Cuenta el diario gratuito 20 Minutos que uno de cada cuatro vagones del metro de Madrid carece de refrigeración. Estos datos se agradecen, porque uno, tras sus viajes subterráneos, puede corroborar que, en efecto, el calor es excesivo, pero ignoraba el porcentaje de trenes sin aire acondicionado. Los reporteros de tal periódico bajaron a una de las líneas, con el termómetro en la mano, y la temperatura rondaba los treinta y dos y los treinta y tres grados centígrados, en vagones sin refrigeración y con algunas ventanas abiertas. El metro de Madrid dicen que es uno de los mejores del mundo, o así lo anuncian, pero a mí me parece ya una pequeña estafa: escaleras mecánicas que no funcionan o funcionan a ratos, papeleras hasta los topes de basura que cae al suelo y termina en las vías, trenes con temperatura de sauna, interminables obras y remiendos, averías varias y detenciones en medio de los túneles, que nadie se explica.
Esta retahíla de inconvenientes la conocen de sobra los zamoranos que van al trabajo en el metro, que son muchos; algunos, a veces, me cuentan esos padecimientos. En la línea que cojo desde mi barrio no hay aire acondicionado. El viaje de un par de minutos entre una estación y la siguiente, por próximas que estén, depara sudores y sofocos y ganas de regresar a casa y volver a meterse en la ducha. Lo sufren los trabajadores, principalmente ahora, que se acerca el verano y no hay criatura de Dios que soporte el calor. Entran bien lavados, bien duchados, bien acicalados, pero al salir del metro ya están como si vinieran de correr los sanfermines con el traje puesto: muy sudados, muy molestos, muy húmedos. Apostaría cualquier cosa a que, llegadas estas fechas, la gente que lee prensa en el metro lee menos en estos días: lo digo porque no utilizan los periódicos para saber cómo va el mundo, sino para abanicarse antes de que les sobrevenga el mareo. A veces el problema es el aire acondicionado, pero a menudo son otros problemas. Una tarde de éstas tomé una línea cuyo servicio incluye trenes pendulares. Se mueven por los túneles como serpientes al ataque, o como esas atracciones de las ferias que circulan a toda velocidad por los raíles, con riesgo de que los pasajeros echen la vomitona en pleno viaje. Me agarré a la barra de sujeción pero, con los meneos del cuerpo del vagón, se me revolvió el estómago. Igual para bailar bachata es un magnífico entrenamiento, pero yo prefiero mantener los pies sobre tierra firme y no golpearme una y otra vez con la puerta y con la barra vertical.
De camino a la parada de Sol no es raro que el conductor, no sabemos por qué motivo, detenga el tren en mitad del túnel, antes de que veamos la luz de los andenes. Estimo que esas suspensiones inesperadas duran menos de un minuto, pero allí dentro, con los pasajeros apretujados, con el calor brutal, con la falta de aire acondicionado, con las ventanas cerradas, con el túnel a oscuras, parece que duran un cuarto de hora. En esas ocasiones a la gente le acomete el nerviosismo. Se miran unos a otros de reojo, se echa un vistazo al reloj de muñeca para averiguar el retraso en la cita o en el trabajo, los menos tímidos comentan la jugada con el vecino de asiento, alguno incluso blasfema en voz alta, las cabezas intentan atisbar si ocurre algo anómalo mirando por los cristales. Cuando el tren reanuda el viaje se oyen los suspiros de alivio. El fin de semana pasado tuve que utilizar mucho el metro para hacer varios recados. El calor era tan agobiante y espeso, el sudor olía tanto a mugre y a salmuera, íbamos dentro tan hacinados, que supe cómo se habían sentido los judíos de camino a Auschwitz. Para colmo, recientemente subieron el precio. Quienes fichan en la oficina están hartos.