El fin de semana me acerqué hasta mi ciudad. Pero, aunque la autovía entre Toro y Zamora agiliza los viajes, las numerosas obras de Madrid, tanto en el cinturón de la ciudad como en el interior de la misma, provocan interminables colas de vehículos que forman atascos que acaban con la paciencia de cualquiera. Da lo mismo que sea puente o un fin de semana normal, da lo mismo salir justo después de comer o a media tarde o cuando es noche cerrada, da lo mismo viajar en viernes, en sábado o en domingo: una media de cuatro horas dentro del coche no te las quita nadie. No es raro, en el trayecto de Madrid a Zamora y en el trayecto inverso, ver a conductores desesperados que salen de sus coches a estirar las piernas, y se apoyan en la carrocería tratando de apaciguar su impotencia. Hay más fondos en estos viajes que en la procesión de la madrugada del Viernes Santo, así que imaginen el latazo que supone estar dentro del coche, con la espalda rota y el culo hecho trizas. Lo que molesta no es, al fin y al cabo, la duración excesiva de estos trayectos, sino esas caravanas interminables, que por lo general duran entre una hora y media y dos horas. Cuando la cola se pone en marcha sólo recorres dos metros. Y vuelves a pararte. Es una tortura.
En Zamora, aunque los puentes son muy extraños (los sábados sale gente hasta de debajo de las piedras, y el resto de los días hay una especie de desolación en las calles, como si la ciudad hubiera sido abandonada), alegra reencontrarse con quienes también viven fuera y a los que hace demasiados meses que uno no veía. Sales por tu ruta habitual de bares y te tropiezas con viejos conocidos en cada esquina. Es algo parecido a lo que sucede en los días navideños, cuando todo el mundo regresa al hogar a ver a los familiares y amigos.
En Zamora, aunque los puentes son muy extraños (los sábados sale gente hasta de debajo de las piedras, y el resto de los días hay una especie de desolación en las calles, como si la ciudad hubiera sido abandonada), alegra reencontrarse con quienes también viven fuera y a los que hace demasiados meses que uno no veía. Sales por tu ruta habitual de bares y te tropiezas con viejos conocidos en cada esquina. Es algo parecido a lo que sucede en los días navideños, cuando todo el mundo regresa al hogar a ver a los familiares y amigos.
Este júbilo del reencuentro, de poder salir por ahí y conversar con amigos y conocidos que viven en otras ciudades y a los que uno echaba de menos, se ve pronto eclipsado por una sensación vespertina de abatimiento. Lo diré de otra manera: a menudo, o al menos a mí me ocurre, no sé si a otras personas también, hay como una sensación en el aire de la ciudad que provoca depresiones pasajeras. Creo que tiene que ver con el espíritu zamorano, con la sensación en el ambiente de que Zamora es una ciudad derrotada que camina hacia un punto en el que ya sólo será un parque temático para ancianos. Si el viernes me embargó cierta euforia al bajar del coche y salir por los bares, el sábado por la tarde la ciudad en sí me deprimió. Y no sé exactamente qué es lo que a uno le deprime, pues ni siquiera estaba paseando por ahí, sino leyendo en casa. Tal vez influya la lluvia, que en Zamora fatiga el espíritu. O puede que fuera esa sensación que, vista la pobre oferta de la ciudad, nos obliga a hacernos esta pregunta: “¿Y qué demonios hago yo ahora?” Luego se quejan de las borracheras en los bares y de los botellones, pero por lo general no hay mucho más que hacer allí. Sí, ya, pasear: pero el paseo pronto termina y se agotan las piernas. Es una lástima, porque se trata de una ciudad mágica. Así que a uno le asaltan sentimientos contradictorios: euforia en los reencuentros con las personas y abatimiento en los reencuentros con la ciudad. La sensación en el aire, muy molesta, de salir a la calle y ver lo que hay, y luego pensar: “He aquí lo de siempre: una ciudad machacada por sus gobernantes y casi convertida en un recinto para jubilados. Una ciudad sin futuro”. Pero, como decía alguien en un reportaje que apareció en este periódico: parte de la culpa es de los ciudadanos, que votan una y otra vez a los mismos, “o sea, que estarán contentos”.