aglutina varios relatos ambientados en Latinoamérica, donde al parecer estuvo viviendo algunos años Alberto Luque, un narrador de raza, muy hábil en recrear escenarios exóticos y en reproducir jergas. El cuento que da título al libro es una tremenda, brutal disección de la locura de la selva, de lo que las entrañas de la jungla hacen en la mente humana, con ecos de Jack London y el Conrad de El corazón de las tinieblas. Sería una lástima que pasara desapercibido.

Tierras muy cercanas (La Opinión)

La asociación de comerciantes de Zamora pretende, mediante una campaña que utiliza los cebos de la calidad y la proximidad, atraer a los compradores portugueses a la provincia. Que vengan a la ciudad y compren, que la conozcan y gasten, que nos visiten y se dejen los cuartos. A mí esto me parece bien y no seré quien lo discuta; ni yo ni nadie. La campaña va destinada, principalmente, a los habitantes de Tras Os Montes, tierra serena, montaraz, bellísima y, a lo que me supongo, no muy visitada por los zamoranos (antaño eran más los que cruzaban la frontera para ir de compras que quienes la atravesaban para hacer turismo). Sobre esa región portuguesa existe un libro inolvidable, titulado así, “Tras Os Montes”, escrito por mi admirado Julio Llamazares en la piel de un viajero, un poco a la manera de otro libro necesario, el “Viaje a la Alcarria”. Para la campaña se destinan quince mil euros, aunque la cantidad del presupuesto la anoto sólo para quienes quieran tener conocimiento de la misma, que a mí el argumento de los presupuestos y de las subvenciones me hastía.
Comento la campaña y la noticia porque nos sirve para hablar hoy de Portugal. Parece que esa captación de clientes parte del hecho (no probado con estudios), o más bien de la sospecha, de que en los últimos tiempos aumenta el número de compradores portugueses que cruza la raya y viene a comprar a Zamora. No seré yo quien lo niegue. No obstante, he de admitir que esto jamás lo había oído. Desde la niñez uno albergaba dos sospechas: que los portugueses, de visitarnos, lo hacían como viajeros y turistas que vienen a conocer la tierra; y que los zamoranos, en nuestras visitas al otro lado, íbamos con la pretensión única de comprar toallas y ropa barata. “Vamos a Portugal esta tarde”, decían unos. “¿A qué?”, preguntaban otros. “A comprar toallas y pantalones”, era la respuesta. Por fortuna esa exclusividad mercantil está desapareciendo, lo cual debemos agradecer a gente como Julio Llamazares, gente que visitaba la tierra y conocía a nuestros vecinos y desmentía los topicazos, los rumores y las falsas impresiones. Cuando hoy preguntas acerca de los desplazamientos al país portugués, son más quienes dicen que quieren conocer la tierra y moverse por Lisboa o Braganza que quienes van sólo de compras. Alguien me dijo una vez que los españoles vivimos de espaldas a los portugueses; juntos y próximos, pero sin mirarnos a la cara. Años atrás asistí a algunas conferencias y encuentros hispano-lusos, como espectador y oyente, y también a alguna cena con portugueses, y tomé conciencia de ese alejamiento. En la actualidad hay zamoranos que perciben la distancia y se ponen a estudiar el idioma, para remediarlo. Sin embargo en las escuelas siempre se obstinaban en enseñarnos inglés, para que supiéramos chapurrear cuatro frases el día en que viajáramos a Londres.
Durante la celebración de La Noche de Max Estrella, cuyos pormenores aquí relaté, me presentaron al director de la Feria del Libro de Valladolid. “¿Eres de Zamora, entonces?”, inquirió. “Sí, de Zamora”, respondí, con ese orgullo pesimista que nos sale a quienes vivimos fuera (orgullosos de nuestras raíces y de nuestro pasado, pero apesadumbrados por la certeza de saber que es una tierra que empobrece o no levanta cabeza). “Bilingüe, ¿no?”, quiso saber mi interlocutor. “¿Perdón?” “Digo que allí sois bilingües, por aquello de la proximidad con Portugal. Habláis dos idiomas, ¿no?”. No lo decía en broma; lo preguntaba acaso con ingenuidad. “Pues no, la verdad es que no”, contesté. Pero aquello me dejó tundido. Me hubiera gustado decir: “Sí, manejo español y portugués; me adiestraron bien en el colegio”.