Por muchas veces que haya visto “El turista accidental”, esa gran película de Lawrence Kasdan que protagonizó William Hurt en uno de sus más celebrados personajes, no consigo hacer la maleta con el orden que recomienda Macon Leary. Llevar lo justo, colocarlo todo de manera que no quede un hueco libre, como piezas de un tetris que saliera de la pantalla, y ponerlo de forma que pueda cerrarse la cremallera sin sentarse encima para que el conjunto quepa. Meter lo imprescindible, y dejar fuera lo accesorio. Entre esas directrices que da a lo largo del metraje Macon, el protagonista, hay una que incumplo sobre todas las cosas. Leary dice que debemos incluir un libro en nuestro equipaje. Aparte de la satisfacción y el entretenimiento de la lectura, Leary aconseja tenerlo a mano en el avión, para cuando en la butaca de al lado se siente ese desconocido que, además, es un pelmazo e insiste en que le contemos nuestra vida y en revelarnos algunos aspectos de la suya. Con eso sí que no puedo, y aunque me vaya de casa sólo durante tres días, cargo la maleta (en mi caso, el macuto) de libros. Porque nunca se sabe. Soy capaz de leerme dos o tres libros en un fin de semana. No sé si es mucho o poco, pero a mí me vale.
Dado que no aprendo bien los consejos de Macon, a pesar de ser una película que me gusta y he visto varias veces, mi macuto suele ser un caos. No tanto como el de los aeropuertos, pero casi. Tardo alrededor de una hora, y no se me va en elegir la ropa o cosas de última hora como el cargador del móvil o el bote de líquido de lentillas, sino en escoger los libros. Por supuesto, el primero que envío al macuto es aquel que estoy leyendo en ese momento. Luego me paso un rato decidiendo qué podrá apetecerme leer en Zamora, o en Alicante, o donde quiera que vaya. Esto, lógicamente, puede parecer una chorrada y una falta de tiempo para los no lectores, pero es imprescindible para quienes somos lectores compulsivos y debemos llevar siempre con nosotros el remedio para aliviar nuestra enfermedad literaria y alimentar nuestra adicción a la lectura. Lo habrán comprobado docenas de veces en los periódicos y en los suplementos dominicales: se escoge a un grupo de intelectuales y se les pregunta qué libros recomendarían para las vacaciones de agosto, o qué títulos se llevarían a una isla desierta, o qué autores han escogido ellos para pasar unos días fuera de casa. Suelen elegir un libro, no porque sólo se lleven uno, sino más bien porque el entrevistador les obliga a la tortura de escoger un único título.
Al principio, en mis viajes a Zamora de fin de semana, sólo me acompañaba de uno o dos títulos. El problema era que el sábado por la tarde ya los había leído todos, y a esas horas no hay librerías abiertas para comprarse algo con lo que alimentar la adicción. El problema de incluir varios libros en la maleta es que, a veces, uno advierte ese sábado que no ha traído precisamente al autor que le apetecía leer. Lo que hay que hacer, pues, es anticiparse. Sopesarlo bien: ¿qué me apetecerá leer una tarde tranquila de sábado en mi ciudad?, ¿qué me recomendaría a mí mismo en una playa de Gijón? Cada lector sabe lo que quiere, aunque tarde un rato en adivinarlo. De momento, los libros que he metido en el macuto en cada viaje de agosto no me han decepcionado. En Sanabria leí a Jim Thompson, a John Berger, a Karmelo C. Iribarren, a William Saroyan. En Asturias, a Richard Russo. En Alicante, a Cela y a uno o dos autores que ahora mismo no recuerdo. Soy un enfermo de literatura, y por eso lo primero en lo que pienso a la hora de hacer el equipaje es en los libros.