Casi toda esta semana la pasaré en Sanabria. Supongo que me ocurrirá lo habitual, lo que me ocurre cuando voy al campo o me baño en el mar o en un lago o en el río: que se me llevarán los demonios en cuanto empiece a tropezar con el rastro sucio del hombre en los caminos, en las veredas, en el lecho de las aguas, entre las rocas, junto a los árboles. Cada excursión o viaje a la naturaleza me depara siempre el mismo sinsabor: comprobar lo guarra que es la gente, capaz de dispersar sus basuras allá donde le plazca, de arrojar bolsas, latas de conservas vacías y bolas de papel de aluminio con restos de migas, junto a chapetes y cascos de cerveza. Esta murga la doy todos los años, y seguiré dándola mientras siga en pie.
Cuando, hace sólo unos días, me bañé en el mar, me entraron ganas de partir algunos brazos. En una cala en la que tomábamos el sol había un tipo metido hasta las rodillas. Un señor maduro y responsable a priori. No estoy hablando de un chiquillo ni de un joven descerebrado. No sé si la bolsa de plástico (de esas que dan en los supermercados) que flotaba junto a una de sus piernas era suya o no, ni si él mismo la había tirado allí o si se le había resbalado de la orilla hasta el agua, pero el muy capullo ni siquiera se molestó en cogerla y sacarla fuera del mar. Flotó a su lado mientras él se sonaba los mocos en el agua. Se llevaba la mano desnuda a las narices (con “desnuda” quiero decir que no usaba pañuelo) y, con un estruendo de elefante, se desprendía de sus mucosidades. Luego sumergía la mano en el agua y la agitaba, para liberarla de los residuos nasales. Cuando el fulano de marras se hubo ido me puse las chanclas y, aunque por entonces no tenía ganas de entrar en el agua, me metí casi hasta la cintura en busca de la maldita bolsa. La saqué y la puse a buen recaudo en la orilla, que es una maniobra sencilla que cualquiera debería hacer cuando ve una bolsa dentro de la que los animales pueden morir atrapados. No me parece un acto tan difícil, y en eso consiste nuestro grano de arena para que este planeta y su fauna y su flora tarden un poco más en irse al carajo gracias a la mano destructora del ser humano. Cada vez que caminaba por entre las rocas de las calas vislumbraba botellas de cerveza que los guiris habían arrojado por allí y trozos de cristal verde que sobresalían entre la arena de la playa, metidos en el agua junto a los erizos y los cangrejos. A veces me sumergía con gafas de bucear y las lentillas puestas y el panorama que veía en el fondo del mar era desolador: una rueda colonizada por los sedimentos, barras de acero que probablemente habrían salido de alguna ventana, chapas de botellas, plásticos, mecheros, latas oxidadas y objetos por el estilo. Una auténtica guarrada de la que podríamos culpar a los turistas y a los tipos sin educación ni conciencia ecológica.
Ante estos atentados ecológicos no hay solución. La gente es guarra, no está bien educada y no hay que darle más vueltas. Puedo entender que los extranjeros se cojan la borrachera en la orilla del mar, porque las cogorzas nocturnas de playa son diferentes a las que uno pueda coger en un bar, pero no es tan difícil acercarse al contenedor y depositar allí el casco. Un verano tras otro, en Sanabria, encuentro trozos de vidrio, tornillos y otras cosas propias de la civilización alojadas en el lecho del Tera y del Lago. Suponen un riesgo para la fauna y para la flora, pero también para nosotros, que podemos clavarnos el cristal en el pie. Estas circunstancias me empujan a odiar a los domingueros y a los guiris sin cerebro.