Los paseos, amén de ser saludables, le procuran a uno, las más de las veces, visiones deliciosas y excepcionales, insólitas y surrealistas. Un buen consignador de lo que encuentra, observa y anota en las calles es Raúl Guerra Garrido en “La Gran Vía es Nueva York”; otro de los grandes es Tomás Sánchez Santiago en su libro “Para qué sirven los charcos”. Yo sólo soy un mero imitador, pero intento cumplir las normas: recoger los avisos de las paredes, los gestos raros y sigilosos, las notas callejeras, los carteles con erratas y faltas de ortografía. Aquí adelanto otra muestra de mi pasión coleccionista, como si fuera una especie de botánico de la piel de las ciudades.
Sobre el dintel de una tienda de venta al por mayor, en la que dentro sólo hay vestidos de colores y camisas exóticas, cuelga un cartel que leo a menudo, maravillado por su ingenuidad y sus contradicciones, y que reza así, aunque en letras mayúsculas: “Casa de Bangladesh. Alimentación. Las ropas y moda de Indio, China, Árabe y España” (sic). Algún día, si tengo cámara, juro hacerle unas fotos. En el territorio habitado por quienes duermen a la intemperie, desayunan y meriendan y cenan vinazo y gastan piojos en las barbas, vislumbro a un hombre, desnutrido y con aspecto de haber ingresado hace lustros en el desempleo; está sentado en el bordillo de un local de giros telegráficos, y sostiene en las manos un libro. Una fotografía de ese individuo pobre, zarrapastroso y solitario, que seguramente recaudó el ejemplar de las basuras, y con la mirada perdida entre las páginas gastadas, debería ser la imagen principal de esas campañas que motivan a la lectura. El mensaje es obvio y no vamos a ponerlo aquí, para que no nos plagien el lema. Aunque, si el Ministerio de Educación y Cultura pusiera en marcha algo parecido, háganse cargo de que utilizarían a un modelo, con barba postiza y un libro recién comprado. Y no sería lo mismo. En un garito que suelo frecuentar, y donde alguna vez he visto a un par de actores, han colocado una pizarra en una de las columnas que sujetan el garito. En la pizarra han escrito: “No me tiren colillas (al suelo)”. Desafortunado aviso. Desafortunado porque se advierte que el dueño escribió sólo la primera frase, con ese pronombre que, sospecho, habrá provocado algunas bromas muy simpáticas, y luego habrá querido repararlo. O sea, y para que lo entiendan: algún gracioso leería “No me tiren colillas” y no se las arrojaría al camarero, pero sí al suelo. De ahí, es probable, salga el añadido entre paréntesis.
En las librerías grandes, las de las grandes superficies, el personal empleado suele dividirse en dos (si descartamos a las cajeras): las encargadas de atender al cliente y los guardias de seguridad. Las primeras acostumbran a abalanzarse sobre el mirón o comprador de traje y corbata que siempre termina pidiendo “El código Da Vinci” y el último Premio Planeta. Los segundos suelen acercarse y vigilar a los tipos de mi catadura, con pelo largo y chupa de cuero, que acaban comprando las obras completas de Flaubert y las nuevas ediciones de “Bajo el volcán”. No, no es un tópico. Y sí, es posible que yo hiciera lo mismo que ellos. En la pared de al lado de un cajero alguien ha pintado con un spray negro, en mayúsculas: “Gente durmiendo en la calle: esta es su democracia”. En efecto, a unos metros hay personas arrebujadas en mantas viejas, trapos rotos y cartones sucios. En la Gran Vía se alinean los limpiadores de zapatos. En las plataformas de madera en las que pone el pie el cliente hay leyendas escritas a mano. La que distrae mi atención es ésta: “Zapato limpio, persona elegante”.