En una ocasión alguien me dijo que los camareros de Zamora son lentos y despreocupados. Ignoro si es cierto: dependerá del garito y del carácter del tipo. Lo que sí sé es que, en bares de Madrid, me topo con venteros de ambas clases: de buen carácter y de mal carácter. Y creo, por lo que he visto hasta ahora, que abundan los segundos. Gente que igual está de mal humor porque le toca trabajar un huevo de horas, y la paga con el cliente. Por ejemplo, en algunas barras pides un botellín de Shandy, y el camarero casi te mira como si te hubieras escapado del psiquiátrico o del zoo. Luego le explicas lo que es una Shandy: cerveza con limón. Se rasca la cabeza y te dice que tiene algo parecido. Abre la nevera y saca un botellín de Mahou. Le quita el chapete y te sirve. Entonces lo miras y ves que, en la etiqueta, pone en letras grandes “Mahou” y, debajo, “Mixta Shandy: cerveza con limón”. El fulano ni siquiera sabe lo que vende, pero antes te ha regalado un par de miradas, las que se dedicarían a quien pidiera chuletas en una ferretería. En otras ocasiones, tras explicar lo que significa, te hacen la mezcla artesanal, esto es: cerveza de barril y un tercio de Kas Limón.
Estamos en una tasca extremeña, típica, del barrio de La Latina. Entre otras delicias, pueden tomarse unas tapas de parrillada de matanza, un plato exquisito que incluye torreznos, chorizo, costillas, etcétera. El problema está en la mujer de detrás de la barra, una elementa joven, hosca y con el careto de Edward G. Robinson, pero usa prendedores blancos en el pelo. Uno de los amigos que entra conmigo en el bar pide, nada más llegar a la barra y en plan simpático, algo de sangría. Intenta un juego de palabras, de esos que se hacen cuando es domingo a las dos o tres de la tarde y hace buen tiempo. Pero la mujer le responde de muy malas maneras, y añade: “De graciosos estamos todos muy buenos”. Así que pide otra de las personas, por si el problema estuviera en quien pidió antes y no en la camarera. Y lo mismo: es una mujer que, tal vez, lleva horas sirviendo platos de patatas bravas y tirando cañas, y está hasta el gorro. De modo que lo pagamos nosotros. Entonces vemos al camarero, quien, no sabemos por qué, tiene toda la pinta de ser su marido: mucho más mayor que ella, con los cabellos grises y una camiseta sin mangas y los brazos y los hombros al aire, como si en vez de ser hostelero fuera estibador o gimnasta, y las facciones propias de quien está acostumbrado a limpiarse las uñas con una navaja suiza oxidada, y un cuerpo enteco. Luego le preguntamos a la mujer, dado el número de raciones y cañas y vasos de sangría que hemos pedido, si hay mesas libres al fondo de la tasca. Y dice que sí, las hay, pero no para nosotros. Al parecer, el motivo es que no hemos pedido lo que debe pedirse para sentarse en aquellas mesas, a saber: primer plato, segundo plato y postre. No repara en que tenemos en las manos la parrillada de matanza, la ración de torta del casar y demás viandas. Amén de las nueve o diez cañas. Eché en falta, entonces, a otro de mis amigos: uno que, en cuanto se topa con camareros bordes o patosos o malos, les pone las pilas. En eso es un maestro, nadie se le sube a la chepa.
Estamos en una tasca extremeña, típica, del barrio de La Latina. Entre otras delicias, pueden tomarse unas tapas de parrillada de matanza, un plato exquisito que incluye torreznos, chorizo, costillas, etcétera. El problema está en la mujer de detrás de la barra, una elementa joven, hosca y con el careto de Edward G. Robinson, pero usa prendedores blancos en el pelo. Uno de los amigos que entra conmigo en el bar pide, nada más llegar a la barra y en plan simpático, algo de sangría. Intenta un juego de palabras, de esos que se hacen cuando es domingo a las dos o tres de la tarde y hace buen tiempo. Pero la mujer le responde de muy malas maneras, y añade: “De graciosos estamos todos muy buenos”. Así que pide otra de las personas, por si el problema estuviera en quien pidió antes y no en la camarera. Y lo mismo: es una mujer que, tal vez, lleva horas sirviendo platos de patatas bravas y tirando cañas, y está hasta el gorro. De modo que lo pagamos nosotros. Entonces vemos al camarero, quien, no sabemos por qué, tiene toda la pinta de ser su marido: mucho más mayor que ella, con los cabellos grises y una camiseta sin mangas y los brazos y los hombros al aire, como si en vez de ser hostelero fuera estibador o gimnasta, y las facciones propias de quien está acostumbrado a limpiarse las uñas con una navaja suiza oxidada, y un cuerpo enteco. Luego le preguntamos a la mujer, dado el número de raciones y cañas y vasos de sangría que hemos pedido, si hay mesas libres al fondo de la tasca. Y dice que sí, las hay, pero no para nosotros. Al parecer, el motivo es que no hemos pedido lo que debe pedirse para sentarse en aquellas mesas, a saber: primer plato, segundo plato y postre. No repara en que tenemos en las manos la parrillada de matanza, la ración de torta del casar y demás viandas. Amén de las nueve o diez cañas. Eché en falta, entonces, a otro de mis amigos: uno que, en cuanto se topa con camareros bordes o patosos o malos, les pone las pilas. En eso es un maestro, nadie se le sube a la chepa.
Es el inconveniente de algunos establecimientos de bebida y comida. Parece que le están haciendo el favor de su vida al cliente, sin reparar en que el cliente puede largarse al bar contiguo a ese. Algunos camareros, cuando les has pedido, te miran igual que los pistoleros antes de desenfundar el revólver. Esa es una de las razones por las que uno va eligiendo sus bares favoritos, y se acostumbra a ellos: el servicio es tan importante como la música o el ambiente.