La última vez que anduve por Zamora me dijo un amigo, que ahora trabaja en Vigo: “La semana que viene iremos al Festival de Cans”. Él tenía la intención de confundirme y lo logró, porque entendí “Festival de Cannes”, que se pronuncia igual, o al menos los españoles lo pronunciamos así. Mi respuesta inmediata fue: “¿Qué me dices? ¡El Festival de Cannes! Menudo nivel que tenéis”. Y luego recordé mi visita a Cannes, cuando me llevaron mis abuelos, en el tiempo azul y dulce de la infancia. Nosotros no fuimos al Festival, que por aquellas fechas (verano, creo) no caía. Sin embargo me gustó aquel lujo francés con playas privadas: cada pedazo de playa pertenecía a un hotel. Pero volvamos a Cannes y a Cans. Pregunté: “¿Y cómo os ha dado por ir allí?” Tomábamos una cerveza en un garito de la ciudad y él o ella, son una pareja, respondió: “Me refiero al Festival de Cans, escrito tal y como se pronuncia. Está en Pontevedra”. Concretamente, en O Porriño.
Es un pueblo en el que, coincidiendo con la similitud fonética, desde hace unos tres años han aprovechado el tirón del otro Festival para hacer el suyo, que es rural, de cortometrajes y con mucho cachondeo, sí, pero también tiene cierto prestigio, como lo prueban los visitantes que suelen acudir: actores y actrices españoles, directores de cine y, en general, gente metida en el mundillo. Iñaki Gabilondo dijo el año pasado, en la radio, que Cans era “la capital del agroglamour”. No sé si el término es de su cosecha, pero a tenor de lo que me contó aquel amigo, que había estado el año anterior en la segunda edición del certamen, se le ajusta como un guante. La pareja nos refirió que los cortos se proyectan en graneros, establos y cobertizos, al lado mismo de las vacas, con el olor montaraz del estiércol pegado a los espectadores, mezclándose los actores como Luis Tosar o Emma Suárez con paisanos de boina y cachaba. Por allí pasean a la gente en “chimpibuses”, que al parecer son tractores pequeños, en cuyos remolques se suben los espectadores para ir de un lado a otro. El menú es auténtico, todo un lujo castizo para el estómago (me gustaría ir a alguna edición de Cans aunque sólo fuera por las delicias gastronómicas): este año han comido, según el diario El País, lacón, callos y chorizo asado; supongo que servirán más cosas, pero el periódico tampoco lo cuenta. En alguna parte he leído que no faltan la empanada gallega ni el vino, y es que el vino en estas cosas es imprescindible. Se me olvidaba señalar que también hay conciertos gratuitos, y que cada año asiste más público.
A mí esto me parece muy bien. Que se aproveche el tirón del glamouroso Festival de Cannes, repleto de estrellas, para hacer el Festival de Cans, repleto de boinas, revela el carácter español, nuestro temperamento siempre proclive a la parodia, que nos viene de lejos, de una tradición que comienza en Don Quijote y Sancho Panza. Porque Cans, supongo, es la parodia de Cannes. En España somos así, y por eso amo este país: si nos falta el presupuesto, tiramos por el camino de la parodia, nos embarcamos en el bajel del humor. En Estados Unidos se inventaron a Cobra, el policía bronco de Sylvester Stallone, y la respuesta de España fue concebir a Torrente, que es la versión castiza de aquel poli. La vida da tantas vueltas que, transcurridos varios años, Stallone anda ahora de capa caída, intentado sacar adelante nuevas entregas de Rambo y de Rocky para hacer taquilla, y a Santiago Segura le han comprado los norteamericanos los derechos de su Torrente, con la idea de preparar un Torrente a la manera yanqui. Lo cual demuestra que, con humor, se llega muy lejos.