Algunos establecimientos cuelgan unos letreros y unos carteles, ya sean escritos a mano o a ordenador, tan extraños que, de verlos en una obra de ficción, no nos los creeríamos. En el barrio en el que vivo hay una especie de sobredosis de estos carteles. Los encontramos de diversas clases, y todos conservan algo entrañable, como si sus dueños, además de provocarnos la risa, fuesen una especie de artesanos medio chiflados de los que uno siente piedad. Una de las clases se refiere a los carteles que han sobrevivido a las modas y al tiempo, es decir, los mensajes manuscritos que suelen colgar los dueños de las tabernas y cafés más antiguos de Madrid. Por ejemplo, en una de las calles próximas a casa hay un bareto de buena fama en el que su dueño y camarero escribe frases o poesías a mano, con su caligrafía retorcida y temblorosa, y los cuelga bajo cada botella de vino que coge polvo en los estantes. De manera que, cuando uno entra, antes de verse absorbido por la verborrea del hostelero, se queda prendado de la pared de detrás del tipo, llena de botellas y sembrada de papeles cortados en los que se vislumbran las inscripciones. En esta clase se incluyen los rótulos gigantes, esos nombres de las tiendas en los que brilla cierta sabiduría para titular. Uno de los más emotivos es ése en el que, encima de un comercio ubicado en una esquina, pone “Comestibles finos”. Ese nombre exquisito recuerda un tiempo lejano que los de mi generación no hemos vivido. “Comestibles finos”: ya no hallamos ninguna de esas palabras en los supermercados y grandes superficies actuales.
También están los menús y letreros escritos en español por los inmigrantes que han instalado sus negocios en el barrio. Un día inauguraron un restaurante hindú y me acerqué a ver la carta puesta en la fachada. Había dos o tres palabras mal escritas, y esto me hizo mucha gracia: daba la impresión de que los nombres de los platos los había escrito un niño pequeño. No faltan letreros de chinos o de árabes en los que localizamos errores que, lejos de incomodar, hacen reír a uno, la misma gracia que haría yo con mi pronunciación y mi manejo del idioma si me fuera a vivir a Londres y abriera un café. Los hay mal escritos y los hay bien escritos y, también, muy ocurrentes. La otra noche entramos en un establecimiento a cenar un kebab y, pegado al cristal de la puerta, vi un folio blanco en el que sus dueños escribieron, a ordenador, en letras grandes, lo siguiente: “Por la compra de un menú le regalamos una bufanda de lana”. No me digan que no es un cartel sabroso... A nadie, en principio y en su sano juicio, se le ocurre juntar en la misma frase “menú” y “bufanda de lana”. Nos pusimos a imaginar cómo sería que te regalasen una bufanda cuando vas a comer, y salir hecho un señor, con tu bufanda enroscada al cuello y flotando al viento. Supongo que les vendieron barata una partida de esas prendas y tuvieron que darle salida. El caso es que dicha oferta logra que vayas a cenar y salgas con la garganta abrigada.
También están los menús y letreros escritos en español por los inmigrantes que han instalado sus negocios en el barrio. Un día inauguraron un restaurante hindú y me acerqué a ver la carta puesta en la fachada. Había dos o tres palabras mal escritas, y esto me hizo mucha gracia: daba la impresión de que los nombres de los platos los había escrito un niño pequeño. No faltan letreros de chinos o de árabes en los que localizamos errores que, lejos de incomodar, hacen reír a uno, la misma gracia que haría yo con mi pronunciación y mi manejo del idioma si me fuera a vivir a Londres y abriera un café. Los hay mal escritos y los hay bien escritos y, también, muy ocurrentes. La otra noche entramos en un establecimiento a cenar un kebab y, pegado al cristal de la puerta, vi un folio blanco en el que sus dueños escribieron, a ordenador, en letras grandes, lo siguiente: “Por la compra de un menú le regalamos una bufanda de lana”. No me digan que no es un cartel sabroso... A nadie, en principio y en su sano juicio, se le ocurre juntar en la misma frase “menú” y “bufanda de lana”. Nos pusimos a imaginar cómo sería que te regalasen una bufanda cuando vas a comer, y salir hecho un señor, con tu bufanda enroscada al cuello y flotando al viento. Supongo que les vendieron barata una partida de esas prendas y tuvieron que darle salida. El caso es que dicha oferta logra que vayas a cenar y salgas con la garganta abrigada.
Una tercera clase es la de los mensajes escritos en las pizarras de los cafés y los garitos de comida casera. Ponen la pizarra en la calle, en la misma acera, o la cuelgan de la pared. Hace tiempo conté aquí lo de “Hay desayunos para los poco madrugadores”, que vi en la puerta de un bar cutre. Cada vez que paso por allí han cambiado el mensaje. Muchos de ellos son cachondos. Suelo acordarme, cuando leo tantos letreros, de Tomás Sánchez Santiago, quien recoge algunas muestras, entrevistas en sus paseos, en sus libros. La pena es que no suelo llevar boli encima para apuntarlos. Así que, en lo sucesivo, iré anotando.