Hay ocasiones en las que una tontería, un accidente o un equívoco desencadenan las consecuencias más trágicas. Un encuentro fortuito, un simple despiste, activan una maquinaria de efectos que se nos escapan de las manos y terminan convirtiéndose en un monstruo, igual que las bolas de nieve que van aumentando en velocidad y tamaño cuando ruedan por una pendiente, o la ficha de dominó que cae y derriba a su paso al resto de las fichas del juego. Partiendo de esa premisa (una decisión errónea, un tropiezo inesperado, un revés) hemos leído magníficas novelas y visto estupendas películas. En el primer caso me vienen a la cabeza los libros de Paul Auster, donde una llamada de teléfono o la noche triste de un viudo que ve en la tele a un cómico del cine mudo propician todas las consecuencias de la trama, como si, una vez pasado ese punto, ya no hubiera retorno posible a la placidez previa. En el segundo caso ahí están “Un plan sencillo”, “Fargo”, “Giro al infierno”, “El efecto dominó”, o “Amores perros” y “21 gramos”: tipos que toman una decisión equivocada al quedarse un dinero que no es suyo, hombres que eligen un camino y tienen un accidente de coche, perdedores que planean el secuestro de su esposa para sacar pasta a su suegro… Vidas, en definitiva, que cambian por completo en un segundo, en un giro de la suerte.
En Vilafranca del Penedés (Barcelona), hace unos días, sucedió una de esas historias. La hemos leído con asombro en la prensa, conscientes de que a menudo la vida y los periódicos nos proporcionan cuentos increíbles. Por si acaso alguien no la conoce, la cuento. Un hombre conducía su grúa cuando embistió el coche de una chica. Salieron de sus vehículos para intercambiar los papeles. Pronto el individuo le dijo que se había olvidado el seguro en el taller de desguace, y pidió a la joven que la acompañara a buscarlo. Una vez allí, el hombre de la grúa reconoció no tener seguro, y propuso a la chica poner en el parte del accidente que no la había embestido una grúa, sino un coche del que poseía el seguro. Dado que ella no accedió, al fulano le atacaron los nervios, extrajo una pistola, apuntó a la mujer y la amordazó y ató en una silla. Seis horas más tarde al nota, al parecer, le entraron ganas de fumar. Así que la introdujo en el coche y fueron a una gasolinera a por tabaco (sic). Suponemos que estaba ganando tiempo para decidir cómo resolvía la situación. Al volver de la gasolinera se le ocurrió estrangularla. Ella perdió el conocimiento y él creyó que estaba muerta. Cuando volvió en sí, el hombre volvió a apuntarla con el arma y disparó, errando el tiro (los periódicos no se aclaran sobre si falló adrede o si andaba mal de puntería). Luego le dio la venada más extraña: arrepentido, ofreció a la chica la pistola y dijo que acabara con su vida. Ella tomó el cañón y lo convenció de que la llevara a un hospital. El hombre lo hizo y hoy duerme en la cárcel. No tenía antecedentes psicológicos.
En Vilafranca del Penedés (Barcelona), hace unos días, sucedió una de esas historias. La hemos leído con asombro en la prensa, conscientes de que a menudo la vida y los periódicos nos proporcionan cuentos increíbles. Por si acaso alguien no la conoce, la cuento. Un hombre conducía su grúa cuando embistió el coche de una chica. Salieron de sus vehículos para intercambiar los papeles. Pronto el individuo le dijo que se había olvidado el seguro en el taller de desguace, y pidió a la joven que la acompañara a buscarlo. Una vez allí, el hombre de la grúa reconoció no tener seguro, y propuso a la chica poner en el parte del accidente que no la había embestido una grúa, sino un coche del que poseía el seguro. Dado que ella no accedió, al fulano le atacaron los nervios, extrajo una pistola, apuntó a la mujer y la amordazó y ató en una silla. Seis horas más tarde al nota, al parecer, le entraron ganas de fumar. Así que la introdujo en el coche y fueron a una gasolinera a por tabaco (sic). Suponemos que estaba ganando tiempo para decidir cómo resolvía la situación. Al volver de la gasolinera se le ocurrió estrangularla. Ella perdió el conocimiento y él creyó que estaba muerta. Cuando volvió en sí, el hombre volvió a apuntarla con el arma y disparó, errando el tiro (los periódicos no se aclaran sobre si falló adrede o si andaba mal de puntería). Luego le dio la venada más extraña: arrepentido, ofreció a la chica la pistola y dijo que acabara con su vida. Ella tomó el cañón y lo convenció de que la llevara a un hospital. El hombre lo hizo y hoy duerme en la cárcel. No tenía antecedentes psicológicos.
Encuentros fortuitos de ese calibre pueden cambiar una vida. La chica, que padece un choque nervioso, necesitará probablemente y en lo sucesivo algunas sesiones en el psiquiatra y muchos tranquilizantes. Esto, intuye uno, hará que a partir de ahora desconfíe de cualquier desconocido, tenga la pinta que tenga y suceda lo que suceda. Y, pondría la mano en el fuego, estará fabulando sobre lo que hubiera ocurrido si aquel día no hubiera cogido el coche, o no hubiera torcido por esta o aquella calle. Cuando un accidente o un tropiezo desencadenan una pesadilla, uno repasa los minutos y las horas previas. ¿Pude evitarlo?, se dice uno. ¿Y si hubiera tomado otra decisión? Hay mañanas en que es mejor no levantarse de la cama.