En España, este país de reaccionarios y de actitudes extremas, según suele desprenderse de los medios de comunicación los malos de la película son todos aquellos trabajadores que deben velar por nuestra seguridad, a saber: policías, guardias civiles, soldados, vigilantes jurados. Parece que estemos viviendo una época en la que quienes se saltan las leyes a la torera recaudan el aplauso de la gente y quienes procuran hacerlas cumplir son los enemigos del pueblo. Ya hemos dicho que sí, que hay policías capullos y corruptos, y guardias civiles demasiado brutos, y soldados más capaces de liarla parda que de mantener la paz. Pero que haya unos cuantos se ha convertido en estos tiempos de corrección política en la manía de colgarles a todos el mismo letrero. Un grave error que, sospecho, no se da en otros países. En Estados Unidos, por ejemplo, cuando llega la hora de afrontar las tragedias los agentes, los soldados, los guardias, acaban siendo los héroes. ¿Por qué? Porque arriman el hombro y se juegan la vida. Porque, cuando de verdad se los necesita, están ahí. Por supuesto que a muchos se les va la olla, como en esas imágenes en que los vemos apaleando inocentes. Pero al resto se le agradecen los servicios prestados con homenajes y medallas.
Aquí, en cambio, no. Conozco a algunos soldados, y a algún que otro guardia civil, y a unos cuantos vigilantes, y a funcionarios de prisiones, y a un par de policías. Y algunos se me han quejado de la imagen que de ellos y de su trabajo ofrecen los medios de comunicación. Siempre son los malos. Cuando un policía desempeña su trabajo, o un vigilante debe reducir por la fuerza a alguien, o un soldado debe meterse en un “fregao”, o sea, cuando tiene que echarle el escroto a la cosa, no se puede andar con chiquitas: si hay que pelear con un tipo o pararle los pies no se puede cubrirlo de besos y abrazos ni regalarle flores. Normalmente, en muchos de esos casos, te juegas el pellejo a los dados. Si, por ejemplo, en un hospital psiquiátrico al vigilante le toca la papeleta de pararle los pies a un inquilino que está en plena fase de violencia, y el vigilante lo reduce aunque, en el jaleo y la trifulca, se lleve unas leches de regalo, a quien denuncian al final es al vigilante; lo denuncian el paciente y su familia. O sea, el trabajador que cumplía con su cometido termina siendo la lacra, tras resolver una situación en la que un enfermo, si nadie lo detiene, puede partirle la crisma a médicos, enfermeros y pacientes. Cuando quienes trabajan en el mantenimiento del orden me cuentan sus historias, para mí son unos héroes. Se necesitan agallas para desempeñar sus oficios. En su trabajo se incluye, si no hay más remedio, la violencia. Y esto es lo que critican los defensores de lo políticamente correcto, esa es la imagen que nos dan los medios. Pero lo que no se preguntan es: ¿cómo parar a un tipo, a un caballo desbocado que no atiende a razones, si no es poniéndole las pilas? ¿Cómo quieren que lo haga? ¿Hablando? ¿Ofreciéndole tabaco y conversación para que se calme?
Aquí, en cambio, no. Conozco a algunos soldados, y a algún que otro guardia civil, y a unos cuantos vigilantes, y a funcionarios de prisiones, y a un par de policías. Y algunos se me han quejado de la imagen que de ellos y de su trabajo ofrecen los medios de comunicación. Siempre son los malos. Cuando un policía desempeña su trabajo, o un vigilante debe reducir por la fuerza a alguien, o un soldado debe meterse en un “fregao”, o sea, cuando tiene que echarle el escroto a la cosa, no se puede andar con chiquitas: si hay que pelear con un tipo o pararle los pies no se puede cubrirlo de besos y abrazos ni regalarle flores. Normalmente, en muchos de esos casos, te juegas el pellejo a los dados. Si, por ejemplo, en un hospital psiquiátrico al vigilante le toca la papeleta de pararle los pies a un inquilino que está en plena fase de violencia, y el vigilante lo reduce aunque, en el jaleo y la trifulca, se lleve unas leches de regalo, a quien denuncian al final es al vigilante; lo denuncian el paciente y su familia. O sea, el trabajador que cumplía con su cometido termina siendo la lacra, tras resolver una situación en la que un enfermo, si nadie lo detiene, puede partirle la crisma a médicos, enfermeros y pacientes. Cuando quienes trabajan en el mantenimiento del orden me cuentan sus historias, para mí son unos héroes. Se necesitan agallas para desempeñar sus oficios. En su trabajo se incluye, si no hay más remedio, la violencia. Y esto es lo que critican los defensores de lo políticamente correcto, esa es la imagen que nos dan los medios. Pero lo que no se preguntan es: ¿cómo parar a un tipo, a un caballo desbocado que no atiende a razones, si no es poniéndole las pilas? ¿Cómo quieren que lo haga? ¿Hablando? ¿Ofreciéndole tabaco y conversación para que se calme?
Tan mal está la reputación de soldados y policías en este país que, a menudo, se financian series de televisión en las procuran mostrar otra imagen, más benévola, de dichos empleos. Para que un chaval quiera hacerse poli después de ver un capítulo en el que se respeta el trabajo del cuerpo de policía. Lo que más revienta es que tendemos a pensar que el respeto y la defensa y el apoyo del trabajo de agentes, soldados y guardias son propios de la derecha. Y sentirse español es propio de la derecha. Y reducir a un criminal cuando no queda otro remedio es propio de la derecha. Pues yo creo que no. Ese respeto no es de derechas o izquierdas, sino de sentido común.