La última vez que The Rolling Stones tocaron en Gijón no pude ir, al final. Este año compré la entrada para su directo en Madrid. Los precios eran abusivos, pero tenía ante las manos otra oportunidad de ver a mi grupo favorito. Aquello suponía conectarse a la red temprano, y ser rápido con las teclas y con los trámites; reservarlas antes de que se agotaran. Cuando Keith Richards, niño rebelde y viejo, se subió a un cocotero y casi se parte la cabeza, se aplazaron los conciertos de Madrid y Barcelona. Luego los cancelaron definitivamente y nos devolvieron el dinero. Anduve un tiempo detrás de las entradas para Valladolid. Al final me consiguieron unas localidades, también muy caras. Unas horas antes del concierto de Valladolid, previsto para el lunes pasado, en el telediario de sobremesa anunciaron la laringitis de Mick Jagger tras tocar en Portugal, donde al parecer había cogido frío a la garganta. La noticia me pilló en Sanabria. Pronto el teléfono comenzó a sonar: me llamaron amigos y familiares, o me escribieron mensajes, para avisarme de la cancelación. Sabían, supongo, que no suelo ver mucho la tele, y aún menos en Sanabria, donde a veces la enciendo como ruido de fondo, pero no sigo su soniquete. A todos se lo agradezco.
Con esta noticia el día quedó arruinado. Durante la tarde me sentí como un hombre atrapado en un pozo: cuando logra escalar casi hasta el borde, sus dedos resbalan y sus uñas se rompen y cae otra vez al fondo, pero lo vuelve a intentar una y otra vez. Pues así me he sentido con la persecución de esta banda de rock, la mejor que ha pisado el planeta, y a cuyos directos no consigo asistir. No obstante, en España hay mala suerte con sus espectáculos: ya han cancelado varias veces sus citas, por unos y otros motivos. No dejo de pensar, no dejé de pensar durante todo el lunes, que en realidad no es tan raro: la gira mundial de este año incluye tantos países y ciudades que no sé cómo son capaces de soportarlo. Tengo amigos músicos y sé que las giras suelen ser duras. Hay discusiones entre los miembros del grupo, deben soportar los continuos viajes y los acosos de la prensa, tienen que afrontar la posibilidad de que cualquiera de ellos enferme o se accidente, deben ensayar siempre y dar lo mejor de sí mismos en cada cita con el público. Acaban cansados, hartos, exhaustos. Sin embargo el público cree, creemos, que los músicos son dioses, que son invulnerables, que no sufren ni contraen virus ni se indisponen. Los hemos subido a altares de los que no admitimos que puedan bajar. Creemos que son inmortales, hechos de roca. Lo asumo, pues. Asumo que un grupo con tantos años a la espalda y con una gira mundial tan completa pueda fallar. Lo que no puedo perdonarles es que lo anuncien tan sólo unas horas antes del concierto, cuando la gente que ha comprado las entradas se ha desplazado hasta allí, ha invertido sus últimos ahorros, ha reservado habitaciones y sueña con ese día. Sí, pueden devolvernos el dinero de la entrada (no de los desplazamientos o de las habitaciones de hotel y las pensiones), pero, ¿quién nos devolverá la ilusión perdida?
Desilusionado, escribo esto en Sanabria. Unas horas antes de volver a Zamora. Lo escribo en un ordenador portátil, en la cocina de una casa de Cubelo. El sol se filtra por la ventana y alumbra el banco de madera sobre el que estoy sentado. Afuera, sólo se escucha el piar de un pájaro. De vez en cuando se cuela alguna avispa y me molesta, interrumpe mi tarea. Me asomo y veo el bosque, ahí mismo, a unos metros. Una mañana cálida, aire puro, ausencia de ruido, paz. Durante el puente he sorbido aquí el paraíso, y Sanabria será el tema de mis próximos tres o cuatro artículos.