Ya denunciamos aquí alguna vez la mutilación actual que está sufriendo el lenguaje escrito, en España. También en otros países, claro, pero resolvamos primero nuestros problemas y pasemos después a los del prójimo: hoy la gente se obstina en ir a reparar las carencias de los habitantes de países remotos, sin acaso advertir que también en su propio barrio hay paro, hambre e injusticia. Hay una manía actual, decía, que viene de los mensajes de los móviles, de los chats, los foros, los blogs y las páginas web (jerga que, me temo, será un enigma para la tercera edad), y que consiste en mutilar palabras, con la misma saña y crueldad con la que, de niños, les amputábamos las alas a las moscas. De igual modo que, sin esas muletas para el aire que son las alas, las moscas no podían abrirse camino por el mundo, tampoco las palabras están a salvo ni pueden orientarse cuando las despojan de sus tildes, de sus haches, de sus pacíficas ces (convertidas en violentas kas, y a mí la ka me gusta), de sus uves (es frecuente optar por la be cuando, quien redacta, duda si cierto vocablo lleva be o uve), etcétera.
Este problema parece que sólo preocupa, principalmente y por el momento, a los profesores. Los pobres deben estar hartos de corregir exámenes escritos con una prosa paralítica, que nace de los móviles y de los chats. Hartos, y derramando lágrimas cada vez que leen una frase repleta de palabras amputadas, de verbos y adjetivos a los que han arrancado las piernas y los brazos. Y supongo que no sabrán ni cómo solucionarlo. El problema es tan grave que incluso ahora las editoriales se apresuran a publicar libros que explican el lenguaje de los mensajes de los móviles. Manual de los mensajes, diccionario de abreviaturas de internet, y cosas así. Cuando lo que deberían hacer es publicar una guía que les explicara a los chavales de ahora, a los adolescentes, que, aunque en un chat suela escribirse “ola” y “xq”, lo correcto es poner “hola” y “porque”. Ya sabemos que se trata, en este lenguaje virtual, de ganar tiempo, que el tiempo es oro, etcétera. Pero, si uno se acostumbra en la adolescencia a plagar sus mensajes de faltas de ortografía y de amputaciones graves, dudo que la manía se le quite con los años. Si ustedes han navegado un poco por la red sabrán a lo que me refiero. A veces es imposible entender una frase en ciertos foros, y eso que uno está algo curtido en traducir esta carnicería de palabras al castellano con el que crecimos. Los adultos pretenden luchar ahora con todas sus fuerzas contra el botellón, pero se olvidan de otras lacras que afectan a los jóvenes: no saber redactar correctamente, no estar bien preparados para los garrotazos que les dará la vida, no haber aprendido a enfrentarse al desempleo, al desarraigo familiar y social, a la tragedia y al fracaso (más culpables de empujar a un hombre al alcoholismo que los botellones: basta con ver a los borrachos de mi barrio, que llegaron a esa situación por despido de su trabajo, por divorcio, por bancarrota, por depresión, pero no por culpa de sus guateques de juventud).
La amputación de la que hablo no sólo afecta a los niños y a los adolescentes, ni debemos achacar toda la culpa a internet y al resto de la tecnología. Viene de lejos, de antaño, y quizá por eso, en un artículo de hace años, reclamaba Francisco Umbral un Ministerio de la Ortografía para España. Lo reclamaba con urgencia. Viene de lejos y, hoy, hombres con toda la barba y con un trabajo fijo y la familia ya formada, le meten la navaja de la incorrección a las palabras, y también las mutilan, desangran y trocean. La mayoría estudió Ciencias. Dos semanas atrás comí en un restaurante toledano y la carta incluía tantas faltas de ortografía que no supe si reír o llorar.