Se ha definido a sí mismo en su bitácora, titulada “Spleen de Nueva York”: “Julio Valdeón Blanco, hidalgo sin gola, patán despendolado, escritor sin lectores, amigo de los gatos, anémona desposeída del mar y sus metales”. Fue hace un par de años, si las cuentas no me fallan. Acudía yo al salón de actos de la Biblioteca Pública de Zamora, para asistir a la presentación de “La vida invisible”. Juan Manuel de Prada había llevado a un joven escritor, para que disparase las palabras de introducción. Al verlo, pensé: “¿Pero quién demonios es ese tipo? No es de la ciudad” Entonces Julio Valdeón, como hacemos los tímidos en los actos públicos, desenfundó unas cuartillas y nos leyó un texto sobre la novela, un texto plagado de fogonazos de literatura y metáforas explosivas. Uno sabe reconocer el nervio. Y, entonces, el pensamiento me cambió: “Ahí hay un buen escritor. ¿Quién es? ¿Dónde ha estado escondido hasta ahora?” Luego me enteré de que había ganado algún premio y de que su currículum incluía dos novelas publicadas. El asunto era que no lo conocíamos allí, o no sabíamos quién era, por lo de siempre: vivía en Burgos. Ese es uno de los grandes inconvenientes del oficio: hay estupendos escritores repartidos por las ciudades de Castilla y León, pero apenas se conocen entre ellos.
Pasaría algún tiempo desde entonces, y el siguiente encuentro fue en un par de actos del Instituto Castellano y Leonés de la Lengua, donde él ejercía con habilidad de Coordinador de Literatura. Después perdí su pista: sólo supe que se había despedido del Instituto. Otro escritor de Burgos, Oscar Esquivias, a quien conocí en uno de esos actos, me contó hace unos meses por correo electrónico que Julio Valdeón había emigrado a Nueva York, y en aquella ciudad colonizada de noctámbulos escribía una novela y e iba contando sus aventuras (y desventuras, y anhelos, y desvelos, y pensamientos) en un blog o bitácora. Así que leí las primeras entradas de aquel diario en la red y volvimos a ponernos en contacto.
Pasaría algún tiempo desde entonces, y el siguiente encuentro fue en un par de actos del Instituto Castellano y Leonés de la Lengua, donde él ejercía con habilidad de Coordinador de Literatura. Después perdí su pista: sólo supe que se había despedido del Instituto. Otro escritor de Burgos, Oscar Esquivias, a quien conocí en uno de esos actos, me contó hace unos meses por correo electrónico que Julio Valdeón había emigrado a Nueva York, y en aquella ciudad colonizada de noctámbulos escribía una novela y e iba contando sus aventuras (y desventuras, y anhelos, y desvelos, y pensamientos) en un blog o bitácora. Así que leí las primeras entradas de aquel diario en la red y volvimos a ponernos en contacto.
Pero lo que me interesa señalar aquí no son los pormenores de la amistad, sino la sorpresa que supuso ese diario en la red, del que me he vuelto adicto. En cada entrada o post Julio Valdeón demuestra que es uno de esos hombres a quienes les gusta jugársela en cada frase. Hay peligro y acero en su prosa, hay una pólvora que parece a punto de quemarse y explotar, hay cierta consonancia con la literatura navajera y ardiente de Raúl del Pozo. Pero también se huelen otras influencias: de la música (jazz, folk, rock), de la novela y la poesía, del cine. Una de esas personas con las que a mí me entusiasma conversar: cultura con brazos y piernas y un archivo en la cabeza de títulos, personajes, referencias, nombres, canciones y pasajes sublimes. Estuvo escribiendo una columna en El Mundo de Castilla y León hasta su huida a N.Y. En aquella ciudad, desde la que ha sabido capturar su rara atmósfera de urbe futurista y envejecida, su locura de jungla de cristal, su encanto bohemio, se pega consigo mismo para forjar otra novela. El camino nunca es fácil, y así, ahora, atraviesa una etapa difícil e incierta, según se desprende del diario, y según se nota en sus palabras: quemado tras nadar entre algunos tiburones del mundo literario. Cuando uno lee a escritores que valen, pero son poco conocidos, le asalta esta pesadumbre: la gente está acostumbrada a que los medios señalen a quién debe leerse. Han ensalzado a figuras que escriben como si vomitaran (o peor: como si redactaran), y cuyos libros se encaraman a las listas de más vendidos. Julio Valdeón, mientras tanto, va cocinando su obra en las sombras.