Primer día de agosto. Desde hace unos años, y durante todo el mes, es habitual que algunos periódicos incluyan suplementos de verano en sus páginas centrales. Otros años me he conformado con leer dichos suplementos en internet. Pero esta vez tengo pensado alejarme un poco del ordenador, ponerme a las teclas el tiempo justo para cumplir con la columna, al menos hasta que septiembre asome sus melancólicos filos. Decidí comprar cada día el periódico y, guiado por este propósito, bajé a la Plaza de Lavapiés. Podría haberlo cogido a las nueve de la mañana, o incluso antes, pero no: me dio por bajar a por él en torno a la una y media. Y el primer día de agosto se convirtió en el primer día del pardillo. El verano anterior lo pasé, casi todo, en tierras zamoranas. Por esa razón no conozco el funcionamiento de la capital en agosto. Por ejemplo: resulta casi imposible encontrar un kiosco abierto. Y, si topas con uno, será difícil que tengan lo que quieres. Por lo general, cuanto pides se ha agotado.
El kiosco más próximo a casa, que había permanecido cerrado durante el mes de julio, por fin abrió sus puertas. Pero cuando llegué a por la prensa apenas les quedaba nada: sólo algunos ejemplares de un periódico deportivo y unos cuantos de un periódico de derechas. Mal asunto. Casi todos los estantes de revistas estaban vacíos, como si una turbamulta hubiera saqueado el tenderete, como en esos disturbios callejeros de las películas de terror apocalíptico, cuando los negros hurtan televisores y los blancos roban cajas de cerveza. Así que me dirigí al kiosco donde había efectuado mis compras de julio. Estaba cerrado por vacaciones. Lo lógico, me di cuenta luego, hubiera sido tirar hacia el centro, subir a Sol, donde no suele haber carteles de “Cerrado por vacaciones” y los proveedores dejan cargamentos más voluminosos de prensa. Pero no: fiel a mi torpeza y a mi ingenuidad fui alejándome hacia el sur. Recorrí barrios y calles que al lector probablemente no le suenen a nada: Argumosa, Ronda de Valencia, Glorieta de Embajadores, etcétera. Durante mi trayecto comprobé que casi todos los kioscos tenían bajada la trapa. Encontré, sin embargo, dos de ellos abiertos: pero toda la prensa había sido vendida ya. Llevaba media hora caminando, con el sol derritiendo las pocas ideas que me quedan en la cabeza y sin apenas hallar una sombra que aliviase mi búsqueda, cuando decidí dar la vuelta. Me propuse ir a Sol. Pero, una vez en las inmediaciones del centro, topé con dos kioscos cerrados. Dichoso cartel de “Cerrado por vacaciones”: puede amargarle la existencia a cualquiera.
Estaba tan desesperado, tan empapado por la caminata y el bochorno, que el diario en cuestión me importaba una higa. Que le dieran por retambufa al periódico. Lo único que me quedaba era el orgullo, el hecho de obcecarme en lograr algo sólo por el goce de conseguirlo (como esos donjuanes que se ligan mujeres no por el placer del sexo, sino por el de la conquista). Les habrá sucedido alguna vez; el ciudadano de a pie que sale a comprar una bombilla y no lo logra: una hora después la bombilla le da igual, él lo que quiere es salirse con la suya, ganarle la batalla a los infortunios. Un empeño personal. Iba tan decidido a regresar a casa con el periódico bajo el brazo que, en un arrebato probablemente provocado por el principio de insolación y la sed, fantaseé con la posibilidad de, una vez comprado y leído el diario, untarle mermelada, mojarlo en el café y comerme hasta la última letra, para que me aprovechara. Al final conseguí un ejemplar en Sol. He aprendido la lección: en Madrid, en agosto, baja a comprar la prensa a las nueve de la mañana. Y eso he hecho hoy.