Ignoro bajo qué prisma ven los habitantes de Zamora el asunto actual sobre el legado de León Felipe, pero desde fuera, desde los emigrados, la imagen que nos llega es patética. Muy patética. Polémicas, amenazas, acusaciones, denuncias. Mientras la obra del tabarés permanece archivada, criando polvo, arrumbada durante años, el albacea y el concejal de cultura del Ayuntamiento de la ciudad cruzan sus espadas, se emplean en un duelo lamentable. Pero el museo prometido no ve la luz, y el fantasma de León Felipe probablemente se espanta tras contemplar la canallada. Porque dejar en cajas, metidas en un archivo, los manuscritos, las cartas, los objetos personales, etcétera, mientras los años van pasando, sólo puede calificarse de canallada, o de injuria a la memoria del poeta. Ya nos dijeron que los proyectos no cuajan en un día, que estas cosas van despacio, que requieren mucho trabajo y paciencia. De acuerdo. Pero el tiempo corre. Lo último que uno sabe es que pretenden adecuar el edificio de Ramón Álvarez para poner allí el museo, pero hay que esperar entre seis y ocho meses para acondicionarlo (plazo que uno, por cierto, no se cree).
La imagen, insisto, es bochornosa. En cualquier otro lugar del mundo, si me apuran, ya estaría funcionando no sólo el museo de León Felipe, sino también el de Baltasar Lobo; en cualquier otro lugar del mundo estarían obteniendo beneficios, no únicamente económicos, hay otros beneficios necesarios para la ciudad: el prestigio, la oferta turística, la cultura; en cualquier otro lugar del mundo, además de funcionar dicho museo, sus responsables estarían pregonando por varios países que allí existe una colección imprescindible (evitemos la palabra “irrepetible”, tan mal usada en la publicidad actual, que ha abusado de ella hasta el hartazgo, logrando que pierda su sentido), un archivo de objetos que reflejan la vida y circunstancias del poeta, pues la mitad de una biografía consiste en esos objetos que acompañaron a un ser humano, en los cuales se pueden rastrear las huellas y las sombras de cuanto uno fue; en cualquier otro lugar del mundo la población habría salido a la calle a pedir cabezas, harta de retrasos, promesas vacuas, espectáculos deleznables y polémicas pecuniarias. Pero no lo olvidemos: estamos hablando de Zamora, esa ciudad bella y triste, sometida siempre al infortunio, la dejadez y la incompetencia. Incluso en un sitio como El Rastro cualquiera de esos objetos sería oro puro, una auténtica fortuna.
La imagen, insisto, es bochornosa. En cualquier otro lugar del mundo, si me apuran, ya estaría funcionando no sólo el museo de León Felipe, sino también el de Baltasar Lobo; en cualquier otro lugar del mundo estarían obteniendo beneficios, no únicamente económicos, hay otros beneficios necesarios para la ciudad: el prestigio, la oferta turística, la cultura; en cualquier otro lugar del mundo, además de funcionar dicho museo, sus responsables estarían pregonando por varios países que allí existe una colección imprescindible (evitemos la palabra “irrepetible”, tan mal usada en la publicidad actual, que ha abusado de ella hasta el hartazgo, logrando que pierda su sentido), un archivo de objetos que reflejan la vida y circunstancias del poeta, pues la mitad de una biografía consiste en esos objetos que acompañaron a un ser humano, en los cuales se pueden rastrear las huellas y las sombras de cuanto uno fue; en cualquier otro lugar del mundo la población habría salido a la calle a pedir cabezas, harta de retrasos, promesas vacuas, espectáculos deleznables y polémicas pecuniarias. Pero no lo olvidemos: estamos hablando de Zamora, esa ciudad bella y triste, sometida siempre al infortunio, la dejadez y la incompetencia. Incluso en un sitio como El Rastro cualquiera de esos objetos sería oro puro, una auténtica fortuna.
No digo que el albacea esté en lo cierto y las malas condiciones de conservación hayan perjudicado varios documentos, y tampoco digo que el concejal tenga razón y estén en perfecto estado. Lo único que apunto es que desde fuera (y supongo también que desde dentro, aunque pocos hagan algo) la escena que nos ofrecen resulta de un patetismo inaceptable. Mientras tanto, casi todos callan. Tal vez si León Felipe hubiera sido futbolista en vez de poeta las cosas serían muy distintas: habría ya una revolución en las calles de mi ciudad. Esto lleva camino de convertirse, y espero equivocarme, en una vieja canción que ya aburre: que al final un partido de la oposición alcance el poder y que quienes estaban en la poltrona y no resolvieron nada durante años exijan al nuevo gobierno que agilice los trámites y ponga una casa-museo en dos días. En estos casos es conveniente cerrar el artículo con unas palabras del aludido: “(…), quiero preguntar a todos: ¿Qué vale lo que hace un poeta? Porque yo no tengo una cátedra ni una clínica ni un laboratorio; ni recojo ni investigo. Y quiero preguntar en seguida: el dolor y la angustia de un poeta, ¿no valen nada?”