lunes, agosto 21, 2006

Próximamente: Tripulantes


Hace tiempo, David González me pidió un cuento breve para una antología. El libro saldrá en noviembre. Ayer me llegó el prólogo. Su autor es Vicente Muñoz Álvarez, de quien curiosamente me había leído hace poco un libro de poesía, que recomendé en este blog. Copio y pego aquí dicho prólogo. Vicente también se encargó de la célebre antología Golpes. Ficciones de la crueldad social.
TRIPULANTES

EL ORIGEN.

Fue a mediados de 1995 ( fin de siglo y de milenio ), cuando un pequeño grupo de creadores con semejantes inquietudes estéticas ( en principio: Alfonso G. Rabanal, Silvia D. Chica, Cusco y yo ) decidimos dar inicio a un proyecto llamado Vinalia Trippers.
Nuestra idea original fue la de editar un fanzine o revista de relatos donde se diera cabida a cierto tipo de textos, cuentos breves en su mayoría, que por sus características temáticas o formales ( políticamente incorrectas ) no solían encontrar hueco en otras revistas y suplementos literarios de la época, pese a la indiscutible calidad de sus propuestas.
Decidimos, desde el principio ( por el carácter multidisciplinar de nuestro equipo ), editar esos relatos acompañados de una ilustración que les diera forma y vida, e incluir ocasionalmente algún comic, quedando establecido así un esquema básico que en cada sucesiva entrega se fue enriqueciendo con nuevos colaboradores, hasta conformar la tripulación habitual de la nave.
Durante aproximadamente seis años, hasta el 2001, editamos nueve números del fanzine y otros tantos del suplemento Poemash, cinco libros de bolsillo, realizamos dos Encuentros de editores independientes, organizamos lecturas y presentaciones de libros y celebramos cada número de la revista con conciertos en directo ( memorables los de Buffalo, The Chandals, Onzonilla Blues Band, Las Besttias, La Secta... ) y multitudinarias fiestas de simpatizantes y amigos.
Fue, sin duda, un período de intercambio creativo que a todos nos enriqueció, poniéndonos en contacto para sucesivos proyectos.

INTERNET MATÓ A LA ESTRELLA DEL ZINE.

Sin embargo, como suele ocurrir, un factor externo e imprevisto vino a desviarnos de nuestra inicial propuesta, con la irrupción de internet en nuestras vidas.
Igual que el vídeo mató a la estrella de la radio, internet hirió de muerte a la estrella del zine, que en lo sucesivo entró en un período de regresión y decadencia, hasta casi dejar de brillar por completo.
El vendedor de pararrayos, La vieja factoría, Ojalatemueras, Kastelló, Atrocity Exhibition, Anna Bel Lee, El canto de la tripulación o la propia Vinalia Trippers ( por citar sólo algunas de las revistas más influyentes de la escena literaria independiente del momento ) dejaron definitivamente de editarse o, en el mejor de los casos, ralentizaron drásticamente su marcha.
Con el cambio de siglo el papel y la multicopista dieron paso a las páginas web y a los ciberfanzines, abriendo nuevas vías de diálogo y de expresión y desplazando casi por completo a sus antecesoras, las revistas impresas.
Comenzaba, indudablemente, una nueva era para la edición alternativa.

NUEVAS AVENTURAS.

Durante algún tiempo, afectados por la crisis, mantuvimos sólo el suplemento Poemash, inauguramos, cómo no, página web ( pagina.de/vinalia ) y organizamos algunas lecturas y presentaciones de libros, colaborando en proyectos hermanos ( como Borraska, Lunula o Monográfico ), pero sin resignarnos a enterrar definitivamente el fanzine.
El impulso y la idea seguían vivas, pero en fase de indefinida hibernación.
Fue la publicación de mi libro de relatos Los que vienen detrás ( DVD ediciones 2002 ), ilustrado por Miguel Angel Martín, y algo después la de Golpes. Ficciones de la crueldad social ( DVD ediciones 2004 ), lo que en gran medida me llevó a resucitar el proyecto Vinalia.
El primero, Los que vienen detrás, porque me permitió de nuevo trabajar con ese prodigio de la ilustración que es M.A. Martín, abanderado de Vinalia y del comic subterráneo español, dando luz a un libro que heredaba directamente la estética cruda e hiperrealista del zine, y que en cierto modo podría considerarse un monográfico del mismo.
El segundo, la antología de relatos Golpes. Ficciones de la crueldad social, que edité con Eloy Fernández Porta ( y la ayuda inestimable de David González ), porque pude reunir por primera vez en formato de libro a varios de los colaboradores más emblemáticos de la revista, junto a otros nuevos, recuperando el espíritu de grupo y colectividad, de tripulación, que había impulsado durante seis años la nave.

Y así es como llegamos al presente libro ( décimo número y décimo aniversario de Vinalia ) que no sé si abre o cierra una etapa, si es punto de partida o de encuentro, pero que sin lugar a dudas reúne a muchas de las mejores plumas alternativas de nuestro país ( tan moderno y progre para algunas cosas, tan conservador para otras ), descubriendo asimismo al lector algunas voces hasta el momento inéditas.
David González y yo invitamos a medio centenar de autores y a algunos de los ilustradores habituales de la revista a colaborar en el proyecto, una antología de relato breve para Vinalia Trippers, y nos sentimos ahora orgullosos de presentar este libro, heredero de un modo peculiar ( subversivo, disidente y crítico ) de entender la literatura y nuestras propias vidas.
En el país de los ciegos, no lo olvidemos, el tuerto es el amo.

SOBRE EL RELATO BREVE O MICRORRELATO.

No obstante, y antes de ceder la palabra a nuestros autores, quiero incidir en un par de cuestiones que pudieran dar lugar a ciertos equívocos.
Encontrará el lector en esta antología relatos ultrabreves, breves y menos breves, e incluso textos que pudieran no encajar en dicha categoría, sino más bien en la del poema en prosa o el ensayo crítico.
Todo depende de los límites que deseemos ponerle al género.
Si consideramos sólo microrrelato aquel que respeta cierta estructura ( planteamiento, nudo y desenlace ) y extensión ( menos de una página ), encontraremos en la presente edición algunos textos que no deberían incluirse en tal etiqueta.
Sin embargo, no nos hemos ceñido en la selección ( como nunca lo hicimos en el fanzine ) a ese modo de entender el relato breve, formalista y rígido, sino que hemos optado por un concepto más flexible, tanto desde el punto de vista de la extensión como de su contenido, incluyendo algunos textos que como ya antes mencioné pertenecen más bien a otros géneros, pero que nos parecieron perfectamente afines al espíritu de Vinalia y al de este libro en concreto.

Sólo espero ahora que disfrutéis de estos relatos tanto como David y yo lo hicimos en su día al seleccionarlos y al trabajar con ellos.
No son ni quieren ser literatura convencional o comercial, y ahí reside parte de su magnetismo y su fuerza.

Por ellos, nuestra tripulación, y por vosotros, lectores y amigos,

Salud.


Vicente Muñoz Alvarez

Equipaje literario (La Opinión)

Por muchas veces que haya visto “El turista accidental”, esa gran película de Lawrence Kasdan que protagonizó William Hurt en uno de sus más celebrados personajes, no consigo hacer la maleta con el orden que recomienda Macon Leary. Llevar lo justo, colocarlo todo de manera que no quede un hueco libre, como piezas de un tetris que saliera de la pantalla, y ponerlo de forma que pueda cerrarse la cremallera sin sentarse encima para que el conjunto quepa. Meter lo imprescindible, y dejar fuera lo accesorio. Entre esas directrices que da a lo largo del metraje Macon, el protagonista, hay una que incumplo sobre todas las cosas. Leary dice que debemos incluir un libro en nuestro equipaje. Aparte de la satisfacción y el entretenimiento de la lectura, Leary aconseja tenerlo a mano en el avión, para cuando en la butaca de al lado se siente ese desconocido que, además, es un pelmazo e insiste en que le contemos nuestra vida y en revelarnos algunos aspectos de la suya. Con eso sí que no puedo, y aunque me vaya de casa sólo durante tres días, cargo la maleta (en mi caso, el macuto) de libros. Porque nunca se sabe. Soy capaz de leerme dos o tres libros en un fin de semana. No sé si es mucho o poco, pero a mí me vale.
Dado que no aprendo bien los consejos de Macon, a pesar de ser una película que me gusta y he visto varias veces, mi macuto suele ser un caos. No tanto como el de los aeropuertos, pero casi. Tardo alrededor de una hora, y no se me va en elegir la ropa o cosas de última hora como el cargador del móvil o el bote de líquido de lentillas, sino en escoger los libros. Por supuesto, el primero que envío al macuto es aquel que estoy leyendo en ese momento. Luego me paso un rato decidiendo qué podrá apetecerme leer en Zamora, o en Alicante, o donde quiera que vaya. Esto, lógicamente, puede parecer una chorrada y una falta de tiempo para los no lectores, pero es imprescindible para quienes somos lectores compulsivos y debemos llevar siempre con nosotros el remedio para aliviar nuestra enfermedad literaria y alimentar nuestra adicción a la lectura. Lo habrán comprobado docenas de veces en los periódicos y en los suplementos dominicales: se escoge a un grupo de intelectuales y se les pregunta qué libros recomendarían para las vacaciones de agosto, o qué títulos se llevarían a una isla desierta, o qué autores han escogido ellos para pasar unos días fuera de casa. Suelen elegir un libro, no porque sólo se lleven uno, sino más bien porque el entrevistador les obliga a la tortura de escoger un único título.
Al principio, en mis viajes a Zamora de fin de semana, sólo me acompañaba de uno o dos títulos. El problema era que el sábado por la tarde ya los había leído todos, y a esas horas no hay librerías abiertas para comprarse algo con lo que alimentar la adicción. El problema de incluir varios libros en la maleta es que, a veces, uno advierte ese sábado que no ha traído precisamente al autor que le apetecía leer. Lo que hay que hacer, pues, es anticiparse. Sopesarlo bien: ¿qué me apetecerá leer una tarde tranquila de sábado en mi ciudad?, ¿qué me recomendaría a mí mismo en una playa de Gijón? Cada lector sabe lo que quiere, aunque tarde un rato en adivinarlo. De momento, los libros que he metido en el macuto en cada viaje de agosto no me han decepcionado. En Sanabria leí a Jim Thompson, a John Berger, a Karmelo C. Iribarren, a William Saroyan. En Asturias, a Richard Russo. En Alicante, a Cela y a uno o dos autores que ahora mismo no recuerdo. Soy un enfermo de literatura, y por eso lo primero en lo que pienso a la hora de hacer el equipaje es en los libros.

domingo, agosto 20, 2006

Silencio, agua, lectura (La Opinión)

Partamos del mínimo detalle, de lo más cercano a los ojos. A mis ojos, en este caso. Leo una página de un libro. La prosa es serena, como puede serlo la superficie de una laguna. Las descripciones son sobrias y minuciosas. Cada capítulo, cada retrato, cada encuentro del autor, cada viaje y entrevista, reproducen bodegones. Bodegones de la vida, pero pintados con palabras, precisas y muy bien escogidas. El libro corresponde a John Berger, gran escritor. Su título: “Fotocopias”. En ese instante me doy cuenta de que ha sido una magnífica elección. Leer a Berger es como beberse una tila. Pero también aprendes y viajas, no sólo te relajas. Mis manos sostienen en alto el ejemplar, para que el sol no me dé directamente a los ojos, cegándome momentáneamente. Mi cuerpo, tumbado en horizontal y boca arriba, descansa en una toalla, y la toalla sobre una roca angosta y algo afilada. Junto a la roca, a mi izquierda, otra roca aún más grande, donde está mi gente, también leyendo o haciendo crucigramas o simplemente tomando el sol. Al otro lado, a mi derecha, la vegetación está tan próxima que algunas ramas se me meten en el libro, y a veces caen hojas pegajosas y muy verdes entre las páginas o encima de las manos. Unos minutos antes de llegar allí y aposentarme, sorprendí a un lagarto tendido al sol. Huyó hacia las sombras de la vegetación.
Si salimos de ese conjunto de rocas y piedrecitas donde a veces se suben las ranas y los sapos, veremos un recodo del río a la izquierda, cuyas aguas hacen pequeños remolinos en el claro y luego continúan más rápido, río arriba. Y, a la derecha, el río propiamente dicho. Al fondo, al frente, el Lago de Sanabria. Y las montañas, el verde de los árboles y de la espesura. No hay nadie en los alrededores, si acaso un par de bañistas cuyas voces ni se oyen. El cielo está despejado. Muy azul, muy propio de una tarde de siesta. El sol pica demasiado, e incita a bañarse. Las aguas del Lago ya no están tan frías como otros años. De vez en cuando, el zumbido pasajero de una mosca. También el de una avispa, o el de una libélula. Las libélulas pasan muy cerca de uno, volando bajo, como si fueran helicópteros en vuelo de reconocimiento. Por fortuna, no se ven tábanos. Los tábanos no sólo son feos, sino que su picadura te deja una joroba cuando te pica en la espalda. Léase de nuevo el marco, el entorno: el libro, mis manos, el cuerpo reposando en la toalla y la toalla en la roca, la vegetación, el zumbido pasajero, el calor de una tarde laborable, las aguas corriendo por entre las piedras, el Lago de Sanabria sin apenas una ola, nada de brisa, las montañas al frente, el oxígeno enriquecedor. Y el silencio. Especialmente el silencio.
Advierto el silencio como algo fuera de lo común, cuando debería ser la norma en nuestras vidas. Algo imposible, desde luego, cuando se viene del caos y la locura de las ciudades. Noto el silencio sólo cuando llevo ya unas cuantas páginas del libro. Un silencio espeso, noble, símbolo de la paz y el reposo. Un silencio en el que no caben las serenatas de los telediarios, la agonía de la felicidad, la temporada de rebajas, el tráfico, el jaleo urbano, las guerras ni el odio entre los seres humanos. Sólo la naturaleza y la vida. Un silencio sólo surcado (pero no roto, pues conviven en armonía) por el zumbido pasajero de la libélula y el rumor lejano de las aguas en su curso, río arriba. Escuchar el agua y el silencio, y luego concentrarse en la lectura, ayudado por una luz natural y sin polución, una luz a la que nada adultera. Y darse cuenta, entonces, de que eso mismo es el paraíso. O uno de los pocos paraísos posibles. La tranquilidad, el apartarse del mundo durante unos días, la naturaleza, la lectura, el agua. El silencio.

sábado, agosto 19, 2006

Paseo y bienestar (La Opinión)

Una tarde le propuse a mi primo dar un paseo por las inmediaciones de Cubelo. Pretendíamos llegar a Rabanillo, que queda al lado. Nuestra intención era alcanzar el pueblo sin ir por la carretera, o sea, yendo a través de caminos estrechos y de carreteras secundarias. Al comienzo de la corta caminata me llamó la atención un movimiento entre la maleza que bordeaba el bosque. Me detuve. Un gato rubio, flaco y somnoliento se desperezaba. Era el movimiento que yo había visto. El felino bostezó, sus ojos aún medio cerrados por el reciente sueño. Tras incorporarse, alzó el lomo, estirándose. Me puse en cuclillas e hice lo que hago siempre que topo con un gato: llamarlo. Para nuestra sorpresa, dio un breve maullido de reconocimiento y comenzó a andar hacia nosotros. Majestuosamente. Al llegar a mi pierna se detuvo y se restregó contra ella. Lo acaricié. Era un animal manso y no mal alimentado, lo cual nos indicaba que pertenecía a la casa que se levantaba a nuestras espaldas. Cruzó el camino que separaba el bosque de la vivienda y se paseó por la entrada del pequeño garaje de la casa. Aquellos eran sus dominios: el cuenco de agua, algún juguete, un lecho mullido de hierba.
Seguimos la caminata. Enfilamos por una carretera estrecha. A un lado, fincas y campos de cultivo, árboles cargados de peras y de manzanas, alguna cabaña. Al otro, chalets y propiedades envidiables: con sus verjas, sus jardines, sus chimeneas, sus fuentes, sus perros y sus gatos sesteando en aquellos lugares o rincones donde les había acometido el sopor del sueño. Pronto llegamos al pueblo. Pero antes vimos una casa construida entre los árboles, hecha de madera y remiendos. Para subir a ella creo que había una escalera. Se trataba de una casa como las que se ven en las películas de Tom Sawyer y de Tarzán y en los dibujos de los Simpsons. La casa del árbol. Magnífica y misteriosa. Tuve el deseo pasajero de volver a ser niño y de trepar por ella y jugar a indios y vaqueros. Al pie de los árboles había una especie de sofá viejo. Hasta entonces, no habíamos oído ningún ruido. Sólo silencio. Calma. Bienestar. En Rabanillo vimos casas construidas de piedra, que aguantarían vendavales, nevadas y ventiscas de invierno. Hogares recios y consistentes. Luego oímos el rumor del pueblo. Alguna reunión de vecinos, en animada charla. Viviendas, una casa rural. Más cultivos, árboles frutales, moreras. Escudriñé entre las moras, a ver si estaban ya comestibles. Sólo hallé una o dos negras, las demás eran rojas. Y, al probarlas, advertí que todavía estaban verdes. De regreso topamos con un parque infantil, con sus columpios y sus toboganes. A su alrededor crecían los rastrojos y las malas hierbas. Me pregunté por qué estaba en decadencia, y sólo se me ocurrió una posibilidad: quizá apenas quedaban niños en el pueblo, y por esa razón no merecía la pena arreglarlo. O quizá la falta de críos era lo que le proporcionaba la sensación de abandono, pues los niños insuflan vida por donde pasan. Metáfora de los pueblos, este parque. Porque se mueren.
Volvimos a ver al gato. Dio otro maullido muy educado, como un hombre que diese las buenas tardes. Palpé su lomo y la cabeza. Cuando entramos en casa me fui directamente a la cocina. Buscaba algún alimento que pudiera interesarle a un gato. Al fin vi que nos quedaba una lata de atún. Aunque a una mascota se la dé de comer fiel y puntualmente, sabemos que siempre tendrá hambre. La gula les pierde. Me agaché cerca del gato. Al abrir la lata y salir los olores del pescado, corrió hacia mi mano. Fui colocando en mi palma los trozos de atún, y los devoró con ansia. Cuando se terminó todo el contenido, se relamió satisfecho. Y yo me relamí de felicidad.

viernes, agosto 18, 2006

Mercado medieval (La Opinión)

Fuimos un par de noches a Puebla de Sanabria. Alguien nos dijo, o lo leímos en alguna parte, que se celebraba un mercado medieval. Dejamos el coche abajo y subimos por las revueltas. Los alrededores del Castillo estaban llenos de tiendas, puestos, casetas y tenderetes. El conjunto sí parecía, en efecto, medieval. Sobre todo cuando uno se adentraba en elegantes calles estrechas con casas antiguas y balcones repletos de flores despidiendo alegría y aromas frescos. O en el denominado rincón esotérico. Es el mejor mercado medieval que he visto, sin duda. La relación de las mercadurías y de los manjares que allí se venden es demasiado exhaustiva, y tal vez necesitaría dos artículos completos para enumerarlos todos. No obstante, puedo dar una idea aproximada. En el capítulo de vestimentas y objetos de adorno vimos tenderetes de sombreros, cascos y celadas, cuchillos, ajorcas, colgantes con tu nombre o con tu signo del zodíaco, vasijas, rosas de madera, inciensos varios, velas perfumadas, gominolas caseras, hierbas para infusiones y como remedio de afecciones y enfermedades, látigos de cuero, anillos, pulseras y pendientes, etcétera. En el apartado de los comestibles, vimos tenderetes con kebabs y falafel, papas arrugadas con mojo picón, crepes dulces o salados, pinchos de carne, pasteles y tartas artesanales y recién hechas, bocadillos y embutidos, etcétera. En ambas noches las calles estuvieron abarrotadas de gente. Al fin, y tras observar detenidamente aquí y allá, noté que casi todos hacemos lo mismo en estos mercados: no sabemos qué comprar, porque nos gusta todo, y al final sólo gastamos el dinero (casi todos, digo; los hay que sí compran otros artículos) en los puestos de comida y bebida. Es en esas casetas donde se observa a los mirones consumir, donde el dinero cambia de manos con facilidad y rapidez.
La primera noche gastamos el dinero en tartas. En tres tartas: de queso, de limón y almendras, de chocolate. Admito que, cuando me llevé a los labios una porción de chocolate en bruto, casi derramo lágrimas de gozo. Creo que el puesto se llamaba "El Rincón de Ana", aunque podría estar equivocado y la memoria puede haberme jugado una mala pasada. La primera noche también cenamos en La Cartería. Yo ya había comido allí, antaño, cuando me invitaron a participar en la Feria del Libro. Y se come muy bien, a fe. Pedimos un revuelto de gambas y setas para todos y, para cada uno, una trucha sanabresa, frita con jamón y almendras. Una trucha que no se la saltaría un gitano. Fina, deliciosa. Me dieron ganas de comerme hasta las raspas, para aprovechar todo el manjar. No lo hice de chiripa. Salimos de allí contentos, cenados por un precio razonable. La segunda noche probamos los pinchos, las crepes y las papas. Demasiado caros, los pinchos. Esa segunda vez coincidimos con un espectáculo de actores, música, fuego y dramaturgia. En ambas noches me encontré a gente conocida. A uno de mis primos, que lleva desde el uno de julio en Sanabria: para él aquello es como estar en la gloria, y no le falta razón. Me encontré a numerosos amigos a los que hacía tiempo no veía y me alegré de saludarlos.
Caminando por esas calles engalanadas uno se notaba extraño con sus ropas contemporáneas. Porque los mercaderes vestían túnicas, sandalias de cuero, gorros y capas. También vi seis burros en fila india. Atados con cuerdas, quietos y pacientes. Me acerqué a ellos sin tocarlos, sin molestarlos. Sólo para observar sus expresiones, su majestuosidad esclava, su mansedumbre, sus miradas bonachonas. Los seis eran guapos, pero el último de todos era el mejor. Un burro fascinante.

jueves, agosto 17, 2006

Depende de ti (La Opinión)

Pasé cuatro días y medio en Sanabria. Alguna gente de Zamora (poca, no obstante) tiene una idea equivocada de lo que significa Sanabria. Quiero decir que, si uno dice que se va a pasar el fin de semana por allí, inmediatamente hay personas que evocan esto: dos playas atestadas de bañistas, bosques saturados de domingueros, pueblos invadidos de turistas y de guiris. Pero eso es sólo una parte minúscula, porque es obvio que un par de playas se saturan y que los domingueros son una plaga que cae en día de fiesta y que muchos turistas y guiris recorren las calles de los pueblos, pero uno debe saber buscarse la vida para no encontrarse a esos domingueros y turistas. Y no es difícil. Basta con averiguar por cuenta propia en qué recodos del Lago de Sanabria o del río Tera no suele haber gente. Basta con encontrar los rincones boscosos de acceso complicado, a donde no lleguen por vagancia las familias de domingo. Basta con aventurarse por los pueblos menos transitados o menos conocidos, y recorrerlos en las horas de la siesta, cuando nadie más los recorre, salvo los perros y los gatos con el sueño aún en la mirada.
Por otro lado, esa parte mínima o minúscula que tanto detestamos todos es esencial para la supervivencia de la comarca: es lo que da de comer a la gente que vive allí, lo que mantiene aún en pie los negocios, las casas rurales y las hospederías. Es necesaria. Es su combustible de verano. Por dicha razón no hay que ponerse enfermo con los domingueros, sino simplemente evitarlos, huir de ellos. El problema es que manchan mucho. Una tarde subimos a la Laguna de Peces y me topé, entre la maleza, con envoltorios de una merienda: bolsas, latas, plásticos de salchichas de Frankfurt. Como para partirles la cara a los responsables. A veces, en los alrededores del Tera, nos metíamos en el bosque (no en la parte de difícil acceso, sino al lado de los caminos), de paso, y encontrábamos réplicas de la Familia Telerín: padre, madre, hijos, la abuela, los primos, los nietos, la suegra, el tío, el copón bendito. Colocan veinte sillas plegables y una mesa gigante, se sientan alrededor y pasan la tarde del mismo modo que la pasarían en casa, con el televisor al fondo. Manchan demasiado y meten mucho ruido. Son un estorbo, y la única ventaja es que, con suerte, luego van a cenar a Puebla y se gastan los cuartos por allí. Creo sinceramente que la fauna de los bosques teme más a los domingueros que a los cazadores. Estos últimos les procuran una muerte rápida, pero los primeros les dan una muerte lenta y dolorosa: estropean el medio ambiente.
Para alguna gente, ya digo, muy poca, es lo que Sanabria significa. Para mí, sin embargo, y para otras personas, significa reposo, oxígeno, sosiego, aguas limpias como espejos, cielos exquisitos y puestas de sol inolvidables, valles y montañas verdes, villas recoletas y embrujadas de belleza, paisajes que nunca serán bien reflejados en una postal porque hay que sentirlos, contemplarlos y olerlos, noches heladas y muy claras. La comarca puede ser una aventura, o una excursión, o un tiempo de descanso, o un festivo con domingueros, o un espacio sin gente y sin ruidos, o un contacto espiritual y físico con la naturaleza. Puede ser lo que tú quieras o necesites. Depende de ti. Tú eliges. Nosotros elegimos caminar por entre las piedras del Tera, tender las toallas en grandes rocas casi inaccesibles, bañarnos en sitios poco transitados, meternos en los rápidos una y otra vez y salir de ellos con el cuerpo repleto de medallas (raspones, cortes, golpes). Compramos vituallas en Zamora, para ahorrar, y la carne y la panceta en Sanabria, en "Los Rochi". Cuatro días de paz. Depende de ti.

miércoles, agosto 16, 2006

Se escurren de los dedos (La Opinión)

La última vez que The Rolling Stones tocaron en Gijón no pude ir, al final. Este año compré la entrada para su directo en Madrid. Los precios eran abusivos, pero tenía ante las manos otra oportunidad de ver a mi grupo favorito. Aquello suponía conectarse a la red temprano, y ser rápido con las teclas y con los trámites; reservarlas antes de que se agotaran. Cuando Keith Richards, niño rebelde y viejo, se subió a un cocotero y casi se parte la cabeza, se aplazaron los conciertos de Madrid y Barcelona. Luego los cancelaron definitivamente y nos devolvieron el dinero. Anduve un tiempo detrás de las entradas para Valladolid. Al final me consiguieron unas localidades, también muy caras. Unas horas antes del concierto de Valladolid, previsto para el lunes pasado, en el telediario de sobremesa anunciaron la laringitis de Mick Jagger tras tocar en Portugal, donde al parecer había cogido frío a la garganta. La noticia me pilló en Sanabria. Pronto el teléfono comenzó a sonar: me llamaron amigos y familiares, o me escribieron mensajes, para avisarme de la cancelación. Sabían, supongo, que no suelo ver mucho la tele, y aún menos en Sanabria, donde a veces la enciendo como ruido de fondo, pero no sigo su soniquete. A todos se lo agradezco.
Con esta noticia el día quedó arruinado. Durante la tarde me sentí como un hombre atrapado en un pozo: cuando logra escalar casi hasta el borde, sus dedos resbalan y sus uñas se rompen y cae otra vez al fondo, pero lo vuelve a intentar una y otra vez. Pues así me he sentido con la persecución de esta banda de rock, la mejor que ha pisado el planeta, y a cuyos directos no consigo asistir. No obstante, en España hay mala suerte con sus espectáculos: ya han cancelado varias veces sus citas, por unos y otros motivos. No dejo de pensar, no dejé de pensar durante todo el lunes, que en realidad no es tan raro: la gira mundial de este año incluye tantos países y ciudades que no sé cómo son capaces de soportarlo. Tengo amigos músicos y sé que las giras suelen ser duras. Hay discusiones entre los miembros del grupo, deben soportar los continuos viajes y los acosos de la prensa, tienen que afrontar la posibilidad de que cualquiera de ellos enferme o se accidente, deben ensayar siempre y dar lo mejor de sí mismos en cada cita con el público. Acaban cansados, hartos, exhaustos. Sin embargo el público cree, creemos, que los músicos son dioses, que son invulnerables, que no sufren ni contraen virus ni se indisponen. Los hemos subido a altares de los que no admitimos que puedan bajar. Creemos que son inmortales, hechos de roca. Lo asumo, pues. Asumo que un grupo con tantos años a la espalda y con una gira mundial tan completa pueda fallar. Lo que no puedo perdonarles es que lo anuncien tan sólo unas horas antes del concierto, cuando la gente que ha comprado las entradas se ha desplazado hasta allí, ha invertido sus últimos ahorros, ha reservado habitaciones y sueña con ese día. Sí, pueden devolvernos el dinero de la entrada (no de los desplazamientos o de las habitaciones de hotel y las pensiones), pero, ¿quién nos devolverá la ilusión perdida?
Desilusionado, escribo esto en Sanabria. Unas horas antes de volver a Zamora. Lo escribo en un ordenador portátil, en la cocina de una casa de Cubelo. El sol se filtra por la ventana y alumbra el banco de madera sobre el que estoy sentado. Afuera, sólo se escucha el piar de un pájaro. De vez en cuando se cuela alguna avispa y me molesta, interrumpe mi tarea. Me asomo y veo el bosque, ahí mismo, a unos metros. Una mañana cálida, aire puro, ausencia de ruido, paz. Durante el puente he sorbido aquí el paraíso, y Sanabria será el tema de mis próximos tres o cuatro artículos.

martes, agosto 15, 2006

Libro: Fotocopias, de John Berger


Si alguien no ha leído aún un libro de John Berger, que lo haga inmediatamente. La escritura de Berger se parece mucho al sosiego, a los paisajes coloridos y silenciosos, a esos instantes de luz que nos hacen agradable la vida. También es pintor, fotógrafo, poeta y no sé cuántas cosas más. Por eso, cuando pinta parece que escribe y cuando escribe parece que pinta. Sus textos son como bodegones de varias dimensiones en los que va describiendo olores, colores, sonidos, ambientes, detalles. Berger viaja, conversa con la gente, observa y escucha. Se fija en las personas, en los animales, en las flores, en los cafés, en los objetos cotidianos. Recoge las historias que otros, durante sus viajes por Europa, le cuentan. En Fotocopias reúne veintinueve retratos o instantáneas, con títulos y descripciones muy propios de la pintura: Mujer con un perro en el regazo, Hombre mendigando en el metro, Paisajes iluminados con bombillas, Una casa en las montañas sabinas, Dos gatas en una cesta, etc. Imprescindible.

Disculpas


Llevo en Sanabria desde el viernes por la mañana. Por problemas técnicos no he tenido la conexión a internet que necesitaba hasta hoy, martes, justo cuando me voy a Zamora. No he podido, pues, actualizar este blog ni mirar el correo electrónico. Menos mal que había dejado unos cuantos artículos hechos, en previsión. Por todo ello pido disculpas.

Algunas especies de playa (La Opinión)

Camina erguido por la orilla. Gasta un bañador negro, diminuto y ceñido, marcando paquetón o paquetín, que esto es cosa que uno se abstiene de indagar. Lleva puestas unas gafas de sol de patrullero yanqui, que le ocultan medio semblante. La piel está bronceada, pero uno duda si ha tomado mucho el sol o si ha tomado mucho la lámpara, que todo podría ser. Se ha dejado una cabellera que le crece más hacia arriba y hacia los lados que hacia los hombros, como si fuera afro, pero en realidad se parece al cabezón que enseñaba el risueño y horterilla David Hasselhoff en “El coche fantástico” y en “Los vigilantes de la playa”. De hecho, el fulano que pasea el bronceado, las gafotas y el pelucón se parece sospechosamente a Michael Knight, pero resulta menos risueño. Anda por la orilla igual que un torero en plena faena y en su jeta brilla un amago de sonrisa, torcida la comisura derecha de la boca, esa sonrisa que se pretende de tahúr venido a menos y de sinvergüenza simpático. Camina solitario y tiene toda la pinta de tipo que alguna vez se ligó a una o dos mujerzuelas de su barrio y aquello le hizo creer que es el rey de la fiesta, el amo de la playa, el chulo de la orilla, el príncipe de las camas. Lo que no sospecha es que mucha gente se ríe de su estampa cuando ha pasado ya, meneando el torso y sacando culo de pollo.
No camina, prefiere estar parado y observar el horizonte y a las chicas. Tendrá, lo menos, cien años, y es una maravilla que aún se sostenga en pie y cuente con el valor de ir casi desnudo. Lo mismo que el anterior, que el tipo del primer párrafo, utiliza un bañador negro y diminuto, casi más pequeño que el que se ponen las chavalas de veinte años. Marcando, ibéricamente, casposamente, anacrónicamente (porque estas piezas de tela las llevábamos los hombres y los niños a finales de los años setenta y en los ochenta, pero ya no, la moda ha cambiado, por fortuna). Es más: uno se atrevería a decir que este hombre de cien tacos y gafas de sol y bañador de crío es el futuro playero que le espera al otro, al del primer párrafo. Es el mismo tipo, en realidad, pero con sesenta años más encima. La arrogancia es la misma, y también la certeza de que es el amo ligón de las playas. Pero los pellejos han caído a ambos lados, y se le derraman unos michelines flacos y unas arrugas morenas, y se ha dejado crecer un mostacho largo y algo curvo, con lo cual ya se parece, físicamente, al personaje que interpreta Eduardo Gómez en “Aquí no hay quien viva”, o sea, el padre cachondo del portero. Dicho sea de paso que me divierten mucho el actor y su personaje. El joven y el viejo de la playa son el mismo fulano en distintas etapas de su vida. Si se encontraran de frente uno conocería su futuro y el otro recordaría su pasado.
A veces se les ve cerca, a unos metros uno del otro, y uno entonces comprende que los extremos nunca fueron buenos: el tipo más cachas de la playa y el individuo más gordo de la ciudad. El primero tiene músculos en lugares en los que uno no sospechaba que hubiera músculos, dejando al aire un cuerpo antinatural y similar al de los culturistas que ganan premios. Lleva un tatuaje en el cogote y tiene el cogote tan grande que podría servir para que los niños jugaran al frontón. De cuello para abajo se parece a Schwarzenegger y de cuello para arriba se parece a Zaplana, pero a un Zaplana sin dinero, más joven y mejor peinado. El segundo es tan voluminoso que apenas logra levantarse de la arena y, cuando lo hace, deben ayudarle, le cuesta horrores. Utiliza, porque no queda otro remedio, una carpa de circo como bañador. Cuando uno los ve próximos uno al otro sabe que los extremos son malos.

Un drama de terror (La Opinión)

Cuando aún vivía en Zamora, y antes de tener reproductor de dvd en el pc, cogía algunas películas de vídeo en la Biblioteca Pública, uno de los edificios públicos mejor surtidos de discos y de libros. En una de esas ocasiones elegí “Réquiem por un sueño”, de Darren Aronofsky, que en mi ciudad no llegó a estrenarse. La vi doblada, algo que no me entusiasma aunque puedo soportarlo. No obstante, la película me gustó por varios motivos: la extraña visión de su director y sus retorcidos planos, el trabajo de los protagonistas (Jared Leto, Jennifer Connelly, Marlon Wayans y una Ellen Burstyn que debió ganar el Oscar al que estaba nominada y que, sin embargo, se llevó Julia Roberts por su papel en “Erin Brockovich”), el argumento y el guión en el que había colaborado el autor de la novela en la que se inspira, o sea, Hubert Selby jr. Dije una vez que no comprendo por qué casi todas las obras de Selby continúan inéditas en castellano. Quizá porque “Réquiem…”, la película, no tuvo éxito en las taquillas (pero sí entre la crítica y entre cierta minoría que la ha encumbrado, con razón, a la categoría de filme de culto). De haberlo tenido, probablemente hubieran inundado el mercado editorial con sus obras y nos hubieran abrasado, como hicieron con otros escritores cuyas adaptaciones y biopics triunfaron, caso de Truman Capote o C. S. Lewis, muy de moda ahora por sus “Crónicas de Narnia”.
Pero volvamos a “Réquiem por un sueño”: en su momento me gustó. Pero no estaba preparado para tanto dolor, para tanta amargura y para tanto sufrimiento: me dejó hecho fosfatina. La otra tarde decidí alquilar una copia en dvd. Quería verla en versión original subtitulada y necesitaba conocer la entrevista a Selby, incluida en el apartado de contenidos extras. Esta vez, ya preparado para el triste destino de los personajes, no sufrí tanto y me concentré más en los diálogos y en los modos narrativos de Aronofsky. Y me ha fascinado. Nos cuenta el devenir de cuatro personas. Un chico blanco y su colega negro, capaces de cualquier cosa con tal de conseguir dinero para drogarse. La novia del primero, que llega al punto de prostituir su cuerpo a cambio de un chute. Y la madre del blanco, quizá el personaje más desgarrador: una mujer solitaria y enganchada a la televisión y al café que, con la promesa de que participará en su show favorito, previamente se somete a un severo régimen de adelgazamiento para entrar en el vestido rojo que ha escogido para acudir a la tele y ser famosa; un doctor le recomienda pastillas para adelgazar y termina convertida en adicta a las anfetaminas.
El retrato de Selby jr. y de Aronofsky es, insisto, desgarrador. Cada personaje pretende alcanzar un sueño, sea salir en televisión, ganar dinero o ser feliz, y pagará un alto precio por intentar conseguirlo. La película representa lo que solemos llamar un descenso a los infiernos. Explica lo que alguien puede llegar a hacer para alimentar su adicción. Por ejemplo, las primeras escenas del filme, en las que el protagonista roba la tele de su madre y la lleva a una casa de empeños, para sacar algo de pasta y poder meterse una raya o un pico con su colega. Lo de Selby era el análisis del sufrimiento, del dolor del mundo, como explica en la entrevista y demostraba en “Última salida para Brooklyn”. Es “Réquiem por un sueño” una de esas películas que deberían poner en clase, en los colegios y en los institutos. No porque sea un alegato contra las drogas, sino porque muestra sin tapujos hacia qué abismos podemos despeñarnos si no controlamos nuestras adicciones y en qué nos convertimos si cedemos a sus caprichos. Es un drama, pero también un filme de terror.

Dos noches en un camping (La Opinión)

Contaba unos días atrás que no tuve otro remedio que alojarme en un camping durante un par de noches. Acampar es un ejercicio que uno soporta bien en la niñez y en la adolescencia, pero que a medida que va cumpliendo años ya no le gusta tanto, no le entusiasma esa emoción de las primeras veces y su cuerpo comienza a resentirse. A los quince años uno se ve capaz de soportar cualquier cosa: dolores de cuello, nudos en la espalda, la vigilia y el trasnoche, la incomodidad propia de dormitar entre hierbas e insectos que se cuelan en la tienda y otros males de la acampada. Todo eso de plantar la tienda y echarse a dormir escuchando los rumores de la naturaleza tiene su hálito aventurero, no lo niego, pero con los años nos volvemos más exquisitos y estamos menos dispuestos a someternos al calvario que supone introducirse en un saco y en una tienda. El camping en el que estuve es uno de los mejores que conozco, y no obstante terminé hasta el gorro. Se entenderá mejor si cuento cuatro cosas.
Primera noche. Aunque el citado camping ofrece extensiones de hierba sin agujeros en el terreno y sin ondulaciones y sin raíces de árboles que se le claven a uno en los omoplatos, no es agradable dormir sin nada mullido bajo la espalda. Así pues, compramos un colchón, lo hinchamos y lo metimos en la tienda. Estaba a salvo de los nudos y pinzamientos en la espalda. Pero no advertí que, aunque el torso esté a gusto, la cabeza necesita su almohada. Y lo peor que uno puede hacer en esos casos es precisamente lo que hice: dar forma a una toalla de baño para que pareciese una almohada. Lo cual provoca, a la mañana siguiente, unos dolores brutales de cuello y unos retortijones que no recomendaría ni a mis enemigos. En otras ocasiones he probado a dormir con la cabeza sobre ropa metida en una bolsa, sobre una mochila, sobre un macuto, sobre un cojín. Pero nada puede sustituir a la almohada. Y ahí no acaba el suplicio. Me acosté en torno a las cuatro de la madrugada, más o menos. Como no había llevado saco de dormir, creyendo que las noches no serían muy frías (y olvidando las temperaturas nocturnas de otros años), me desperté congelado. Ni siquiera la delgada manta en la que me había envuelto servía para mitigar el fresco, así que quité la toalla de debajo de mi cabeza y me tapé con ella. Sí, eso mismo significa: que el cuello me quedó peor de lo previsto. Un poco después tuve que soportar el concierto de los animales: unos perros comenzaron a ladrar, y de ahí pasaron a los aullidos, y a ellos se sumó un gallo, un gallo cantarín y tan pelmazo como cualquier otro gallo. Al amanecer el sol empezó a torturarme, y al poco pasó un camión de la basura, con su estruendo de monstruo con ruedas y boca dentada (allí limpian los contenedores por la mañana, temprano). Serían las ocho o las nueve cuando los campistas de alrededor se levantaron y se pusieron a hablar. Nunca he entendido esa costumbre: despertarse en un camping y, en vez de irse a aprovechar el día, quedarse a conversar junto a la tienda. Y el calor apretaba tanto que decidí huir de allí.
Segunda noche. Me acosté mucho más tarde, y vestido, para no helarme, y quizá por el sueño acumulado y el cansancio no oí el concierto de los animales de “Rebelión en la granja”. Pero a las diez de la mañana noté que el sol machacaba la tienda, y que dentro hacía tanto calor que resultaba imposible respirar. Para colmo, a los gaiteros alojados en las cabañas del camping les dio por tocar sus instrumentos, y no hay nada más nocivo para un tipo que se muere de sueño que oír un espectáculo de gaitas. Sueño, dolores, insectos, frío, calor, ruidos. Lo mío no es el camping.

"Empire Falls" (La Opinión)

Quizá al lector le suene el nombre de Richard Russo por la adaptación que Robert Benton dirigió de su novela “Ni un pelo de tonto”, cuyo papel principal fue a manos de Paul Newman, en una de las mejores interpretaciones de los últimos años. Hace cinco años Russo publicó “Empire Falls”, la que probablemente sea su obra más conocida. Yo la compré en edición de bolsillo, y en unos días la he leído y he visto también la miniserie de televisión que rodaron el año pasado: dos capítulos que, en total, suman unas tres horas y cuarto de metraje.
“Empire Falls”, la novela, en la edición de bolsillo de España, es un tocho de quinientas ochenta y tres páginas. Pero su extensión no comporta ningún problema: la escribe un narrador americano, lo que ya es una garantía, un narrador muy perspicaz y dotado para la creación e introspección de personajes. Russo no sólo nos cuenta la existencia de un pueblo que ha dejado de ser próspero y en el que sus habitantes viven su rutina con cierta esperanza de que alguna vez las cosas vuelvan a cambiar, sino que nos revela todo cuanto atañe a sus criaturas: su pasado, su presente, sus sueños, sus secretos, sus deseos, sus frustraciones, sus manías y sus hábitos. Explicar el argumento en pocas palabras es una tarea difícil porque se trata de una de esas novelas que cuentan varias historias cruzadas. Pero podemos centrarnos para dar una idea aproximada: el protagonista es Miles Roby, un hombre de cuarenta años que empezó saliendo del pueblo para completar sus estudios en la universidad pero volvió a casa cuando su madre agonizaba en el lecho. Roby aceptó un trabajo en el Empire Grill y ahora ve cómo se ha convertido en quien no quería ser: se ha quedado en el pueblo, tiene una hija, una mujer que espera el divorcio, un amor juvenil al que nunca se atrevió a abordar. A su alrededor la gente trata de abrirle los ojos: al quedarse en Empire Falls frustró los planes de futuro que su madre gestaba para él. Miles vive bajo los deseos y las órdenes de la mujer rica y viuda que posee y controla medio pueblo. Y Miles sabe que algún día deberá hacer frente a todo y cambiar el rumbo de los acontecimientos. La novela trata numerosos temas, acaso más comprensibles para quienes hemos vivido en pueblos o en ciudades pequeñas: los tipos que crecieron juntos pero no se aguantan, los hijos de cada uno, que empiezan a salir entre ellos, los vecinos agradables y los vecinos insoportables, los rostros que uno se alegra de ver a diario y los caretos diarios que detesta, la posibilidad frustrada de haber escogido otro camino. El río se convierte en poderosa metáfora; al río no se le puede controlar, termina yendo a donde debe y no a donde queremos que vaya, y lo mismo ocurre con las personas, a las que la vida y el destino acaban poniendo en el lugar donde les corresponde.
“Empire Falls”, la serie, contiene dos capítulos muy fieles a la novela. Russo, además, es su guionista. La serie ha ganado varios premios, entre ellos algunos Globos de Oro, y uno no entiende cómo ninguna cadena de televisión la ha comprado en España. La música, la puesta en escena, el montaje, la fotografía, todo es magnífico, pero destaca su reparto, que hará las delicias de los cinéfilos: Ed Harris, Paul Newman, Joanne Woodward, Helen Hunt, Philip Seymour Hoffman, Aidan Quinn, Robin Wright Penn, Dennis Farina, Theresa Russell, William Fichtner, Estelle Parsons. Soberbios están Woodward y Newman. Y Newman, con un papel breve y secundario, es capaz de comerse él solo a los demás actores. Cada vez que aparece en escena, corrobora uno que está ante un maestro. Uno de los más grandes. Un dios del celuloide.

Casetas y animación (La Opinión)

Antes de venir a pasar unos días a la tierra decidí conocer un poco las fiestas del barrio en el que vivo, o sea, de Lavapiés. Porque esta semana van seguidas, encadenadas unas con otras, las Fiestas de San Cayetano, las de San Lorenzo y las de la Virgen de la Paloma. El lunes, caminando por la zona, escuché los tambores de una de esas procesiones callejeras; creo que se trataba de la de San Cayetano, pero sólo me interesan los desfiles de la Semana Santa de mi ciudad natal (y no todos), de modo que ni siquiera quise acercarme. Una tarde, pues, me junté con algunos de mis amigos zamoranos y decidimos tomar algo por allí.
Aquel día no había mucho contenido en el programa de fiestas. Bastaba con meterse en la calle Argumosa, que cae junto a la salida del metro, y apostarse en las casetas y en las terrazas colocadas para la ocasión. En realidad no vimos gran cosa, aparte de esos puestos y los banderines y la iluminación festiva, pero bastaba para que hubiera más animación y más gente que en cualquier otra fiesta popular. Había feriantes en esas instalaciones de varios metros de altura que incluyen bingo, muñecos de peluche y regalos. Y puestos de tiro, para ganar figuras de trapo, balones y juguetes. Había pequeñas barracas donde despachaban mazorcas de maíz asado, algodón de azúcar, perritos calientes, hamburguesas, patatas fritas, kebabs a módico precio, gofres y encurtidos. Y kilométricas casetas donde servían de todo: vino, cerveza, sangría, calimocho, mojitos, patatas bravas, gallinejas y entresijos, chorizo y lomo a la plancha, morcilla de Burgos, panceta, queso, pinchos morunos, salchichas, tortilla de patatas, pimientos, pan tumaca, fritura de pescado, sardinas asadas, calamares, pan payés. Casi todos los productos eran ibéricos, pero quienes trabajaban eran los inmigrantes, en su mayoría sudamericanos e hindúes. Estas casetas disponen de terrazas a su alrededor, para que la gente se siente allí a beber y a comer lo que ha pedido, y contienen una ventaja y un inconveniente. La ventaja es que, en las sillas colocadas frente al mostrador principal, se encuentra uno confortable, a merced de la brisa y viendo pasar al personal. El inconveniente es que, en las sillas colocadas en la parte posterior de la caseta, huele a los aceites empleados en la plancha y en las sartenes, y el humo se le prende a uno en el pelo y en la ropa y se le mete tanto en las narices que marea; un olor a fritanga que tira para atrás. Lo sé porque nosotros estuvimos en ambas terrazas.
Otro aspecto curioso fue la cantidad de pan que servían con cada pedido. Encargamos un par de raciones y varios pinchos morunos. Cada ración incluía casi una barra de pan entera y sin cortar. Y cada pincho incluía otra barra de pan. Al poco tuvimos la mesa repleta de pan, mucho más del que pueda haber comido yo en lo que llevamos de año (no sé si habré exagerado un poco, creo que no). La calle, mientras comíamos y bebíamos, fue llenándose de transeúntes de todo pelaje, raza y condición. Una mezcla de culturas, de costumbres y de colores de piel, o sea, como suelo ver a diario, pero a lo bestia. El problema de estas fiestas (las de San Lorenzo), según he sabido, es el siguiente: sólo se celebran en la calle Argumosa, y el Ayuntamiento no hace nada, salvo poner las luces que van de cornisa a cornisa y dejar el negocio en manos de los feriantes. Lo cual constituye demasiada concentración en un mismo sitio, demasiado ruido y olor para los mismos vecinos y, además, hay escasez de eventos. Distintas son las otras fiestas, aunque también se celebran por las inmediaciones del barrio. A mí me entusiasmó el ambiente.

jueves, agosto 10, 2006

De bares con David González (La Opinión)

Quedamos el sábado por la tarde con David González, cuyo último libro “Reza lo que sepas” no me cansaré de recomendar. Nos vimos en una plaza, creo que se llama Plaza del Marqués, justo donde se levanta el monumento a Don Pelayo. Dicho enclave, y en general toda la ciudad de Gijón, bullía de gente. En las terrazas, por las calles, en los bares, en la playa. Una atmósfera festiva y entusiasta que acompañaba al buen tiempo. Guiados por el poeta recorrimos algunos lugares emblemáticos de su bitácora y de sus poemas: el garito en el que presta libros a un camarero y éste, a cambio, le invita a las cervezas; el bar donde hay una serpiente en su terrario o, mejor dicho, había una serpiente, pues se ha escapado, con lo cual me evité la posibilidad y el mal trago de verla engullir algún ratoncillo vivo; los dos muros frente a los dos bares, que aparecen en el poema “Berlín” de su libro “Ley de vida”; el barrio en el que vive; el pub que regenta su chica. En uno de esos lugares, frente a uno de los muros, nos recomendó que cenáramos sardinas, las mejores de todo Gijón, según él, y desde luego me lo creo: eran sardinas más largas que mis manos, que los cocineros asan sin despojarlas de las tripas ni de la cabeza, y que uno podría comer hasta empacharse y reventar; unas sardinas elegantes, hermosas, sabrosísimas, macizas, que alimentan incluso el alma. A partir de ahí empezamos a pedir sidra en los restaurantes y bares de tapeo. Nos enseñó (yo no lo sabía y tampoco lo imaginaba) que la sidra no es buena en todos los garitos y que, en algunas tabernas, la que sirven es el equivalente al garrafón o al vino barato. La resaca del día siguiente, claro, fue histórica.
Con David pude hablar de literatura. De los escritores que nos gustan y de los que nos desagradan. Hablamos de Hubert Selby jr., sin entender ninguno de los dos el motivo de que en España sólo hayan traducido dos de sus libros: “Última salida para Brooklyn” y “El demonio”, éste editado en los ochenta y hoy agotado. De Raymond Carver, de Tobias Wolf, de John Fante y su preciosa novela “La hermandad de la uva”. Hablamos de las diferencias entre los escritores norteamericanos y los escritores españoles, de lo mal que funciona el mercado editorial en este país y de los chanchullos de los suplementos culturales, vendidos siempre al mejor postor. Hablamos de cómo el circo literario y comercial está en manos de unos pocos que se reparten el pastel y se hacen la pelota mutuamente o se regalan premios. Y de esos autores ibéricos capaces de publicar dos o más libros al año, con el tiempo y el esfuerzo que supone cada obra, y conjeturamos dos posibles soluciones: o se los escriben negros o no tienen tiempo para cepillarse a la mujer (yo apostaba por esta opción). La madrugada fue volviéndose borrosa a medida que nos servían la sidra o la escanciaban él y mis amigos. Me presentó al jovencísimo escritor Miguel Barrero, quien el año pasado publicó su primera novela, “Espejo”, en Krk Ediciones, quienes editaron otro libro que compré hace unos meses y me gustó: “Lavapiés ultramarinos”, de Pérez-Rasilla.
Para mí supuso una noche inolvidable: amigos, diálogos sobre literatura, calles con buen ambiente, botellas de sidra, anécdotas e historias de muy diverso pelaje. David resultó ser, en persona, lo que ya anticipaban sus escritos: un tipo que se ha hecho a sí mismo, un hombre culto y de gozosa conversación, un cicerone amable y de rápidos reflejos. Me encanta su obra porque, en su germen y en su desarrollo, posee lo que les falta a tantos escritores actuales: vida. Vida, autenticidad, experiencia. Cada página respira por sí misma. Si no me creen, hagan la prueba.

Libro: Privado, de Vicente Muñoz Álvarez


Los sueños rotos, los malos tragos, el tiempo perdido, los caminos que no escogimos, las vidas paralelas que pudimos vivir, la batalla y la derrota, la poesía como único refugio, la dificultad de mantenerse vivo y en pie, y también la rutina de los días configuran los poemas del último libro, espléndido, de Vicente Muñoz. Es el primero que leo, pero desde luego no será el último.

miércoles, agosto 09, 2006

Gijón (La Opinión)

Gijón, la ciudad donde pasé el fin de semana, ha sido siempre para mí una antesala del paraíso. Si alguien la menciona, o simplemente me viene a la memoria su nombre, evoco un mar picado de olas, el vuelo casi irreal de las gaviotas, pastos verdes envueltos en adorables jirones de niebla, humedad repleta de aromas a salitre y a sidra derramada, las vistas azules, glaucas y grises del cerro de Cimadevilla (azules por el océano, glaucas por la hierba, grises por los cielos nublados), el sabor del pastel de cabracho, de las parrochas y del queso de cabrales servido con rodajas de manzana y unas gotas de miel, camareros que escancian la bebida sin mirar al vaso y a la botella, las calles próximas al Paseo Marítimo, la vista del puerto que es, para el ojo, como un blues para el oído. Gijón ofrece, además, otras ventajas: es pequeña y acogedora y, gozando de su ubicación en la costa, aún no está lastrada por los excesos urbanísticos de ciudades como Benidorm. Muchas personas dicen que Zamora es el sitio ideal para vivir. Yo añadiría que le falta el Cantábrico bañándola.
Llegamos el viernes por la noche, demasiado tarde para cenar en los restaurantes y demasiado tarde para que los bares del entorno de la Plaza Mayor nos sirvieran sus tapas y raciones. La solución fue meterse en un diminuto local del Paseo Marítimo, donde ya habíamos cenado en las madrugadas de otros veranos, y comprar bocadillos de escalopines al cabrales, muy suculentos y alimenticios. Los garitos de sidra ya cerraban, pero contamos con la suerte de topar con una taberna cuyo camarero tuvo la amabilidad de ponernos unas botellas para entonar el gaznate. Proliferaban las despedidas de soltero y abundaban los visitantes y los viajeros. Corría la brisa, la piel notaba el relente de la noche, pero aquello fue un alivio, tras un mes y pico sudando en Madrid. Porque en Madrid, en verano, se suda durante veinticuatro horas al día. Aquel aire fresco supuso un respiro y nos trajo la bendición de no empapar la camiseta.
La playa, a la mañana siguiente, estaba abarrotada de gente. Aún más por el hecho de que, cuando pusimos los pies en la arena, la marea había subido, dejando apenas unos metros de playa seca donde se apilaban las toallas, los cuerpos y las sombrillas. Como no me entusiasman las aglomeraciones, y menos aún en la playa, me pasé casi todo el tiempo en el agua, un agua fría y saludable aunque saturada de algas. El domingo, además de volver a bañarnos y de contemplar el horizonte luminoso y erizado de velas, vimos las acrobacias de las avionetas y de los paracaidistas que descendían, como muñecos de trapo o de juguete, sobre los bañistas. Aviones que realizaban piruetas, que hacían un vuelo bajo y atronador, que dejaban una estela de rizos blancos en el aire. Vimos a los gaiteros y escuchamos su sinfonía, y observamos algunos bailes folclóricos, y comimos todos los manjares que he citado al principio y algunos más: calamares con limón, chorizo a la sidra, entrecot con langostinos al jerez, quesos variados, navajas a la plancha, fabes con almejas. El punto y final lo dimos en el Cerro de Santa Catalina, en el barrio de Cimadevilla, en domingo por la tarde, muy cerca de la escultura de Chillida “Elogio del horizonte”, que al parecer los asturianos bautizaron también como “El Váter de King-Kong”, sobre la hierba, echados en la ladera y mirando el cielo y el mar, escuchando la música del aire y del agua, satisfechos de la visita. Lo mejor de todo, no obstante, fue la noche del sábado, que pasamos recorriendo los bares en compañía de David González, amigo y poeta con magníficas dotes de anfitrión y cicerone. Pero eso lo escribo ya mañana.

martes, agosto 08, 2006

Jim Thompson


Continúan reeditando a ese grandísimo escritor que fue Jim Thompson. Suyas son las novelas La huida, 1280 almas o Los timadores. Acaba de aparecer Un cuchillo en la mirada. Sin embargo, todavía falta su mejor obra (junto a 1280 almas): El asesino dentro de mí. La leí hace años, gracias al préstamo de la Biblioteca Pública de Zamora. Su protagonista inspiró a uno de mis personajes, canallesco él. El día en que la reediten, la compraré y, desde luego, volveré a leerla. Rezo para que la espera no sea larga.

Cambiar de aires (La Opinión)

El fin de semana pasado unos cuantos zamoranos residentes en Madrid nos propusimos salir de la ciudad. Escapar de la capital, pues durante los meses de julio y agosto es difícil no agobiarse por culpa de la mezcla de calor y polución. Y queríamos playa, pero se conoce que es lo mismo que buscaba toda España. Nuestra primera intención era pasar el fin de semana en Gijón, que hacía años que no visitábamos (antaño, cuando vivíamos en Zamora, nos acostumbramos a ir todos los veranos). Mis amigos intentaron reservar un par de cabañas en el Camping Deva. Fue imposible. Estaba todo reservado hasta el próximo mes. Llamaron a pensiones, hostales, casas rurales y campings con cabañas, y no sólo de Gijón: también de Santander, de San Sebastián y, en general, de casi todo el norte de España. Y no había manera.
A esas alturas, cuando se espera salir de la ciudad y no se encuentra sitio en ninguna parte del norte, uno empieza a desesperarse, empieza a sentir la comezón de la impotencia y cierta claustrofobia urbana. Tampoco quería adelantar los planes del resto de agosto: pasar unos días en Zamora y otros en Sanabria. Nos planteamos incluso ir a alguna casa rural de Guadalajara o de cualquier otro sitio cercano y sin playa. Pero en pleno agosto, y con el tiempo que hace, resulta imposible reservar alojamiento con apenas unos días de antelación. En Asturias, por ejemplo, no nos dimos cuenta de todas las celebraciones del fin de semana: el descenso del Sella, los últimos días de la Semana Intermedia y los primeros de la Semana Grande, que incluyen muestras folclóricas, encuentros de gaiteros, conciertos, festivales, etcétera. Tuve la impresión de que media España había decidido lo mismo este verano: huir al norte. La explicación es sencilla, como expuso uno de mis amigos: este año está haciendo demasiado calor para quedarse en el interior o para ir a pasar unos días en Levante o en el sur. Se echa uno a la carretera y aquello es una locura: parece que se multiplican los viajeros, los turistas y los coches, que sale gente de debajo de las piedras, gente con mochilas y vehículos, gente que no quiere quedarse en el lugar en el que vive. También tengo la impresión de que a todos nos basta con cambiar de aires aunque sea durante dos días: el que vive en Madrid se va a las ciudades con playa; quienes están en la costa optan por ir a su pueblo, lejos de la playa; los del norte se largan al sur y los del sur al norte; quienes están en Zamora se van a Sanabria; quienes viven en zonas casi desérticas buscan el bullicio de las ciudades costeras y quienes viven en ciudades costeras y bulliciosas sólo anhelan la paz del campo o de los lugares donde apenas haya gente y tengan tranquilidad y silencio. Y en ese plan. El caso es que todos queremos cambiar de aires. De ese modo siempre hay tráfico en las carreteras, atascos interminables, accidentes, y las gasolineras y los bares de carretera siempre están llenos, con personas que entran y salen para beber algo, estirar las piernas, alimentarse un poco, orinar y llenar el depósito de gasolina, que cada vez está más cara.
Al final optamos por una solución: comprar tiendas de campaña, sacos de dormir y colchones hinchables e ir a la aventura, a intentar meternos en un camping. En algunos no reservan el espacio para plantar la tienda. Le toca a uno arriesgarse, viajar hasta allí y rezar para que haya un hueco. Eso hicimos, y tuvimos suerte. Pasamos el fin de semana en Gijón, como habíamos planeado desde un principio, y pusimos las tiendas de campaña en el Deva, que es un camping que yo ya conocía y uno de los mejores que he visitado. Lo contaré durante los próximos días.

lunes, agosto 07, 2006

Ruido de fondo


El domingo apareció un fragmento de Ruido de fondo en El País. Dicen que Seix Barral la editará el próximo otoño. Más bien tendrían que haber dicho que la reeditarán: se trata de una imprescindible novela de Don DeLillo que apareció en Circe Editorial hace años. Recomiendo la lectura de este fragmento y de la novela. No la olvidaréis. El fragmento, aquí.

Otro de los propósitos (La Opinión)

Como si entrar en este mes equivaliese a entrar en un nuevo año, otro de mis propósitos consistió en no madrugar. Basta de madrugar, me dije, al menos durante agosto. De ese modo recuperarás el sueño atrasado (algo que, dicen algunos, jamás se recupera) y suavizarás esas ojeras que te emboscan el rostro y que, junto al pelo un poco largo y la barba de varios días, provocan el sentimiento de desconfianza de todos los guardias de seguridad de los supermercados y las grandes superficies cuando te paseas por los dominios que deben vigilar. Dormir más, como propósito agosteño (¡qué palabra más horrible: agosteño!), pues durante años le he dado muchas palizas a mis hábitos nocturnos: acostarme, durante los fines de semana, en torno a las siete u ocho de la mañana, y levantarme, durante los días laborables, en torno a esa misma hora, con lo cual el reloj biológico termina averiado. Un pariente me dijo hace poco: “Siempre que nos vemos estás bostezando”. Debe ser cierto.
Pero el primer día me salió mal: a las ocho de la mañana ya estaba despierto, con los ojos abiertos en actitud de lechuza, fiel a la costumbre de levantarme temprano. Lo cual me recuerda que hace años tuvimos en casa una lechuza, a la que llamamos Margarita: era simpática, entretenida, esponjosa y con un interés especial en las diversas formas de evasión de las jaulas y de los edificios. Me desperté, pues, sin proponérmelo. Así que me levanté de la cama y me puse a las teclas. En verano se entiende uno mejor con el ordenador a horas tempranas, cuando el sol aún no ha repartido sus puñetazos más fuertes sobre la fachada de la casa. El segundo día me ocurrió exactamente lo mismo: a las ocho de la mañana se me abrieron los ojos, los párpados se alzaron con esa resolución y esa misma contundencia con la que nuestras madres, en la infancia, nos levantaban la persiana del cuarto para que la luz de la mañana se filtrase dentro y no perdiéramos el día pegados a las sábanas. Si el cuerpo pide levantarse, tampoco hay que forzarlo a lo contrario. Así que me levanté y fui a por el periódico y luego me puse a las teclas. El tercer día decidí poner el despertador a las nueve. Intentaba ganar una hora de sueño. A mitad de noche, dado que duermo con la ventana abierta para que entre un poco de aire, me despertaron los gritos de un chaval español: daba grandes voces, denunciando que le habían robado (no entendí si le habían robado la vespa o sólo el combustible de la vespa), llamando, si ustedes disculpan el lenguaje, “ladrones” e “hijos de puta” y “cabrones” a los culpables, que a esas horas ya estarían a mil millas del lugar del crimen. Aquella interrupción me desveló. Debí tardar en dormirme diez o quince minutos. Y eso es lo que necesitaba: la interrupción hizo que no me despertara a las ocho, sino a las nueve. Vamos consiguiéndolo, me dije.
La ventaja de dormir menos y dedicar casi toda la mañana al ocio es que uno puede leer el doble o el triple de lo que acostumbra. Puede que no tengas una piscina privada, ni siquiera una piscina pública a mano, y puede que no tengas una playa para refrescarte, y puede que sólo tengas edificios, polución, jaranas y tráfico, pero la lectura te salva la mañana. Lo expresaba mejor que nadie (mejor que los intelectuales, en todo caso) un preso de ese programa de presidiarios cantores que ponen ahora en Televisión Española: decía que cuando lee un libro en su celda se olvida de todo, se evade del mundo, y durante la lectura no está en la cárcel, sino muy lejos de allí, y que leer es como dormir y soñar, que durante el sueño no eres consciente de estar en prisión, sin libertad. No duermo cuanto quisiera, pero la lectura me salva.

Dos estampas (La Opinión)

Cuando viajo en un transporte público o camino por la calle suelo presenciar diversas estampas curiosas, múltiples escenas de la vida cotidiana. Procuro memorizar sus ingredientes. Hoy traigo aquí un par de ellas, y espero que gusten.
En un vagón de metro. Estoy sentado en un banco; no suelo hacerlo, pero hay sitios de sobra. Junto a la puerta más próxima se apoya un tipo joven y grandullón, de espaldas anchas y pelo al cepillo. Cuando el tren se detiene en la siguiente parada, entra una familia. Padre, madre e hija. Primero pasan ellas. Detrás va el padre, cargado con dos descomunales maletas con ruedas. Cuando franquea la puerta, y justo al pasar al lado del grandullón, se revuelve como si una serpiente le hubiese mordido en el lomo. El padre se vuelve hacia el otro y se encara con él. Pero antes me gustaría describirlo: también es grandote, gasta gafas de miope un poco caídas sobre la punta de la nariz (como si fuese un profesor de matemáticas), le calculo cincuenta y tantos años, cabello corto y cano, cara de buena persona, de tío en el que confiarías, de hombre al que podrías contarle un secreto. Parece español y a uno, al primer vistazo, le parece que es eso: un señor de Cuenca o de Salamanca, que trabaja de maestro y se va de vacaciones y está de paso en Madrid. Entonces se encara con el otro, y resulta que es mexicano: “¡Cuidado, amigo, que te veo! A ver lo que hacemos, ¿eh, amigo?” El mexicano se protege la cartera, y luego lo deja estar y se va a la puerta de enfrente. Le pide a la hija que agarre mejor su bolso de mano. Y tú vas y te haces las cuentas: el grandullón ha intentado sisarle el billetero, ya que el otro tenía las manos ocupadas. Miras al joven y tiene pinta de guiri panoli que no se entera, o que hace como que no se entera. El padre, mientras llegan a la siguiente parada, no deja de mirarlo por encima de sus cristales, entre desafiante y calculador. Se notan las tensiones en el vagón y los pasajeros las advertimos. Resulta que la parada en la que se baja la familia es la misma en la que yo me bajo, y veo el desenlace. El padre permite que su mujer y su hija salgan delante de él y, con una fuerza que me parece prodigiosa, levanta a pulso los maletones, los levanta del suelo y sale del vagón. Al pasar junto al tipo le dice: “¿Qué pasa, eh, amigo? Mucho cuidado con lo que haces, cabrón”. Fuera del vagón se da la vuelta y le invita al baile: “¿Qué pasa? Ten mucho cuidado. Ven aquí, amigo, ven, ¡que te rompo toda tu madre!” Pero el otro no entiende su idioma o se hace el tonto y las puertas se cierran y la familia sigue su camino. Y a mí la escena me fascina por varios motivos: porque he visto a un padre defender su terreno con uñas y dientes, a un hombre con pinta de pacífico que no duda en meterse al trapo si le tocan la moral, y por su jerga mexicana.
En la calle. Un chico con aspecto de viajero trotamundos, uno de esos individuos flacos pero con buena salud, que tal vez vagabundea por mero capricho, tiene dos cachorros: una perra negra y un gato siamés. El gato debe tener apenas unos días de edad. No deja de mimarlos y les ha colocado, junto al bulto de ropa y mochilas donde descansan, sendos cuencos de comida para perros y para gatos. Me acerco y echo unas monedas. Observo a los animales. Un matrimonio se detiene y alaba la belleza de la perra y el gato. “Esto es un buen negocio, ¿eh? ¿Y cuánto pide por ellos?”, pregunta el señor. Responde el chico: “No, estos animales no se venden. Van conmigo, son míos. No los vendo”. El chico parece un padre orgulloso de su prole, y observo cómo el gato se dispone a saltar, como si el perro fuera una presa, y ambos juegan y se empujan. La gente se para y el chico se infla, repleto de orgullo y felicidad.

Residuos (La Opinión)

Lo he escrito en varias ocasiones, tal vez demasiadas, pero vuelvo a repetirlo: cuando Zamora sale en la tele es debido a una mala noticia, a una noticia vergonzosa o a una noticia que nos saca los colores. Lo de esta edición de la Europeade, aunque repetitivo (ya van dos ediciones en la ciudad, y aún quieren una tercera para dentro de unos años), no lo vi en ningún telediario: era una buena noticia para la provincia, ya que, se supone, genera ingresos, buena fama y publicidad gratuita. Pero no salió o, si lo dieron en los telediarios, apenas tuvo trascendencia. Lo del alcalde de Peque, en cambio, ha aparecido en todas partes. Uno está sentado a la mesa, comiendo o cenando, y entonces el presentador del telediario que uno está viendo anuncia que se ha preparado un revuelo porque el alcalde de un pueblo de Zamora ha ofrecido su municipio para albergar los residuos nucleares de todas las centrales de España. Y, qué quieren que les diga, se le cae a uno la cara de bochorno. Literal. Principalmente porque en todos los medios del país están haciendo burla de la cuestión (y no es para menos). El mensaje que uno obtiene tras leerse los periódicos y ver los telediarios es el siguiente: “Anda, que ya le vale al pobrecico éste…”
E insisto en que no es para menos, cuando en entrevista a tal alcalde los espectadores escuchamos la siguiente declaración: “Yo no sé si esto de los residuos es bueno o malo, pero…”. Empezamos mal, pues. Lo peor del asunto, sin embargo y a mi juicio, no es que el citado alcalde/pastor nos ponga en evidencia. Lo peor es que no cuente con el pueblo cuando se supone que estamos en democracia. Por eso los habitantes de Peque están que arden. Por eso y por la idea descabellada de amontonar residuos en una zona que será pobre y estará desatendida, pero no necesita ser el basurero del reino, por muchos puestos de trabajo que la puesta en práctica de la idea proporcione a la zona. El alcalde, sí, ha llamado la atención de toda España y todos los medios y las miradas se han volcado sobre el pueblo y su edil. Ha conseguido mucha publicidad. Pero seamos sinceros: ¿cuánto durará dicha atención? Apenas unos días, el tiempo justo hasta que otra noticia bochornosa se erija en carnaza para los medios. Dentro de un mes nadie recordará el nombre de Peque, salvo quienes somos oriundos de la provincia y ya conocíamos la existencia del pueblo. Dentro de unos días, incluso, habrán agotado las mofas respecto a este hombre. Los miembros de su partido, el PP, se han puesto en contra y lo miran como a una oveja descarriada. Alguien ha dicho que no lo demonicemos. Y creo que tiene razón. Me parece que el alcalde de Peque, a tenor de sus declaraciones a la televisión y a la prensa, no es un mal hombre, sino un hombre ignorante; lo cual, en casos como el que nos ocupa, puede ser incluso más perjudicial para un municipio. Una célebre frase reza que no hay nada más nocivo que una gran idea en un cerebro estrecho. En este caso, no creo que sea una gran idea.
Lo único que demuestra esta historia, aparte de esa ignorancia y de ese gesto de mal gusto y poco democrático consistente en no consultar a quienes le han votado, es el modo en que los pueblos se agotan, se abandonan, se apagan, se marchitan. En una palabra: mueren. Se extinguen. El del alcalde es un grito desesperado. Pero también es un grito erróneo. Porque la provincia ya no sólo sería el culo del mundo (así nos ven las administraciones), sino el basurero nuclear del país. Y, pese a nuestro conformismo habitual y a nuestros continuos lamentos, no es lo que merecemos.

viernes, agosto 04, 2006

Rattus norvegicus


Apenas unos metros de cloaca y habré llegado. El último tramo representa mi calvario particular: desde aquí alcanzo a discernir la bulliciosa cantidad de ratas, cucarachas y otros insectos que me repugnan y que lo pueblan. Oigo el deslizar del pelo sucio y el arrastre de los caparazones.
El doctor, ese chiflado de caletre anacrónico que me recuerda a un moderno Mabuse, me susurró en los procesos previos a la transformación: «Cuando no sepa a qué tenerle miedo, rebusque entre sus sueños más negros; allí encontrará la respuesta a mis plegarias».
Así comienza mi cuento (Rattus norvegicus) para el Especial Literatura Gótica 2, coordinado por los responsables de las revistas Literaturas.com y Prima Littera, y del que ya os había hablado. El mes pasado la revista salió en papel. Este mes tenéis la oportunidad de leerla on-line, en Literaturas. Se incluyen ensayos, entrevistas y cuentos de León Arsenal, Ana María Shua, Pilar Pedraza, Norberto Luis Romero y Elia Barceló, entre otros.
El Especial, aquí.

La movida (La Opinión)

Quería ver alguna exposición, ya fuese de pintura o de fotografía, pero no me apetecía gastar dinero. Ese es el problema de las exposiciones de por aquí. Pongamos que la muestra que uno quiere ver está lejos de su barrio. Es necesario coger algún transporte público: metro, autobús o taxi. Quedémonos con el metro. Será un viaje de ida y vuelta, lo cual requiere emplear dos de los viajes del bono que uno suele llevar encima. Parece poco, pero cada bono cuesta algo más de seis euros, e incluye diez viajes, y esos diez viajes se los puede uno fundir en tres días o menos, dependiendo de sus hábitos. A finales de mes eso ya supone una pasta. En el museo elegido es posible que le cobren a uno por entrar. Por ejemplo, en la retrospectiva de Picasso, que puede verse en el Museo Nacional del Prado y en el Centro de Arte Reina Sofía, cobran seis euros en taquilla, pero nueve euros si es venta anticipada (sumado al euro de los auriculares, si uno pretende agregarse a las visitas guiadas de grupos). Dado que dicha exposición hay que verla en los dos museos, para conocerla al completo, hagan cuentas: los gastos de los cuatro viajes de metro, de ambas entradas, de los auriculares, y la caña o el refresco que uno se tomará al salir de cada edificio, pues en verano no se puede recorrer la ciudad sin quitarse el polvo de la garganta cada ciertos minutos. La cultura, una vez sumados los dispendios, le ha dejado a uno temblando la cartera. Aún no había cobrado, así que, por esa razón, decidí ir a una muestra gratuita: las fotografías de “Mi movida madrileña”. Otro día visitaré las exposiciones de Picasso; merecerá la pena, a pesar del gasto. Pero me niego a ir el domingo, el día de la semana que no cobran entrada: lo más probable es que las colas sean históricas.
“Mi movida madrileña”, que reúne algunas de las fotografías que hizo Pablo Pérez-Mínguez entre el setenta y nueve y el ochenta y cinco, puede visitarse en el Museo Municipal de Arte Contemporáneo de Madrid. Reconozco que no sé mucho de la movida madrileña, más allá de lo que vi en algunas películas españolas de la época y de la música que tardaría unos años en gustarme: en ese tiempo era aún un muchacho, y la movida quedaba lejos de mi universo. Casi todas las imágenes de la retrospectiva reflejan las sesiones hechas para las portadas de revistas, de carteles de fiestas o de conciertos. Luego están las “fotosporo”, retratos y primeros planos de rostros, de luz tan cruda y objetivo tan próximo al retratado, que se les notan los poros de la piel. Lo que uno se lleva en la memoria tras esta exposición es un conglomerado de maquillaje abusivo, plataformas, hombreras, pantalones y faldas de cuero, pelucones altos y retorcidos y espesos como merengues de tarta, toneladas de brillantina, tacones de aguja, hombres y mujeres travestidos, gafotas de la época, rostros de actores, cantantes, directores de cine, poetas, diseñadores. Sin embargo, el cartel ya resume la movida de forma cristalina: Alaska, Almodóvar y McNamara. Ellos son la movida. Condensan todos los aspectos básicos del funcionamiento de la movida.
Mucho petardeo, en definitiva. A mí el petardeo no me entusiasma. Reconozco, eso sí, que contiene su punto de rebeldía y de curiosidad sociológica. Pero, digámoslo claro: soy más partidario de ver, por ejemplo, una exposición de fotografías de tipos duros y femmes fatales del cine, de Bogart, Bacall, Eastwood, Mitchum, Verónica Lake, de jetas afiladas, revólveres, pitillos, humo, mujeres en sombra. De los ochenta me entusiasman su música y su cine, pero estéticamente me parecen el colmo de la horterada. Y de Almodóvar prefiero sus últimas películas.

jueves, agosto 03, 2006

Everyman, en septiembre


En España se titulará Elegía. La publicará Mondadori. Es la nueva novela de Philip Roth. Lo contaban en El Cultural de la semana pasada: "Tras el éxito de La conjura contra América (2005), Roth se ha embarcado en Elegía en una aventura mucho más personal y dramática, de tintes casi autobiográficos y sorprendente amargura. Se trata de la historia de un publicitario de éxito –hijo de joyero y relojero, y despreocupado padre de familia– que se va derrumbando ante la certeza de la muerte". El resto, aquí.

El goce de cumplir un objetivo (La Opinión)

Primer día de agosto. Desde hace unos años, y durante todo el mes, es habitual que algunos periódicos incluyan suplementos de verano en sus páginas centrales. Otros años me he conformado con leer dichos suplementos en internet. Pero esta vez tengo pensado alejarme un poco del ordenador, ponerme a las teclas el tiempo justo para cumplir con la columna, al menos hasta que septiembre asome sus melancólicos filos. Decidí comprar cada día el periódico y, guiado por este propósito, bajé a la Plaza de Lavapiés. Podría haberlo cogido a las nueve de la mañana, o incluso antes, pero no: me dio por bajar a por él en torno a la una y media. Y el primer día de agosto se convirtió en el primer día del pardillo. El verano anterior lo pasé, casi todo, en tierras zamoranas. Por esa razón no conozco el funcionamiento de la capital en agosto. Por ejemplo: resulta casi imposible encontrar un kiosco abierto. Y, si topas con uno, será difícil que tengan lo que quieres. Por lo general, cuanto pides se ha agotado.
El kiosco más próximo a casa, que había permanecido cerrado durante el mes de julio, por fin abrió sus puertas. Pero cuando llegué a por la prensa apenas les quedaba nada: sólo algunos ejemplares de un periódico deportivo y unos cuantos de un periódico de derechas. Mal asunto. Casi todos los estantes de revistas estaban vacíos, como si una turbamulta hubiera saqueado el tenderete, como en esos disturbios callejeros de las películas de terror apocalíptico, cuando los negros hurtan televisores y los blancos roban cajas de cerveza. Así que me dirigí al kiosco donde había efectuado mis compras de julio. Estaba cerrado por vacaciones. Lo lógico, me di cuenta luego, hubiera sido tirar hacia el centro, subir a Sol, donde no suele haber carteles de “Cerrado por vacaciones” y los proveedores dejan cargamentos más voluminosos de prensa. Pero no: fiel a mi torpeza y a mi ingenuidad fui alejándome hacia el sur. Recorrí barrios y calles que al lector probablemente no le suenen a nada: Argumosa, Ronda de Valencia, Glorieta de Embajadores, etcétera. Durante mi trayecto comprobé que casi todos los kioscos tenían bajada la trapa. Encontré, sin embargo, dos de ellos abiertos: pero toda la prensa había sido vendida ya. Llevaba media hora caminando, con el sol derritiendo las pocas ideas que me quedan en la cabeza y sin apenas hallar una sombra que aliviase mi búsqueda, cuando decidí dar la vuelta. Me propuse ir a Sol. Pero, una vez en las inmediaciones del centro, topé con dos kioscos cerrados. Dichoso cartel de “Cerrado por vacaciones”: puede amargarle la existencia a cualquiera.
Estaba tan desesperado, tan empapado por la caminata y el bochorno, que el diario en cuestión me importaba una higa. Que le dieran por retambufa al periódico. Lo único que me quedaba era el orgullo, el hecho de obcecarme en lograr algo sólo por el goce de conseguirlo (como esos donjuanes que se ligan mujeres no por el placer del sexo, sino por el de la conquista). Les habrá sucedido alguna vez; el ciudadano de a pie que sale a comprar una bombilla y no lo logra: una hora después la bombilla le da igual, él lo que quiere es salirse con la suya, ganarle la batalla a los infortunios. Un empeño personal. Iba tan decidido a regresar a casa con el periódico bajo el brazo que, en un arrebato probablemente provocado por el principio de insolación y la sed, fantaseé con la posibilidad de, una vez comprado y leído el diario, untarle mermelada, mojarlo en el café y comerme hasta la última letra, para que me aprovechara. Al final conseguí un ejemplar en Sol. He aprendido la lección: en Madrid, en agosto, baja a comprar la prensa a las nueve de la mañana. Y eso he hecho hoy.

miércoles, agosto 02, 2006

Ya sabemos que hace calor (La Opinión)

La noticia más importante de los telediarios estivales, la noticia con la que abren a veces sus ediciones de sobremesa, el tema al que dedican entrevistas callejeras y reportajes de investigación y consultas con expertos, suele ser el calor. Que hace calor en verano. Que hace mucho calor. A mí me habían enseñado en la facultad que, en julio y en agosto, un bochorno brutal no era noticia, no era la excepción, sino la norma. No comprendo por qué en invierno, en mitad de enero, no abren los telediarios diciendo que la cosa está falta y hace mucho frío, enchufándole el micrófono a la gente, para que diga que sí, que hiela en todas partes y que combate dichas heladas mediante abrigos, bufandas y caldos de pollo. O sí lo sé: que en julio y agosto hay sequía de noticias (por las vacaciones de los políticos, la desidia veraniega, la frivolidad propia de la época, la falta de exposiciones y espectáculos, el letargo del mercado), y les toca tirar de lo más sencillo: salir a la calle y comprobar que el sol pega duro.
Me paseo por los telediarios y se me revuelve el estómago. El mundo va de culo, pero la cabecera de los informativos consiste en un análisis del calor. Ya lo mencioné de pasada en un artículo, pero hoy quiero entrar a fondo en el tema. Lo peor no son esas cabeceras de los telediarios, sino las entrevistas a quemarropa o a quemaboca que les hacen a los transeúntes. Las preguntas, obvias y patéticas: “¿Usted tiene calor?”, “¿Qué opina de estas temperaturas?”, “¿Cómo combate el calor en la playa?”. Las respuestas, del mismo pelo: “Pues sí, mire usted, es que hace mucho calor y así no se puede estar”, “Uy, hija, la calor a mí me marea, ¿qué voy a opinar?”, “Pues en la playa bebo agua, beber mucha agua, sí, y también me meto con la mujer bajo la sombrilla y, de vez en cuando, pues nos bañamos, ¿sabe usted?”. Este es el país en el que vivimos.
El colmo fue en un informativo del lunes. A un equipo de reporteros le dio por ir a una obra de Madrid, a entrevistar a los peones. Uno de ellos, cuando le preguntaron por el sol que le cae encima mientras está currando, ganándose los garbanzos en un infierno de cemento, grúas, polvo y botijos, contestó (no es literal): “Sí, aquí hace mucho calor, cuando estás trabajando, y no hay quien resista con este calor, y es lo que hay, que hace mucho calor”. Pero, ¿qué esperaban que contestara el buen hombre? A preguntas obvias, respuestas obvias. Aún fue peor cuando salió la experta de turno. Consejos de la experta: “El obrero debe llevar al trabajo una garrafa de dos litros de agua, tenerla junto a él y beber cada poco, hasta que se la acabe. Es la cantidad recomendada”. ¿Acaso nos hemos vuelto locos? Decirle a un currante de obra, que lleva años enfrascado en sus labores constructoras, sufriendo altas y bajas temperaturas, cómo tiene que hidratarse es tan ridículo como recordarle a un nadador profesional que debe sacar la cabeza del agua, cada poco, para tomar oxígeno. Alguien saldrá diciendo que un obrero murió hace días. Sí, de acuerdo: pero aquel hombre trabajaba en un infierno más duro, o sea, en un horno industrial. Menos mal que, durante el reportaje de los obreros, le preguntaron a un currante negro. Con sus palabras y media sonrisa en la cara puso los puntos sobre las íes. Llevaba el casco ladeado, como si fuese la gorra de rapero, y flipaba con la pregunta, tras venir de África, donde soportan un sol más terrible que el nuestro y no los sacan en la tele por eso, y donde no sólo se los come el calor sino también las moscas, y dijo algo como: “Sí, bueno, hace mucho calor, aquí, pero hay que ganarse la vida, hay que comer, hay que trabajar, ¿no?”. ¿Alguien se imagina a un reportero preguntándole a un esquimal cómo aguanta trabajar con ese frío?

martes, agosto 01, 2006

Sobre la narrativa estadounidense


Rodrigo Fresán (en la foto), escritor y crítico literario, es mi cicerone en el terreno de la narrativa contemporánea de Estados Unidos. Siempre procuro hacer caso de sus recomendaciones. Lector incansable, suele ventilarse los libros en su idioma original y en cuanto salen al mercado. Le envidio por ello. Una de las guías que suelo repasar de vez en cuando es su artículo El aquí y el ahora en veinticinco libros cardinales.
Muchos de los autores que recomienda los he buscado, comprado algunos de sus títulos y leído. Jamás me decepcionaron. Autores como Melissa Bank, Charles Baxter, Jonathan Safran Foer, Dave Eggers, Michael Chabon, Jonathan Lethem, Matthew Klam, Jeffrey Eugenides, David Foster Wallace, Jim Shepard, David Sedaris, Denis Johnson, George Saunders o Jonathan Franzen, brillan en mi biblioteca gracias a él.
Y libros tan potentes como (cito uno por cada autor) Manual de caza y pesca para chicas, El festín del amor, Todo está iluminado, Una historia conmovedora, asombrosa y genial, Las asombrosas aventuras de Kavalier y Clay, Huérfanos de Brooklyn, Sam el Gato y otros relatos, Las vírgenes suicidas, Algo supuestamente divertido que nunca volveré a hacer, Proyecto X, Mi vida en rose, Hijo de Jesús, Pastoralia o Las correcciones. Además, Fresán es un experto en Cheever y en Dylan. Ahora sólo me falta leer dos de los libros que tengo por ahí de su cosecha: Mantra y La velocidad de las cosas. El artículo-guía, aquí.

Un musical (La Opinión)

El musical “Mamma Mia!” lleva representándose en Madrid casi dos años. Jamás se me ocurrió ir a verlo: en principio porque tenía cierta reticencia a los musicales cantados en español (no así a los cantados en inglés), y porque la entrada de patio cuesta unos cuarenta y cinco mangos. Pero a veces ocurre así: le regalan a uno boletos para conciertos, o para preestrenos cinematográficos, o para fiestas de alto copete. Nos dieron, pues, entradas para el musical. A mí no me interesaba verlo, ya digo, pero a caballo regalado… sigan ustedes el refrán. Viernes, diez de la noche, platea, fila ocho, asientos centrados, el teatro lleno de público. ¿Quién lo rechazaría? Por si no lo saben, representan el musical en el Teatro Lope de Vega, en la Gran Vía, edificio donde hace meses vi actuar a La Sonrisa de Julia.
Admito que suelo ir algo preparado cada vez que entro en un espectáculo, que me miro la sinopsis, que me entero del reparto, que averiguo incluso la duración. En esta ocasión, sin embargo, no me molesté: sólo sabía que estaba basado en las canciones de ABBA. Y a mí ABBA no me disgusta, me recuerda el sabor de la infancia, me sabe a kitsch, a los buenos tiempos de Eurovisión (si es que alguna vez los hubo). Cuando se abrió el telón y una de las protagonistas se puso a cantar un tema pasteloso que me remitió a los temas de las heroínas de Disney, me dije: “Uy, Dios, me hará falta paciencia para afrontar esto hasta el final”. Pero no ocurrió así: es sólo la introducción, aportando una nota tranquila que luego, durante el resto del espectáculo, se encargan de desmentir. Disfruté, no sólo por la alegría de los temas y el entusiasmo del reparto, sino también, y como decía antes, porque las canciones me empujaron a un tiempo ya lejano en mi memoria. Para quien no conozca los tintes trágicos de su argumento (tintes pasados, no obstante, por el filtro de la comedia), los despacho en unos segundos: en una isla griega disponen los preparativos para la boda de Sophie y Sky (sí, sí, Sky, han leído bien); un día Sophie husmea en el diario de su soltera madre y descubre que ésta se soltó la melena en los tiempos del amor libre y tuvo ayuntamiento con tres hombres, y por separado, con lo cual nadie sabe quién de los tres podría ser el padre de la moza. Así que la hija se las arregla para invitarlos a la boda y, mediante la treta, descubrir quién de ellos la concibió y quién está dispuesto a asumir responsabilidades.
Otro de mis temores me asaltó nada más sentarnos en las butacas. Alguien me dijo que creía que la protagonista era la profesora aquella de “Operación Triunfo”, pero no: tuvimos suerte y, en esta función, la sustituía Ángels Jiménez. Jiménez encarna a Donna, la madre, y Mariona Castillo a Sophie, la hija. Repito que disfruté. El musical despide cierto delirio pop y festivo que obliga a salir del teatro con una sonrisa en la boca. Se me borró, además, la aversión hacia los musicales en español, y lamenté no haber visto otros célebres y recientes espectáculos exhibidos en Madrid, como “Cabaret” o “El Fantasma de la Ópera” (al de Mecano, en cambio, no iría gratuitamente ni tampoco por recomendación del médico). La única pega vino al final, cuando todos los actores se despiden del público cantando un par de temas: de sus butacas se levantaron dos o tres espectadores y se pusieron a menear el esqueleto en el pasillo, a un palmo del escenario. A mí, que la gente baile en un teatro o en un cine me pone de los nervios, despierta mi lado salvaje, y para colmo me embarga la vergüenza ajena. Si yo fuese otro, me hubiera levantado a darles un par de hostias, para que regresaran a sus asientos. Pero claro, odio el deporte y la violencia.