Los cuentos de David Means son, ciertamente, un poco extraños. En la mitad de ellos siempre hay alguien que muere, o alguien que recuerda a un muerto que no puede quitarse de la cabeza. Y justo entonces, hacia la mitad del libro, el narrador dice: No quiero que en mis cuentos muera nadie más. Y los restantes textos me gustan menos, o se me antojan aún más extraños. Me quedo, pues, con los primeros: Incidente en la vía férrea, agosto de 1995, con la imagen de un hombre que camina descalzo y de noche junto a la vía, para encontrar el destino fatídico que tal vez andaba buscando; Coito, con un tipo que no puede olvidar a su hermano muerto mientras hace el amor con una mujer; Lo que hicieron, con la tragedia que causa el afán de urbanizarlo todo; Lamento en el Oso Dormido, en la que un tipo rememora a un perdedor de su infancia, ya fallecido; La reacción, la de un individuo atrapado entre dos vagones de un tren en marcha; La interrupción, que cuenta cómo un mendigo se cuela en un banquete de boda para pillar algo de comida; o El cazador de gestos, que comienza así: Me interesa cómo se desenvuelve la gente en su vida cotidiana.
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