Un amigo poeta me dijo hace poco algo así: si uno viaja con frecuencia por el mundo, al final se le quita el miedo a volar. Se refería al miedo a volar en su sentido real y en su sentido metafórico. Hay que ver mundo, eso es indiscutible. Sólo los viajeros (y, en cierto modo, los turistas) pueden comprender las dimensiones del planeta y su amplio catálogo de variedades, pueden aprender a no mirarse tanto el ombligo y a reconocer que en todas partes cuecen habas y que existen sitios maravillosos por doquier. Hay personas que, sin haber salido jamás de su pueblo (o de su ciudad, que para el caso viene a ser lo mismo), creen que su pueblo o su ciudad son lo mejor del mundo, pero esa percepción sólo es culpa del desconocimiento. Me apasiona viajar, sobre todo desde que, tras una ración brutal de viajes de infancia junto a mis abuelos, caí en la rutina de no salir jamás de mi provincia o de las provincias cercanas, como Salamanca. Y estoy perdiendo el temor a subirme a un avión. En mis dos últimos vuelos ni siquiera me he preocupado mucho, me han faltado el nerviosismo, el miedo a las alturas y los pensamientos fúnebres. La receta es sencilla: olvidarse, relajar el cuerpo, pensar que todo es cuestión del azar y que ese no será tu día malo, permitir que todo fluya y, por supuesto, distraer el viaje leyendo un libro. El despegue me sigue alterando un poco el estómago, pero ya no tanto como hace un año o menos. Lo único que me afectan son las turbulencias.
Se pueden superar los vértigos y los miedos a subirse a un avión, con paciencia y a fuerza de viajar una y otra vez y acostumbrarse. El vértigo es extraño, o al menos lo es el que yo padezco: si miro el paisaje de luces de Madrid en la noche, desde la ventanilla del avión, me siento tranquilo, sereno, hasta podría decir relajado si no fuese una de mis exageraciones; en cambio, si me asomo al balcón de un décimo piso y miro el asfalto me entra el mareo, lo cual ocurre también si pongo el pie al borde de un acantilado y trato de mirar abajo. Supongo que guarda relación con las protecciones: en el avión vas sentado, sujeto a la butaca con el cinturón, confortable en su vientre, y te separa del abismo un armatoste; en el balcón sólo hay una barandilla baja y frágil.
Lo que no se puede superar de ningún modo es el comportamiento de ciertos pasajeros. En el penúltimo vuelo se me sentó al lado una chica. Nada más sentarse, puso los pies calzados en el respaldo de la butaca delantera, sin que ninguna azafata le reprochara su conducta. Cuando anunciaron que apagáramos los móviles, busqué el mío para comprobar una vez más que lo llevaba apagado, y supongo que al hacerlo, al mover la mano y el brazo para buscar el bolsillo de los vaqueros, debí rozar a la chica con el codo. Un acto involuntario, mal calculado. Un roce de nada, tan ligero que creí que no hacía falta disculparse, como suelo hacer. Quizá eso fue lo que la condujo a mirarme fijamente durante unos minutos. No soporto que un desconocido me observe el perfil sin que crucemos una palabra. Después bajó los pies del asiento delantero y se dedicó a menear una pierna, con ese tic característico de quien tiene prisa por llegar a alguna parte y no se le cuece el arroz. Luego, con su brazo izquierdo, invadió la diminuta zona del apoyabrazos que me correspondía. Con esos mimbres, es fácil que uno olvide que está surcando los cielos. En el último vuelo nos tocó, detrás, una de esas niñas resabiadas que se dedican a dar pataditas a los asientos de delante. Plas-plas-plas. Una lata. Miras hacia atrás, la madre advierte tu fastidio y ni siquiera regaña a su hija. Ya soporto volar. Pero, ¿podré soportar a algunas personas?