El penúltimo día de nuestro viaje nos llevaron en coche a la Cala de Benirràs, en los alrededores de San Miguel. El paisaje de espesa vegetación de las colinas, los islotes próximos y los barcos, los acantilados que rodean el agua cristalina y la celebración dominical de los hippies con sus tambores fueron lo mejor de la isla, junto a las imprescindibles vistas exóticas desde las murallas de la ciudad, lugar desde el que, por cierto, divisamos la roca contra la que chocó el carguero que llevaba una gran cantidad de fuel y gasóleo en sus bodegas.
En Benirràs se celebra, cada domingo, un homenaje al sol. Unas horas antes del crepúsculo dos o tres personas comienzan a tocar los tambores y otros instrumentos de percusión. A medida que transcurren los minutos, van sumándose otros participantes. El único problema es que ese rincón, aunque no es fácil llegar a él (se debe ir con alguien que viva en Ibiza o que te dé las indicaciones oportunas, pues no es precisamente un lugar de paso), está masificado. En cuanto empieza el descenso por carretera ya se ven coches aparcados en los arcenes de ambos lados, lo cual dificulta el tránsito de los vehículos. Tras dejar el coche y bajar unos cuantos metros a pie, nosotros nos dirigimos a las rocas y nos instalamos a merendar bajo una techumbre en la que había amarradas un par de lanchas. Los hippies de al lado comían ensaladas de lechuga y pepino y nosotros merendamos queso curado y chorizo casero de Zamora, que nos dejaron los paladares llenos de un gusto bronco y picante. Luego, tras el tentempié, nos acercamos a la caseta principal de la playa, en cuya puerta van colocándose quienes tocan los tambores, los platillos, los timbales, los bongos. Se trata de una orgía musical, en la que la gente empieza mirando y siguiendo los ritmos continuos con la cabeza o con un pie y termina bailando al son de los tambores. Siempre hay alguien que lleva la batuta, que dirige el cotarro; el resto sigue la pauta que marca. Estábamos allí, disfrutando de esa música, cuando llegó un negro, creo que del Congo, o eso entendí, y le prestaron un tambor. En un minuto se hizo con el ritmo. Marcó él las pautas, condujo a los percusionistas por donde le dio la gana y se hizo el amo. Lógico, lo lleva en la sangre, habrá tocado los timbales desde niño, allá en su pueblo. Hay dos estampas frecuentes en esta celebración: hombre hippy con rastas y el torso desnudo, manejando un tambor; chica hippy en tanga, con los senos al aire y un porro en los labios. Se supone que quienes palmean los tambores ya se han fumado, antes de tocar, su ración de trompetas, porque lo que en esa cala fuma la gente parecen trompetas y fagotes.
Me fijé en el público que, de pie o sentado, asistía absorto al espectáculo, mientras el sol se escondía en el horizonte: y vi a la mismísima Verónica Zemanova (y quien quiera entender, que entienda). Iba acompañada de un tipo de rostro ruinoso, cargado de espaldas y bastante parecido al Mickey Rourke de ahora. Ella es una belleza que mejora al natural. Creo que cuanto vi en Benirràs son los últimos reductos hippies, pero hippies de verdad, no neohippies forrados. Viejos con pinta de chamán, hombres muy fumados y provistos de rastas canosas, tipos con músculos de tanto darle al tambor, familias que sólo comen productos vegetales, niños desnudos que se encaraman a los cuellos de sus padres mientras ellos tocan, mujeres desinhibidas y mucha marihuana. Por la playa se multiplican los puestos de collares, pulseras y baratijas. Venden pastel de hachís, mojitos y cervezas. Hay malabares con fuego y otros pasatiempos. La gente se queda allí a pasar la noche, en un ambiente místico, delicioso.