Una tarde le propuse a mi primo dar un paseo por las inmediaciones de Cubelo. Pretendíamos llegar a Rabanillo, que queda al lado. Nuestra intención era alcanzar el pueblo sin ir por la carretera, o sea, yendo a través de caminos estrechos y de carreteras secundarias. Al comienzo de la corta caminata me llamó la atención un movimiento entre la maleza que bordeaba el bosque. Me detuve. Un gato rubio, flaco y somnoliento se desperezaba. Era el movimiento que yo había visto. El felino bostezó, sus ojos aún medio cerrados por el reciente sueño. Tras incorporarse, alzó el lomo, estirándose. Me puse en cuclillas e hice lo que hago siempre que topo con un gato: llamarlo. Para nuestra sorpresa, dio un breve maullido de reconocimiento y comenzó a andar hacia nosotros. Majestuosamente. Al llegar a mi pierna se detuvo y se restregó contra ella. Lo acaricié. Era un animal manso y no mal alimentado, lo cual nos indicaba que pertenecía a la casa que se levantaba a nuestras espaldas. Cruzó el camino que separaba el bosque de la vivienda y se paseó por la entrada del pequeño garaje de la casa. Aquellos eran sus dominios: el cuenco de agua, algún juguete, un lecho mullido de hierba.
Seguimos la caminata. Enfilamos por una carretera estrecha. A un lado, fincas y campos de cultivo, árboles cargados de peras y de manzanas, alguna cabaña. Al otro, chalets y propiedades envidiables: con sus verjas, sus jardines, sus chimeneas, sus fuentes, sus perros y sus gatos sesteando en aquellos lugares o rincones donde les había acometido el sopor del sueño. Pronto llegamos al pueblo. Pero antes vimos una casa construida entre los árboles, hecha de madera y remiendos. Para subir a ella creo que había una escalera. Se trataba de una casa como las que se ven en las películas de Tom Sawyer y de Tarzán y en los dibujos de los Simpsons. La casa del árbol. Magnífica y misteriosa. Tuve el deseo pasajero de volver a ser niño y de trepar por ella y jugar a indios y vaqueros. Al pie de los árboles había una especie de sofá viejo. Hasta entonces, no habíamos oído ningún ruido. Sólo silencio. Calma. Bienestar. En Rabanillo vimos casas construidas de piedra, que aguantarían vendavales, nevadas y ventiscas de invierno. Hogares recios y consistentes. Luego oímos el rumor del pueblo. Alguna reunión de vecinos, en animada charla. Viviendas, una casa rural. Más cultivos, árboles frutales, moreras. Escudriñé entre las moras, a ver si estaban ya comestibles. Sólo hallé una o dos negras, las demás eran rojas. Y, al probarlas, advertí que todavía estaban verdes. De regreso topamos con un parque infantil, con sus columpios y sus toboganes. A su alrededor crecían los rastrojos y las malas hierbas. Me pregunté por qué estaba en decadencia, y sólo se me ocurrió una posibilidad: quizá apenas quedaban niños en el pueblo, y por esa razón no merecía la pena arreglarlo. O quizá la falta de críos era lo que le proporcionaba la sensación de abandono, pues los niños insuflan vida por donde pasan. Metáfora de los pueblos, este parque. Porque se mueren.
Volvimos a ver al gato. Dio otro maullido muy educado, como un hombre que diese las buenas tardes. Palpé su lomo y la cabeza. Cuando entramos en casa me fui directamente a la cocina. Buscaba algún alimento que pudiera interesarle a un gato. Al fin vi que nos quedaba una lata de atún. Aunque a una mascota se la dé de comer fiel y puntualmente, sabemos que siempre tendrá hambre. La gula les pierde. Me agaché cerca del gato. Al abrir la lata y salir los olores del pescado, corrió hacia mi mano. Fui colocando en mi palma los trozos de atún, y los devoró con ansia. Cuando se terminó todo el contenido, se relamió satisfecho. Y yo me relamí de felicidad.