Cuando alguien de provincias, como yo, se mueve por las grandes ciudades y va descubriendo el funcionamiento de todo aquello que desconocía porque en su tierra no existe, y yerra y tropieza, se le adjudica una expresión: “Quitarse la boina”, o, según dicen mis amigos: “Quitada de boina”. Uno, aunque sea poco a poco, se va desenroscando la boina. Pero también descubre, y creo que en uno de sus libros lo decía Ryszard Kapuscinski, que el provincianismo se da en todas partes, especialmente en las grandes ciudades. La diferencia es que, en las metrópolis, sus habitantes piensan que esto no ocurre porque hay rascacielos, metro y calles muy largas.
Pero, volviendo a la boina: jamás me la quitaré cuando vea famosos. Casi todas las celebridades que diviso en la calle están relacionadas con el cine; suelen ser actores. Después veo a escritores, aunque menos. Y, en tercer lugar, a gente que aparece en la televisión, que apenas me interesa. Cada vez que me cruzo con un actor o una actriz, o se me sientan detrás en el cine, me emociono (gana más puntos en el termómetro de mis emociones si es actriz). Después cojo el móvil y escribo un mensaje a algún amigo. No me hago a la idea de estar en la cola de la caja para pagar un libro y que, en la hilera de al lado, esté uno de los fulanos más célebres del momento. O que casi me choque con alguien al doblar una esquina y entonces, al fijarme, repare en que el rostro me es familiar, y advierta que es una actriz. Sin embargo, pese a que uno rehúse quitarse la boina y siga alucinando en cada uno de esos encuentros, conozco personas que viven en esta ciudad desde hace años y también se alteran cuando tropiezan con famosos. Creo que es porque tendemos a idealizar a las celebridades y, cuando las vemos en una tienda, paseando por la calle o tomándose unas tapas en una tasca, nos cuesta admitir que sean personas como nosotros, de carne y hueso, con apetitos y costumbres y necesidades. Estamos hechos, gracias a la cultura audiovisual, a verlas en un pedestal, dentro de las pantallas, en las fotografías de los periódicos, en los reportajes de cotilleo, y supone una sacudida verlas a nuestro lado, en la tierra.
Pero, volviendo a la boina: jamás me la quitaré cuando vea famosos. Casi todas las celebridades que diviso en la calle están relacionadas con el cine; suelen ser actores. Después veo a escritores, aunque menos. Y, en tercer lugar, a gente que aparece en la televisión, que apenas me interesa. Cada vez que me cruzo con un actor o una actriz, o se me sientan detrás en el cine, me emociono (gana más puntos en el termómetro de mis emociones si es actriz). Después cojo el móvil y escribo un mensaje a algún amigo. No me hago a la idea de estar en la cola de la caja para pagar un libro y que, en la hilera de al lado, esté uno de los fulanos más célebres del momento. O que casi me choque con alguien al doblar una esquina y entonces, al fijarme, repare en que el rostro me es familiar, y advierta que es una actriz. Sin embargo, pese a que uno rehúse quitarse la boina y siga alucinando en cada uno de esos encuentros, conozco personas que viven en esta ciudad desde hace años y también se alteran cuando tropiezan con famosos. Creo que es porque tendemos a idealizar a las celebridades y, cuando las vemos en una tienda, paseando por la calle o tomándose unas tapas en una tasca, nos cuesta admitir que sean personas como nosotros, de carne y hueso, con apetitos y costumbres y necesidades. Estamos hechos, gracias a la cultura audiovisual, a verlas en un pedestal, dentro de las pantallas, en las fotografías de los periódicos, en los reportajes de cotilleo, y supone una sacudida verlas a nuestro lado, en la tierra.
Existe otra clase de gente, no famosa, que a estos encuentros les quita hierro. Y no sólo eso, sino que cuentan la anécdota como si las celebridades fueran ellos, y no los otros. Por eso me choca cuando alguien sale a la palestra y, como quien no quiere la cosa, suelta: “Una vez, tomando copas con Cela, me dijo…”, o “Sí, a veces se lo comento a Harrison Ford. Pero es muy suyo. Harrison es así. Harrison es testarudo y me hace poco caso”, o “Pues estuve charlando con un gran director de Hollywood y dijo que le interesaba mi libro para adaptarlo al cine”. Por supuesto, estos ejemplos me los acabo de inventar, y cualquier parecido con la realidad es pura coincidencia. En esos casos uno los imagina mirándose la cutícula de las uñas, con caída de párpados, como Mortadelo y Filemón cuando se hacen los importantes. Pero funcionamos así. Pocos pregonaban su amistad con el poeta Claudio Rodríguez, hasta que murió. A partir de su muerte, resulta que todo dios ha sido colega de Claudio Rodríguez, que todo el mundo tomaba vinos con él, que cada cual era su confidente, que tenía amigos bajo las piedras y hasta en el infierno. Por mi parte, prefiero continuar con la boina puesta, y a mucha honra. Esta expresión, por cierto, y antes de que se piquen quienes siempre la usan y quienes viven en las aldeas, no tiene nada que ver con los habitantes de los pueblos. No estamos criticando a labradores o pastores, sino un estilo de comportamiento, el de quien vive en provincias y viaja a capitales. Y viceversa.