Algunos escritores, algunos poetas, obtienen su recompensa literaria muchos años después de su muerte. Es entonces cuando una o dos manos piadosas exhuman su obra del olvido y nos la dan a conocer, repasan la vida del autor maldito, escarban en las hemerotecas, lo resucitan. Hace un par de meses, quizá menos, apareció en las librerías “Orgullo. Poesía (in)completa”, volumen que reúne casi toda la producción poética de Armando Buscarini, ese niño loco de la bohemia que, a juzgar por los versos escritos en los dos hospitales psiquiátricos en los que estuvo recluido, no estaba tan chiflado. Que su obra está incompleta es debido a la dificultad de hallar ejemplares de algunos de sus libros, en algún caso inaccesibles, en algún caso ya perdidos, como se nos aclara en el oportuno prólogo. Buscarini fue uno de esos hombres cuya desgraciada vida resulta más interesante que su incomprendida bibliografía: la venta ambulante de sus libritos por los cafés y las tabernas, la miseria que lo mantuvo siempre al filo de la navaja, su reclusión en los manicomios, su falsa defunción anunciada en los periódicos, su arte de sablista de escritores tocados por la fama, su acopio de enfermedades.
El presente volumen, publicado por Ediciones del 4 de Agosto, ostenta una factura impecable. Una portada que aúna bohemia (esa capa de Buscarini, ese sombrero echado hacia atrás, ese rostro propio de las postales en sepia) y modernidad (el diseño y los colores), y unas primeras páginas que incluyen una introducción de Juan Manuel de Prada, quien ha rescatado al poeta en varias ocasiones, tanto en su novela “Las máscaras del héroe” como en artículos, semblanzas y antologías sobre Buscarini, e incluyen un prólogo de los hermanos Rubén y Diego Marín A., quienes se han encargado de la edición. Un trabajo exhaustivo que ha requerido entrevistas con expertos en los tortuosos años de la bohemia del poeta, búsquedas en las hemerotecas, investigaciones en aquellas universidades y bibliotecas en las que aún se conservaban ejemplares originales, e incluso consulta de sus expedientes médicos. Los hermanos Marín se han tomado la molestia, además, de preparar un diccionario onomástico de las dedicatorias, numerosísimas, que Buscarini endosaba a todo bicho viviente. En tal diccionario se nos informa brevemente de la identidad de esos homenajeados, entre los que se cuentan empresarios, poetas, escritores, periodistas, dramaturgos, toreros, actores y actrices, médicos, contertulios, profesores y cronistas, entre otros muchos que, merced a las dedicatorias estampadas en los libritos que vendía en los cafés, al menos comprarían un ejemplar o le servirían de mecenas: César González Ruano, los hermanos Álvarez Quintero, Emilio Carrere, Santiago Alba, Valle-Inclán, etcétera.
Armando Buscarini fue, por lo general, un poeta llorica y muy contaminado por el romanticismo becqueriano, obsesionado con el fracaso, con la gloria que se le escurría de las manos, con flores que se marchitan y lápidas bajo la luna, con mujeres vivas y sobre todo muertas, a las que llora en sus ataúdes. A sus versos les sobraban lamentos, amores, pajaritos y rosas, pero, como dice Prada en el introito, entre esa morralla “Buscarini deslizaba de vez en cuando algún poema vibrante de emoción, estremecido de una belleza maltrecha y aterida”. En este sentido, resulta cierto que, en esos poemas en los que se olvida de su condición de perdedor y dirige su mirada a otros ámbitos, y los describe, alcanza una altura envidiable. Sirvan de ejemplo “El cafetín. Los parias”, “Pesadilla”, “Poema rústico”, “Una calle”, “Castilla” o “Barrio de pescadores”. El esfuerzo de los hermanos Marín es encomiable.