Camina erguido por la orilla. Gasta un bañador negro, diminuto y ceñido, marcando paquetón o paquetín, que esto es cosa que uno se abstiene de indagar. Lleva puestas unas gafas de sol de patrullero yanqui, que le ocultan medio semblante. La piel está bronceada, pero uno duda si ha tomado mucho el sol o si ha tomado mucho la lámpara, que todo podría ser. Se ha dejado una cabellera que le crece más hacia arriba y hacia los lados que hacia los hombros, como si fuera afro, pero en realidad se parece al cabezón que enseñaba el risueño y horterilla David Hasselhoff en “El coche fantástico” y en “Los vigilantes de la playa”. De hecho, el fulano que pasea el bronceado, las gafotas y el pelucón se parece sospechosamente a Michael Knight, pero resulta menos risueño. Anda por la orilla igual que un torero en plena faena y en su jeta brilla un amago de sonrisa, torcida la comisura derecha de la boca, esa sonrisa que se pretende de tahúr venido a menos y de sinvergüenza simpático. Camina solitario y tiene toda la pinta de tipo que alguna vez se ligó a una o dos mujerzuelas de su barrio y aquello le hizo creer que es el rey de la fiesta, el amo de la playa, el chulo de la orilla, el príncipe de las camas. Lo que no sospecha es que mucha gente se ríe de su estampa cuando ha pasado ya, meneando el torso y sacando culo de pollo.
No camina, prefiere estar parado y observar el horizonte y a las chicas. Tendrá, lo menos, cien años, y es una maravilla que aún se sostenga en pie y cuente con el valor de ir casi desnudo. Lo mismo que el anterior, que el tipo del primer párrafo, utiliza un bañador negro y diminuto, casi más pequeño que el que se ponen las chavalas de veinte años. Marcando, ibéricamente, casposamente, anacrónicamente (porque estas piezas de tela las llevábamos los hombres y los niños a finales de los años setenta y en los ochenta, pero ya no, la moda ha cambiado, por fortuna). Es más: uno se atrevería a decir que este hombre de cien tacos y gafas de sol y bañador de crío es el futuro playero que le espera al otro, al del primer párrafo. Es el mismo tipo, en realidad, pero con sesenta años más encima. La arrogancia es la misma, y también la certeza de que es el amo ligón de las playas. Pero los pellejos han caído a ambos lados, y se le derraman unos michelines flacos y unas arrugas morenas, y se ha dejado crecer un mostacho largo y algo curvo, con lo cual ya se parece, físicamente, al personaje que interpreta Eduardo Gómez en “Aquí no hay quien viva”, o sea, el padre cachondo del portero. Dicho sea de paso que me divierten mucho el actor y su personaje. El joven y el viejo de la playa son el mismo fulano en distintas etapas de su vida. Si se encontraran de frente uno conocería su futuro y el otro recordaría su pasado.
A veces se les ve cerca, a unos metros uno del otro, y uno entonces comprende que los extremos nunca fueron buenos: el tipo más cachas de la playa y el individuo más gordo de la ciudad. El primero tiene músculos en lugares en los que uno no sospechaba que hubiera músculos, dejando al aire un cuerpo antinatural y similar al de los culturistas que ganan premios. Lleva un tatuaje en el cogote y tiene el cogote tan grande que podría servir para que los niños jugaran al frontón. De cuello para abajo se parece a Schwarzenegger y de cuello para arriba se parece a Zaplana, pero a un Zaplana sin dinero, más joven y mejor peinado. El segundo es tan voluminoso que apenas logra levantarse de la arena y, cuando lo hace, deben ayudarle, le cuesta horrores. Utiliza, porque no queda otro remedio, una carpa de circo como bañador. Cuando uno los ve próximos uno al otro sabe que los extremos son malos.