Escribo estas líneas tras haber dormido sólo cuatro horas, o puede que menos. Y voy a contar todo en dos artículos porque creo que merece la pena, si dispongo del beneplácito del paciente lector. El jueves por la noche fuimos a ver el concierto de Guns N’ Roses, que en Madrid abrían gira europea, después de adelantar la fecha de su actuación. Quien no sepa quiénes eran los Guns, que pase página, porque aquí no vamos a explicarlo. Sólo un par de apuntes sobre el presente: de la formación original sólo queda su cantante, el mítico y polémico W. Axl Rose, que nunca cayó bien al público, ni siquiera a sus fans más acérrimos. El problema de las bandas con rencillas y lucha de egos de por medio es que al final se descomponen lentamente y eso ya no lo arreglan ni los manager ni las madres de cada uno. Axl lleva años, siglos nos parecen a sus seguidores, componiendo un disco de treinta y dos canciones que no acaba de ver la luz: “Chinese Democracy”. El propósito de esta gira es ir calentando al público, preparándole con un puñado de temas inéditos para abrir boca.
La noche madrileña de este jueves es apacible y fértil en misterios, calurosa como una manta zamorana. Hay que ir en metro hasta el auditorio Parque Juan Carlos I, en el Campo de las Naciones, o sea, cerca de Barajas. Atravesamos alamedas y jardines. A las puertas del recinto el personal ha dejado las huellas de un botellón hecho allí mismo, mientras guardaba turno para entrar. Por el suelo veo vasos de plástico de medio litro y de un litro (“cachis”, los llaman en Madrid), litronas vacías, bolsas de plástico, colillas de cigarro y de porro, botellas de cristal, folletos publicitarios, bocatas mordisqueados y hasta un atado de salchichón que habrá tirado algún fulano. La fauna resulta demasiado heterogénea. Chicas que visten como vestía Axl Rose quince años atrás, heavies con melena cuidada o con melena de rastrojo, pijos con la napia saturada de farlopa, porreros incombustibles, sujetos que se quedaron en los ochenta y aún gastan el peinado blondo de MacGyver, guiris, parejas que se morrean entre trago y trago al whisky, gente de pelo gris y con la motocicleta aparcada a la puerta, como si esto fuera un western, mucha greña y mucho tío alopécico al que se le nota que una vez tuvo una cabellera hasta los hombros, antes de que la madre naturaleza actuase de peluquera implacable (esta expresión se la robé a un amigo). El ambiente es perjudicial para los pulmones, ha adquirido una densidad de merengue y se compone de efluvios a sudor, vapores de cerveza y humo de tabaco y de hachís. El pueblo joven, y el no tan joven, ha desempolvado las camisetas de Guns N’ Roses que compró a finales de los ochenta y se las pone, aunque estén desteñidas y desgastadas, como la mía, que andará en algún baúl. Tanta gente en el auditorio resume la verdad: no hemos olvidado a Axl Rose.
Cuando entramos, a las nueve y media, aún están dando el callo los teloneros, The Living Things. El concierto de Guns está programado para las diez. Hora y media después, con el personal harto de esperar a que salgan, se masca la tragedia. El público, beodo y fumado, pita y corea “¡Hijos de puta!”. En las gradas, unos cuantos personajes arrancan los asientos de plástico y los llevan hasta el escenario. La masa arroja envases de plástico, botellas, paquetes de tabaco y lo que encuentra. Cuando cumplen cien minutos de retraso un español sale con un micro y pide disculpas, alega “problemas técnicos”, que no debemos preocuparnos, que esto “no es una tangada”. A las doce de la noche, en el momento en que me temo una revuelta, e imagino al personal agresivo arrasando el escenario, sale Axl Rose a cantar. Por fin.