La primera vez que observé un ordenador abierto me pareció una imagen obscena. Cuando digo “ordenador abierto” me refiero a la torre que cobija los discos duros, los ventiladores y tarjetas gráficas, el laberinto de cables. Recuerdo el momento, aunque ocurrió hace años: entré en un cyber de Zamora en el que nos reuníamos los amigos. La gente estaba frente a las pantallas, matándose virtualmente y en red en videojuegos violentos y entretenidos. Encima de una mesa estaba la torre de un ordenador, y supuse que era un aparato del propio local, cuyo funcionamiento se habría detenido. Lo habían tumbado sobre el mueble, de lado, y le faltaba la carcasa. Junto a la mesa unos cuantos muchachos conversaban acerca de los síntomas del paciente. Entre todos, deduje, están realizando el diagnóstico para, más tarde, entrar a matar y operar a corazón abierto. Aquellos médicos informáticos no eran técnicos ni expertos ni trabajaban en ningún taller de reparaciones de ordenadores, porque en estos tiempos los niños nacen ya sabiendo cómo resolver los estropicios en la informática.
La torre seguía ahí, enferma y seguramente desangrándose a causa de los virus o del polvo o de una explosión diminuta o de algún cable suelto, aguardando a que le metieran las manos entre las tripas y resolviesen su problema o le dieran pasaporte al chatarrero. Me pareció, insisto, obscena, pues nunca antes había visto un ordenador sin su armadura y esperando en la camilla a que lo interviniesen quirúrgicamente. Ahora ya no me asusta ni me confunde. Pero al principio sí: nos ocurre cuando vemos por primera vez los engranajes, los misterios, los mecanismos de un objeto. En el fondo, el interior de un reloj o de un ordenador o de un coche no son tan distintos del interior de un ser vivo: simplemente funcionan a la perfección, hasta que un día dejan de funcionar. La diferencia es que el ser humano posee la inteligencia y los sentimientos, y de ellos se vale para crear a los anteriores y dotarlos de una vida efímera. No es mi intención comparar, pero las operaciones de personas que salen en la tele me provocan el mismo asco que cuando atisbo, por primera vez, las profundidades de los objetos. Con el tiempo, sin embargo, se acostumbra uno a ver aparatos en talleres de reparación, pero no seres humanos encima de un quirófano.
La torre seguía ahí, enferma y seguramente desangrándose a causa de los virus o del polvo o de una explosión diminuta o de algún cable suelto, aguardando a que le metieran las manos entre las tripas y resolviesen su problema o le dieran pasaporte al chatarrero. Me pareció, insisto, obscena, pues nunca antes había visto un ordenador sin su armadura y esperando en la camilla a que lo interviniesen quirúrgicamente. Ahora ya no me asusta ni me confunde. Pero al principio sí: nos ocurre cuando vemos por primera vez los engranajes, los misterios, los mecanismos de un objeto. En el fondo, el interior de un reloj o de un ordenador o de un coche no son tan distintos del interior de un ser vivo: simplemente funcionan a la perfección, hasta que un día dejan de funcionar. La diferencia es que el ser humano posee la inteligencia y los sentimientos, y de ellos se vale para crear a los anteriores y dotarlos de una vida efímera. No es mi intención comparar, pero las operaciones de personas que salen en la tele me provocan el mismo asco que cuando atisbo, por primera vez, las profundidades de los objetos. Con el tiempo, sin embargo, se acostumbra uno a ver aparatos en talleres de reparación, pero no seres humanos encima de un quirófano.
Volvamos al ordenador abierto en canal: me pareció sublime el momento en que los muchachos se aproximaron al aparato para intervenirlo. Conocían los secretos: dónde estaba el cerebro del pc, dónde esos pulmones con forma de ventilador que alivian las calenturas de la máquina tras el encendido, dónde se refugia la memoria del bicho y qué válvulas conectan unas cosas con otras. Del mismo modo que nos fascinan los médicos y sus lecturas del cuerpo humano, y los veterinarios y sus escrutinios en nuestras mascotas, a mí además me maravilla el modo en que los técnicos (o, en el caso que nos ocupa, los chavales que se las saben todas) leen los recovecos de los vehículos, de las televisiones, del vídeo, y de cualquier cachivache doméstico que vuelva nuestra vida más confortable. Cuando se estropean hay varias formas de solucionarlo: tratar de arreglarlo por nuestra cuenta, y que no funcione; llevarlo a un técnico y que, de un vistazo, aconseje deshacerse de él y comprar uno nuevo; o que ese mismo técnico lo destripe, lo explore y lo sane, y salgamos maravillados de allí, igual que salimos encantados de la consulta cuando el doctor nos dice que no nos preocupemos, y que todo se solucionará con un medicamento o llevando una vida saludable. Las máquinas: qué misteriosas, tan llenas de complejidades.