Partamos del mínimo detalle, de lo más cercano a los ojos. A mis ojos, en este caso. Leo una página de un libro. La prosa es serena, como puede serlo la superficie de una laguna. Las descripciones son sobrias y minuciosas. Cada capítulo, cada retrato, cada encuentro del autor, cada viaje y entrevista, reproducen bodegones. Bodegones de la vida, pero pintados con palabras, precisas y muy bien escogidas. El libro corresponde a John Berger, gran escritor. Su título: “Fotocopias”. En ese instante me doy cuenta de que ha sido una magnífica elección. Leer a Berger es como beberse una tila. Pero también aprendes y viajas, no sólo te relajas. Mis manos sostienen en alto el ejemplar, para que el sol no me dé directamente a los ojos, cegándome momentáneamente. Mi cuerpo, tumbado en horizontal y boca arriba, descansa en una toalla, y la toalla sobre una roca angosta y algo afilada. Junto a la roca, a mi izquierda, otra roca aún más grande, donde está mi gente, también leyendo o haciendo crucigramas o simplemente tomando el sol. Al otro lado, a mi derecha, la vegetación está tan próxima que algunas ramas se me meten en el libro, y a veces caen hojas pegajosas y muy verdes entre las páginas o encima de las manos. Unos minutos antes de llegar allí y aposentarme, sorprendí a un lagarto tendido al sol. Huyó hacia las sombras de la vegetación.
Si salimos de ese conjunto de rocas y piedrecitas donde a veces se suben las ranas y los sapos, veremos un recodo del río a la izquierda, cuyas aguas hacen pequeños remolinos en el claro y luego continúan más rápido, río arriba. Y, a la derecha, el río propiamente dicho. Al fondo, al frente, el Lago de Sanabria. Y las montañas, el verde de los árboles y de la espesura. No hay nadie en los alrededores, si acaso un par de bañistas cuyas voces ni se oyen. El cielo está despejado. Muy azul, muy propio de una tarde de siesta. El sol pica demasiado, e incita a bañarse. Las aguas del Lago ya no están tan frías como otros años. De vez en cuando, el zumbido pasajero de una mosca. También el de una avispa, o el de una libélula. Las libélulas pasan muy cerca de uno, volando bajo, como si fueran helicópteros en vuelo de reconocimiento. Por fortuna, no se ven tábanos. Los tábanos no sólo son feos, sino que su picadura te deja una joroba cuando te pica en la espalda. Léase de nuevo el marco, el entorno: el libro, mis manos, el cuerpo reposando en la toalla y la toalla en la roca, la vegetación, el zumbido pasajero, el calor de una tarde laborable, las aguas corriendo por entre las piedras, el Lago de Sanabria sin apenas una ola, nada de brisa, las montañas al frente, el oxígeno enriquecedor. Y el silencio. Especialmente el silencio.
Advierto el silencio como algo fuera de lo común, cuando debería ser la norma en nuestras vidas. Algo imposible, desde luego, cuando se viene del caos y la locura de las ciudades. Noto el silencio sólo cuando llevo ya unas cuantas páginas del libro. Un silencio espeso, noble, símbolo de la paz y el reposo. Un silencio en el que no caben las serenatas de los telediarios, la agonía de la felicidad, la temporada de rebajas, el tráfico, el jaleo urbano, las guerras ni el odio entre los seres humanos. Sólo la naturaleza y la vida. Un silencio sólo surcado (pero no roto, pues conviven en armonía) por el zumbido pasajero de la libélula y el rumor lejano de las aguas en su curso, río arriba. Escuchar el agua y el silencio, y luego concentrarse en la lectura, ayudado por una luz natural y sin polución, una luz a la que nada adultera. Y darse cuenta, entonces, de que eso mismo es el paraíso. O uno de los pocos paraísos posibles. La tranquilidad, el apartarse del mundo durante unos días, la naturaleza, la lectura, el agua. El silencio.