Están estos días los conductores del Metro de Madrid en huelga. Es una huelga que van haciendo a plazos (no sé si cómodos para ellos, pero desde luego incómodos para los viajeros): dos horas por la mañana, dos horas por la tarde, etcétera. De esa manera, más que una huelga parece la administración de un medicamento: tómese cada tanto tiempo, y a correr. Los servicios mínimos traen aparejados una serie de molestias, que caen al completo sobre los cansados hombros del exhausto trabajador que madruga, a saber, las largas esperas en el andén, las apreturas en el interior de los vagones, el olor ácido y animal de los sudores revueltos y confundidos, el retraso en la oficina y, como consecuencia de lo anterior, unas cucharadas de estrés no remunerado, por si fuera poco. Un minuto de demora en los andenes, sólo un minuto, se hace eterno. Imaginen aguardar más de ocho minutos, de ahí para arriba. Vislumbren al tío, o a la tía, que va recién duchado, con la camisa y la corbata limpias, y se mete a ese gallinero donde la gente se apretuja igual que en una prensa, y va soltando chorros de agua por los poros, y las narices se achican por el hedor. Ese tío ya no es el mismo cuando sale.
Daríamos gracias si esta amalgama de contrariedades ocurriese solamente cuando se programan las huelgas, pero no es el caso, y eso lo saben los zamoranos afincados en la capital, que son numerosísimos, pues hablar de Madrid, en la actualidad, equivale a referirse a un alto porcentaje de zamoranos y sus circunstancias. Yo tomo el metro de vez en cuando. El viernes anterior, sin ir más lejos, tardé una hora y pico en un trayecto que, en condiciones normales, me hubiese ocupado veinte minutos. Entre las estaciones de Lavapiés y Sol el tren al que entré circulaba achacoso y reumático, a una velocidad de cafetera antigua, y dando unos trompicones que desbarataban el orden vertical de los pasajeros y nos hacían chocar unos con otros o perder pie. Más tarde, en el trasbordo, se me fueron varios minutos, y eso que era hora punta. Al coger el tren que me llevaría a mi destino noté un perfume agrio y pendenciero, como a cables quemados. En la siguiente parada varias personas decidieron bajarse y esperar al próximo servicio, que no es plan de viajar medio mareado. Por fin, el conductor decidió asomarse a los vagones e ir preguntando: “¿Aquí huele mal?” Hecha la ronda, y agotada nuestra paciencia, ordenó salir a los pasajeros. “Este tren está averiado”, anunció. Más minutos de espera, con lo cual se produjo la lógica congestión del andén y de los siguientes vagones. Fuimos todos apretados: los codos clavándose en las costillas ajenas, los zapatos pisándose por turnos, los alientos soltando su carga sobre el cogote del prójimo, las fatigas para entrar a presión en los vagones y las luchas para salir en las paradas elegidas. Más de cuatro nos sentimos como si fuéramos de viaje sin retorno a los campos de concentración de Dachau. También podía uno creer que era miembro de una partida de ganado vacuno, o que iba en el tren de la bruja, que siempre es (la bruja) un quinqui disfrazado con peluca, careta de mujer y un vestido de flores.
Dicen que el metro de esta ciudad es uno de los mejores, no sé si de España o de Europa, y nadie pone en duda que llega a muchos rincones de Madrid y que su desarrollo no se detiene y va incorporando más enlaces y líneas y mejoras, pero no podemos negar los puntuales sobresaltos y zarandeos, las averías y las esperas, el agobio de ir hacinados. Esto no lo notan Gallardón y Aguirre porque sus trayectos oficiales son cortos y no comportan otra misión que la de recibir a los fotógrafos y contar ante las alcachofas que los servicios funcionan de maravilla.