Antes de venir a pasar unos días a la tierra decidí conocer un poco las fiestas del barrio en el que vivo, o sea, de Lavapiés. Porque esta semana van seguidas, encadenadas unas con otras, las Fiestas de San Cayetano, las de San Lorenzo y las de la Virgen de la Paloma. El lunes, caminando por la zona, escuché los tambores de una de esas procesiones callejeras; creo que se trataba de la de San Cayetano, pero sólo me interesan los desfiles de la Semana Santa de mi ciudad natal (y no todos), de modo que ni siquiera quise acercarme. Una tarde, pues, me junté con algunos de mis amigos zamoranos y decidimos tomar algo por allí.
Aquel día no había mucho contenido en el programa de fiestas. Bastaba con meterse en la calle Argumosa, que cae junto a la salida del metro, y apostarse en las casetas y en las terrazas colocadas para la ocasión. En realidad no vimos gran cosa, aparte de esos puestos y los banderines y la iluminación festiva, pero bastaba para que hubiera más animación y más gente que en cualquier otra fiesta popular. Había feriantes en esas instalaciones de varios metros de altura que incluyen bingo, muñecos de peluche y regalos. Y puestos de tiro, para ganar figuras de trapo, balones y juguetes. Había pequeñas barracas donde despachaban mazorcas de maíz asado, algodón de azúcar, perritos calientes, hamburguesas, patatas fritas, kebabs a módico precio, gofres y encurtidos. Y kilométricas casetas donde servían de todo: vino, cerveza, sangría, calimocho, mojitos, patatas bravas, gallinejas y entresijos, chorizo y lomo a la plancha, morcilla de Burgos, panceta, queso, pinchos morunos, salchichas, tortilla de patatas, pimientos, pan tumaca, fritura de pescado, sardinas asadas, calamares, pan payés. Casi todos los productos eran ibéricos, pero quienes trabajaban eran los inmigrantes, en su mayoría sudamericanos e hindúes. Estas casetas disponen de terrazas a su alrededor, para que la gente se siente allí a beber y a comer lo que ha pedido, y contienen una ventaja y un inconveniente. La ventaja es que, en las sillas colocadas frente al mostrador principal, se encuentra uno confortable, a merced de la brisa y viendo pasar al personal. El inconveniente es que, en las sillas colocadas en la parte posterior de la caseta, huele a los aceites empleados en la plancha y en las sartenes, y el humo se le prende a uno en el pelo y en la ropa y se le mete tanto en las narices que marea; un olor a fritanga que tira para atrás. Lo sé porque nosotros estuvimos en ambas terrazas.
Otro aspecto curioso fue la cantidad de pan que servían con cada pedido. Encargamos un par de raciones y varios pinchos morunos. Cada ración incluía casi una barra de pan entera y sin cortar. Y cada pincho incluía otra barra de pan. Al poco tuvimos la mesa repleta de pan, mucho más del que pueda haber comido yo en lo que llevamos de año (no sé si habré exagerado un poco, creo que no). La calle, mientras comíamos y bebíamos, fue llenándose de transeúntes de todo pelaje, raza y condición. Una mezcla de culturas, de costumbres y de colores de piel, o sea, como suelo ver a diario, pero a lo bestia. El problema de estas fiestas (las de San Lorenzo), según he sabido, es el siguiente: sólo se celebran en la calle Argumosa, y el Ayuntamiento no hace nada, salvo poner las luces que van de cornisa a cornisa y dejar el negocio en manos de los feriantes. Lo cual constituye demasiada concentración en un mismo sitio, demasiado ruido y olor para los mismos vecinos y, además, hay escasez de eventos. Distintas son las otras fiestas, aunque también se celebran por las inmediaciones del barrio. A mí me entusiasmó el ambiente.