En el barrio en el que vivo hay restaurantes de comida exótica, de diversas procedencias: turca, griega, árabe, hindú, senegalesa, etcétera. Mi intención es, poco a poco, ir probándolas todas. Ya conocía los menús de la India y la comida rápida turca, ambos muy sabrosos. Así que fuimos a cenar a un restaurante griego que estaba casi a tiro de piedra de casa. Llegábamos algo tarde y, cuando nos sentamos, todo el mundo abandonó el local. Es un pequeño establecimiento, modesto, pintado de blanco y de azul claro. Más que un restaurante podríamos afirmar que es una especie de taberna griega, con las mesas frente a la barra.
Atendía el negocio y cocinaba el propio dueño. Cuando uno ve comedias del estilo de “Mi gran boda griega”, y se ríe con los cachondos familiares de la protagonista, cree que están exagerando. Pero no. Estos tópicos tienden luego a cumplirse en la vida real. El hombre tenía una tripa descomunal, papada, cabellos grises, bigotazo y mejillas y mentón sin afeitar, con una barba de tres o cuatro días. Y no paraba de reírse. Y no le entendíamos ni jota. Igual que cuando Indiana Jones se mete en algún garito de un país remoto y le sirve un tipo que no deja de echarse carcajadas de amabilidad. Sin embargo, prefiero que me atienda un individuo sonriente al que no comprendo que un individuo con cara de palo al que comprendo todas las palabras. Aquel tío tenía ese aspecto de los señores obesos que no paran de bailar en las bodas con un puro en la boca, en plan Zorba. Nunca había entrado en un griego, así que abrí la carta y señalé los platos que me parecieron, basándome en una norma sencilla: escoger los combinados con más mezcla de sustancias, alimentos y especias. El dueño, de vez en cuando, me decía algunas frases en su idioma risueño y simpático, aunque yo sólo entendía: “Jajaja, griastrafa oosakireferg strujan, jajaja”. A estas alturas habrán adivinado que no soy el hacha de los idiomas, ni me parezco a Tintín ni a James Bond, capaces de salir impunes de cualquier fregado idiomático. Minutos después el griego llegó con algunos platos preparados por él. Uno de los pedidos era ensalada de la casa y, al no verla, dije: “Ejem, perdone… También pedimos ensalada. Esta de aquí”. Zorba señaló uno de los platos, y dentro había un conglomerado que identifiqué como fritanga de torreznos y especias. Él dijo: “Jajaja, griastrafa jroja, eso ensolada, ensolada, jajaja”. Bien, majete, me dije a mí mismo, has vuelto a hacer lo de tu famosa quitada de boina. Sonreí y me disculpé: “Jeje, es que nunca había visto ninguna ensalada de estas y tal”. Pero, aún riéndose, adiviné que su mirada expresaba: “Anda queeee… ya te vale. Marco Polo”. Cada vez que hablaba, yo respondía: “Sí, sí, buenísimo. Muy rico”.
Atendía el negocio y cocinaba el propio dueño. Cuando uno ve comedias del estilo de “Mi gran boda griega”, y se ríe con los cachondos familiares de la protagonista, cree que están exagerando. Pero no. Estos tópicos tienden luego a cumplirse en la vida real. El hombre tenía una tripa descomunal, papada, cabellos grises, bigotazo y mejillas y mentón sin afeitar, con una barba de tres o cuatro días. Y no paraba de reírse. Y no le entendíamos ni jota. Igual que cuando Indiana Jones se mete en algún garito de un país remoto y le sirve un tipo que no deja de echarse carcajadas de amabilidad. Sin embargo, prefiero que me atienda un individuo sonriente al que no comprendo que un individuo con cara de palo al que comprendo todas las palabras. Aquel tío tenía ese aspecto de los señores obesos que no paran de bailar en las bodas con un puro en la boca, en plan Zorba. Nunca había entrado en un griego, así que abrí la carta y señalé los platos que me parecieron, basándome en una norma sencilla: escoger los combinados con más mezcla de sustancias, alimentos y especias. El dueño, de vez en cuando, me decía algunas frases en su idioma risueño y simpático, aunque yo sólo entendía: “Jajaja, griastrafa oosakireferg strujan, jajaja”. A estas alturas habrán adivinado que no soy el hacha de los idiomas, ni me parezco a Tintín ni a James Bond, capaces de salir impunes de cualquier fregado idiomático. Minutos después el griego llegó con algunos platos preparados por él. Uno de los pedidos era ensalada de la casa y, al no verla, dije: “Ejem, perdone… También pedimos ensalada. Esta de aquí”. Zorba señaló uno de los platos, y dentro había un conglomerado que identifiqué como fritanga de torreznos y especias. Él dijo: “Jajaja, griastrafa jroja, eso ensolada, ensolada, jajaja”. Bien, majete, me dije a mí mismo, has vuelto a hacer lo de tu famosa quitada de boina. Sonreí y me disculpé: “Jeje, es que nunca había visto ninguna ensalada de estas y tal”. Pero, aún riéndose, adiviné que su mirada expresaba: “Anda queeee… ya te vale. Marco Polo”. Cada vez que hablaba, yo respondía: “Sí, sí, buenísimo. Muy rico”.
Luego, al tirar de tenedor, descubrimos que todo era un lujo para el paladar. La ensalada era tan exquisita que casi me la llevo para enmarcarla. Entre otros ingredientes incluía tomate, perejil, menta, limón, pan pita frito. Pero habíamos llegado tarde a cenar, y se le notaba al hombre cierta prisa. Zorba puso un codo en la barra, a dos metros de nosotros, y nos miró mientras comíamos. Lo cual me da tanto pudor como si me vieran desnudo por la calle. Pedí un postre. “No, jajaja, no”. Traducción: no queda. Escogí otro postre, con yogur. Recé para oír un “Jajaja, jroña ke jroña, jajaja”. No lo hizo, y trajo unos pasteles diminutos y sabrosos. Ni rastro del yogur: no nos entendíamos. Al probar nosotros el pastel soltó: “Esooo… ah, strujen groñec Siria, jajaja”. Comprendí: eran de Siria. Me cayó bien el tipo y la comida fue deliciosa. Lo malo es que los menús exóticos te dejan el estómago como si hubieras cenado una bala de cañón.