Creo que fue en los primeros días de agosto cuando un político catalán, durante una entrevista para un diario nacional, soltó la siguiente declaración: “El verdadero descanso consiste en no leer los periódicos”. Cito de memoria, porque al día siguiente de hojear ese mismo periódico lo arrojé a la basura, para desatascar la casa de tanto papel. La frase, que el redactor de la entrevista subrayaba en letra negrita, me ha acompañado durante el mes de agosto. La he recordado a diario. Yo la extendería, no obstante, a todos los medios de comunicación: internet, radio, televisión. Y, aunque soy un fanático de los medios, especialmente de la prensa, la he comprendido en toda su dimensión. Sobre todo porque la practiqué: a menudo, durante estas semanas de agosto, compraba algún periódico y apenas repasaba los titulares. Como he estado de aquí para allá, escribiendo en ordenadores sin conexión a la red, o realizando consultas rápidas y breves en los cibercafés, apenas he tenido contacto con los medios digitales, con las bitácoras, con la tele, con los periódicos. Y es cierto que eso supone un descanso. Un descanso del mundo, claro.
Irse a un paraje deshabitado, por ejemplo, no tiene sentido si uno no abandona los telediarios, el periódico de su ciudad o los informativos de la radio. Porque, al abandonarlos, uno se pierde los incendios terribles que han torturado la fauna y la flora de Galicia, se pierde las imágenes de guerra, los planos de los prisioneros que ruegan por su vida, las habituales catástrofes veraniegas, los accidentes de coches y aviones, el discurso pocho de los políticos que interrumpen sus vacaciones para endosarnos una frase que desprestigie a su contrario, las detenciones de los maltratadores, la violación de una niña a manos de unos muchachos, los asesinatos de las mujeres durante esos brutales episodios de violencia doméstica, el careto del presunto asesino en serie que tiene el mismo rostro de enajenado y de ido que todos los psycho-killers americanos, las pateras atestadas de negros que se mueren, los trenes que descarrilan, los edificios que se derrumban, los ajustes de cuentas entre bandas, las tensiones entre algunos países, las declaraciones de quienes gobiernan y manejan el mundo. Resulta una tarea agotadora soportar todo este peso de desgracias y calamidades durante un año completo, día a día, sin volverse loco. Por eso el verdadero descanso consiste ya no en alejarse y ver otros paisajes y sentir aires nuevos (aunque también), sino en desconectar. De la radio, de la prensa, de la tele, de internet, del correo electrónico, e incluso del teléfono móvil, si fuéramos capaces. Ya digo que no me he alejado completamente de los medios; siempre había un vínculo, esa columna que mandar, ese diario al que echar un vistazo. Pero, en los días en que no he tenido ningún contacto con el exterior, es cierto que fui más feliz que en otras ocasiones. Una operación, en cualquier caso, similar a la del avestruz cuando esconde la cabeza y no quiere saber nada de nadie. Un engaño, sí, una huida del mundo, sí, pero que nos alivian durante unos días.
Algunas personas, recién terminadas sus vacaciones, te lo confiesan: se fueron a un pueblo y pasaron de los medios, aislándose de las noticias y del contacto exterior. No saben qué ha ocurrido en las últimas semanas. Mejor así. Sin desvelos, sin informaciones desgarradoras, sin ver cómo hacen pedazos el mundo. Aún existe gente que prefiere no descansar nunca, dedicarse a ayudar a los demás y sufrir con ellos. Es encomiable, no lo niego, pero de ese modo no se vive. Y, como dijo alguien, sólo tenemos una vida y hay que aprovecharla. Sólo una oportunidad.