El musical “Mamma Mia!” lleva representándose en Madrid casi dos años. Jamás se me ocurrió ir a verlo: en principio porque tenía cierta reticencia a los musicales cantados en español (no así a los cantados en inglés), y porque la entrada de patio cuesta unos cuarenta y cinco mangos. Pero a veces ocurre así: le regalan a uno boletos para conciertos, o para preestrenos cinematográficos, o para fiestas de alto copete. Nos dieron, pues, entradas para el musical. A mí no me interesaba verlo, ya digo, pero a caballo regalado… sigan ustedes el refrán. Viernes, diez de la noche, platea, fila ocho, asientos centrados, el teatro lleno de público. ¿Quién lo rechazaría? Por si no lo saben, representan el musical en el Teatro Lope de Vega, en la Gran Vía, edificio donde hace meses vi actuar a La Sonrisa de Julia.
Admito que suelo ir algo preparado cada vez que entro en un espectáculo, que me miro la sinopsis, que me entero del reparto, que averiguo incluso la duración. En esta ocasión, sin embargo, no me molesté: sólo sabía que estaba basado en las canciones de ABBA. Y a mí ABBA no me disgusta, me recuerda el sabor de la infancia, me sabe a kitsch, a los buenos tiempos de Eurovisión (si es que alguna vez los hubo). Cuando se abrió el telón y una de las protagonistas se puso a cantar un tema pasteloso que me remitió a los temas de las heroínas de Disney, me dije: “Uy, Dios, me hará falta paciencia para afrontar esto hasta el final”. Pero no ocurrió así: es sólo la introducción, aportando una nota tranquila que luego, durante el resto del espectáculo, se encargan de desmentir. Disfruté, no sólo por la alegría de los temas y el entusiasmo del reparto, sino también, y como decía antes, porque las canciones me empujaron a un tiempo ya lejano en mi memoria. Para quien no conozca los tintes trágicos de su argumento (tintes pasados, no obstante, por el filtro de la comedia), los despacho en unos segundos: en una isla griega disponen los preparativos para la boda de Sophie y Sky (sí, sí, Sky, han leído bien); un día Sophie husmea en el diario de su soltera madre y descubre que ésta se soltó la melena en los tiempos del amor libre y tuvo ayuntamiento con tres hombres, y por separado, con lo cual nadie sabe quién de los tres podría ser el padre de la moza. Así que la hija se las arregla para invitarlos a la boda y, mediante la treta, descubrir quién de ellos la concibió y quién está dispuesto a asumir responsabilidades.
Otro de mis temores me asaltó nada más sentarnos en las butacas. Alguien me dijo que creía que la protagonista era la profesora aquella de “Operación Triunfo”, pero no: tuvimos suerte y, en esta función, la sustituía Ángels Jiménez. Jiménez encarna a Donna, la madre, y Mariona Castillo a Sophie, la hija. Repito que disfruté. El musical despide cierto delirio pop y festivo que obliga a salir del teatro con una sonrisa en la boca. Se me borró, además, la aversión hacia los musicales en español, y lamenté no haber visto otros célebres y recientes espectáculos exhibidos en Madrid, como “Cabaret” o “El Fantasma de la Ópera” (al de Mecano, en cambio, no iría gratuitamente ni tampoco por recomendación del médico). La única pega vino al final, cuando todos los actores se despiden del público cantando un par de temas: de sus butacas se levantaron dos o tres espectadores y se pusieron a menear el esqueleto en el pasillo, a un palmo del escenario. A mí, que la gente baile en un teatro o en un cine me pone de los nervios, despierta mi lado salvaje, y para colmo me embarga la vergüenza ajena. Si yo fuese otro, me hubiera levantado a darles un par de hostias, para que regresaran a sus asientos. Pero claro, odio el deporte y la violencia.