Alguien me dijo, en un bar: “El suelo de Santa Clara parece que tiene diez años. Ya está muy sucio”. Así que fui a recorrer esa calle, aún metida en el incordio de unas obras que, se suponía, acababan antes de Semana Santa. O eso fue lo que anunciaron entonces. Efectivamente, lo comprobé caminando por allí, por encima del granito de China y de Sayago. El aspecto es, en suma, indecente. Esa, y no otra, es la palabra que a uno le viene a la cabeza al observar tales suelos. Aspecto indecente, sucio, desaseado, como el rostro sin afeitar de un alcohólico que haya dormido a la intemperie. Por aquí y por allá hay lamparones, manchas gigantes, rastros de suciedad. Mientras uno va caminando tiene la impresión de que Santa Clara la hubiese atravesado una legión de hombres que portaban enormes bolsas de churros, y que la grasa de los churros había ido cayendo al suelo para no quitarse jamás. Esta vez no pueden echar la culpa a los jóvenes ni al botellón, sino a la calidad del material que han colocado.
Al acercarme a la plaza de Castilla y León creí, por un segundo, que me aproximaba a un puerto pesquero. Al principio no supe a qué obedecía esa extraña perspectiva. No tardé en darme cuenta: los tres o cuatro palitroques con focos incorporados que han puesto se parecen a las grúas que uno ve en los puertos pesqueros. Pero aquí no hay mar, ni barcos, ni huele a peces, ni tampoco hay estibadores faenando. De momento, sólo han dejado una palmera viva, solitaria, en el centro. En aquella plaza y en las plazas de Fernández Duro y de la Constitución no queda una brizna de hierba. Hasta el momento, la primera plaza, donde Hacienda, se parece a un puerto sucio y sin agua; la tercera, con sus bancos y sus jardineras, se parece a una triste, vacía y olvidada estación de autobuses. El aspecto de ambas es desolador, mustio. Aunque aún faltan por poner los árboles previstos en la plaza de Castilla y León. El parque infantil, visto ahora de cerca, es un parque digno de enseñarse en un museo, sí, pero para los chavales dudo que funcione. No me he acercado por las obras de La Horta, y lo dejo para mi próximo viaje a la ciudad, con la intuición de que aún van para largo y podré darme, más adelante, un paseo por los socavones de aquel barrio. No quise, tampoco, arriesgarme a entrar en la plaza de San Gil, donde han encontrado los hallazgos arqueológicos (no todo iban a ser disgustos y malas noticias). Es difícil de entender que se las hayan arreglado para colocar suelos que ni siquiera son capaces de limpiar. Salvo que contraten a una patrulla de barrenderos y señoras de la limpieza, armados todos con escobas, fregonas, espátulas y estropajos, y se dediquen un día a la semana a fregotear el pavimento, al menos para que no se nos caiga la cara de vergüenza cuando los extranjeros y turistas caminen por la principal vía de peatones de la ciudad.
Estas son algunas de las consecuencias de hacer las cosas mal, a destiempo y tratando de ahorrarse una pasta. Vuelve uno a su ciudad y no reconoce algunos lugares emblemáticos. Pero es lo que predomina en las urbes. Se juntan los políticos y los constructores y arrasan la naturaleza, convierten los paisajes a los que los habitantes se han acostumbrado (y que adoran, no lo duden) en lugares grises e impersonales, con el color propio y monótono de la burocracia y el cemento. El objetivo siempre es el dinero, no el bienestar del ciudadano. Javier Marías, al comentar en su artículo semanal la cuestión sobre los árboles del Paseo del Prado, ha escrito: “A la gente no se le puede cambiar la fisonomía de sus ciudades hasta hacerlas irreconocibles, ni siquiera si es supuestamente para mejor (casi nunca lo es)”. Pues a eso me refiero.