En cierta ocasión al escritor Raymond Carver le dijo su médico que, si continuaba llevando la vida de excesos a la que se había acostumbrado, sólo iba a durar seis meses. Dos de los protagonistas de esa biografía eran el alcohol y el tabaco. Carver fue alcohólico hasta la advertencia del doctor. Entonces abandonó los malos hábitos y, además, pudo conocer a la mujer de su vida, Tess Gallagher. El tramo final, los últimos metros de su andadura, abarcó once años. Once años de salud, de sobriedad, de amor, de literatura. Antes de que concluyera ese tiempo le diagnosticaron un cáncer de pulmón. No duró mucho más, y se fue a la tumba a los cincuenta años, en la flor de la vida. Es de suponer que cada día de esa rehabilitación lo apuró como si fuera el último. Para él, ese retraso en su cita con la muerte fue una propina. Así lo afirma en uno de sus poemas póstumos, poemas en prosa que he releído, los de “Un sendero nuevo a la cascada”: “Soy un hombre de suerte. He vivido diez años más de los que yo o cualquiera esperaba. Pura propina. Y no lo olvido”.
Los poemas de la última parte del libro abordan la despedida, y por eso mismo aparecen transidos de un dolor más o menos emotivo, pero en el que no hay cabida para los lamentos ni los lloriqueos propios de telenovela. Carver asumió que la enfermedad le estaba royendo el alma y los pulmones, y en esos poemas tristes da las gracias por la propina, en vez de lamentarse. Asume su parte y lo que vendrá: su despedida. Pocos autores han sabido reflejar como él la vida miserable de los parados, de los alcohólicos, de los obreros, de los matrimonios a pique. Los cuentos de Carver reconfortan no sólo por la precisión de su prosa, sino porque uno los lee y siempre sabe que existe gente a la que le va peor. Es una pena que uno de sus poemas más celebrados no se incluya en libro alguno en España, y que toque leer su traducción en páginas de internet, como en la imprescindible web “El poder de la palabra”. El poema se titula “Miedo”. Esa propina que menciona Raymond Carver la conoce demasiada gente, en especial quienes sobreviven a un accidente, a un atentado, a una catástrofe, a una operación a vida o muerte. Quienes dejan el hospital por su propio pie y saben que, a partir de ahí, cuanto recorran es un regalo, una segunda oportunidad, un aplazamiento, una prórroga de los cielos o del destino, según las creencias de cada cual.
Días atrás murió Rocío Durcal, y asistimos así al declive de las folclóricas. Las que sobrevivan y salven el pellejo habrán obtenido su propina. Pero las folclóricas han ensombrecido las muertes de Richard Fleischer y Eloy de la Iglesia. Aunque me divierte más la filmografía del primero (dominada por la aventura: “Los vikingos”, “Bandido”, “Viaje alucinante”, “Conan el destructor”), voy a detenerme en la figura del segundo, que estuvo perdido en los oscuros laberintos de la droga, y que ha fallecido ahora, tras esa prórroga obtenida después de sobrevivir y desengancharse. El cine de este director que prefiero es el que hizo en los ochenta, cuando éramos chavales y él contaba en la pantalla sórdidas historias de delincuentes amarrados a la aguja y la cheira. “Navajeros”, “Colegas”, “El pico” y su secuela crearon el género de los quinquis jóvenes de vida apresurada, breve y repleta de atracos y chutes. El adentrarse tanto en la marginalidad lo convirtió en marginal, en esclavo de la heroína, como lo fueron muchos de los intérpretes que trabajaron con él y sucumbieron por sobredosis: José Luis Manzano, Lali Espinet, Javier García, Antonio Flores y “El Pirri”. Creo que Eloy de la Iglesia supo mucho de esa propina de la que Raymond Carver escribió.