Fuimos un par de noches a Puebla de Sanabria. Alguien nos dijo, o lo leímos en alguna parte, que se celebraba un mercado medieval. Dejamos el coche abajo y subimos por las revueltas. Los alrededores del Castillo estaban llenos de tiendas, puestos, casetas y tenderetes. El conjunto sí parecía, en efecto, medieval. Sobre todo cuando uno se adentraba en elegantes calles estrechas con casas antiguas y balcones repletos de flores despidiendo alegría y aromas frescos. O en el denominado rincón esotérico. Es el mejor mercado medieval que he visto, sin duda. La relación de las mercadurías y de los manjares que allí se venden es demasiado exhaustiva, y tal vez necesitaría dos artículos completos para enumerarlos todos. No obstante, puedo dar una idea aproximada. En el capítulo de vestimentas y objetos de adorno vimos tenderetes de sombreros, cascos y celadas, cuchillos, ajorcas, colgantes con tu nombre o con tu signo del zodíaco, vasijas, rosas de madera, inciensos varios, velas perfumadas, gominolas caseras, hierbas para infusiones y como remedio de afecciones y enfermedades, látigos de cuero, anillos, pulseras y pendientes, etcétera. En el apartado de los comestibles, vimos tenderetes con kebabs y falafel, papas arrugadas con mojo picón, crepes dulces o salados, pinchos de carne, pasteles y tartas artesanales y recién hechas, bocadillos y embutidos, etcétera. En ambas noches las calles estuvieron abarrotadas de gente. Al fin, y tras observar detenidamente aquí y allá, noté que casi todos hacemos lo mismo en estos mercados: no sabemos qué comprar, porque nos gusta todo, y al final sólo gastamos el dinero (casi todos, digo; los hay que sí compran otros artículos) en los puestos de comida y bebida. Es en esas casetas donde se observa a los mirones consumir, donde el dinero cambia de manos con facilidad y rapidez.
La primera noche gastamos el dinero en tartas. En tres tartas: de queso, de limón y almendras, de chocolate. Admito que, cuando me llevé a los labios una porción de chocolate en bruto, casi derramo lágrimas de gozo. Creo que el puesto se llamaba "El Rincón de Ana", aunque podría estar equivocado y la memoria puede haberme jugado una mala pasada. La primera noche también cenamos en La Cartería. Yo ya había comido allí, antaño, cuando me invitaron a participar en la Feria del Libro. Y se come muy bien, a fe. Pedimos un revuelto de gambas y setas para todos y, para cada uno, una trucha sanabresa, frita con jamón y almendras. Una trucha que no se la saltaría un gitano. Fina, deliciosa. Me dieron ganas de comerme hasta las raspas, para aprovechar todo el manjar. No lo hice de chiripa. Salimos de allí contentos, cenados por un precio razonable. La segunda noche probamos los pinchos, las crepes y las papas. Demasiado caros, los pinchos. Esa segunda vez coincidimos con un espectáculo de actores, música, fuego y dramaturgia. En ambas noches me encontré a gente conocida. A uno de mis primos, que lleva desde el uno de julio en Sanabria: para él aquello es como estar en la gloria, y no le falta razón. Me encontré a numerosos amigos a los que hacía tiempo no veía y me alegré de saludarlos.
Caminando por esas calles engalanadas uno se notaba extraño con sus ropas contemporáneas. Porque los mercaderes vestían túnicas, sandalias de cuero, gorros y capas. También vi seis burros en fila india. Atados con cuerdas, quietos y pacientes. Me acerqué a ellos sin tocarlos, sin molestarlos. Sólo para observar sus expresiones, su majestuosidad esclava, su mansedumbre, sus miradas bonachonas. Los seis eran guapos, pero el último de todos era el mejor. Un burro fascinante.