Estuve atento, en la “Noche Hache”, a la comparecencia como invitado del presidente del Gobierno de Cantabria, Miguel Ángel Revilla. Admito que no lo conocía: la política, por lo general, suministra cierto cansancio a nuestros ojos por culpa de los mismos, que cuentan las mismas cosas y aburren a las ovejas. Revilla es un tipo campechano, instruido, de verbo fácil, amante de su tierra, al que la frase “Cantabria me pone” ha colocado en el punto de mira de los medios y de los publicistas, tal y como contó en la entrevista del martes por la noche.
Si algo me agradó de este hombre fue el amor que siente por Cantabria, por todo cuanto huela a Cantabria, y su ataque a lo que la mayoría de los políticos cree que es el oficio: una mezcla de boato, suficiencia y superioridad. Dijo, con otras palabras, que lo que importa en una persona que trabaja en la política es hacer llegar su mensaje al pueblo, entenderse con la gente, resolver los problemas de su tierra, batirse el cobre cada día. Y lo que sobra es el resto de la farsa a la que se han acostumbrado: lo de darse empaque, hinchar la cola como un pavo, abusar de guardaespaldas y de coches oficiales y de lujos. La otra noche supimos que es un individuo que sabe (pues le tocó una infancia pobre y olorosa a posguerra) que hoy puedes estar arriba y mañana abajo; que hoy te abrazas con los grandes y mañana tocas tierra con los pequeños. Es, en ese sentido, alguien que no ha levantado los pies del suelo. Puede que su postura y sus modales abiertos y llanos asusten en los fastos oficiales y en las cenas monárquicas, pero es la clase de fulano con la que el pueblo, la gente de la calle, el ciudadano de a pie como usted y como yo, se siente identificado. En lugar de ir por ahí hablando de las virtudes de su partido, pecado propio de numerosos políticos, o aprovechándose de su cargo para darse atracones en los restaurantes y gozar del respaldo de una cuadrilla de esbirros y lamecogotes, va en solitario y en taxi ensalzando su tierra, vendiéndosela a todo el mundo, luchando por ella. Fíjense en la diferencia.
Si algo me agradó de este hombre fue el amor que siente por Cantabria, por todo cuanto huela a Cantabria, y su ataque a lo que la mayoría de los políticos cree que es el oficio: una mezcla de boato, suficiencia y superioridad. Dijo, con otras palabras, que lo que importa en una persona que trabaja en la política es hacer llegar su mensaje al pueblo, entenderse con la gente, resolver los problemas de su tierra, batirse el cobre cada día. Y lo que sobra es el resto de la farsa a la que se han acostumbrado: lo de darse empaque, hinchar la cola como un pavo, abusar de guardaespaldas y de coches oficiales y de lujos. La otra noche supimos que es un individuo que sabe (pues le tocó una infancia pobre y olorosa a posguerra) que hoy puedes estar arriba y mañana abajo; que hoy te abrazas con los grandes y mañana tocas tierra con los pequeños. Es, en ese sentido, alguien que no ha levantado los pies del suelo. Puede que su postura y sus modales abiertos y llanos asusten en los fastos oficiales y en las cenas monárquicas, pero es la clase de fulano con la que el pueblo, la gente de la calle, el ciudadano de a pie como usted y como yo, se siente identificado. En lugar de ir por ahí hablando de las virtudes de su partido, pecado propio de numerosos políticos, o aprovechándose de su cargo para darse atracones en los restaurantes y gozar del respaldo de una cuadrilla de esbirros y lamecogotes, va en solitario y en taxi ensalzando su tierra, vendiéndosela a todo el mundo, luchando por ella. Fíjense en la diferencia.
Tipos como estos, aunque se rían los defensores de lo políticamente correcto y del protocolo, son los que necesitamos. Principalmente en Zamora, que es de donde proviene uno. Y me consta que los hay en esa tierra, que existen políticos de ese pelo, más preocupados por la defensa de la tierra que por salir en la foto. Pero, desde luego, no son quienes gobiernan la ciudad. Podía aprender nuestro alcalde de ese hombre cántabro, de sus maneras, de su mensaje, de su proyecto. Porque la imagen que nos llega del edil, pese a sus defensores mediáticos (que nos lo venden como un hombre que está a diario pateándose nuestras derruidas calles y conversando con el pueblo), la imagen que de él y de su séquito trajeado obtenemos los ciudadanos es la de un grupo que se desplaza de aquí para allá en cochazos, que no renuncia a los restaurantes lujosos y a los vinos caros y a cuanto huela a opulencia, que aplaza proyectos una y otra vez, que, en vez de luchar por su provincia, opta en sus comparecencias por atacar al gobierno central de España. Cuando uno los ve en la tele local o lee sus declaraciones en la prensa se cerciora, de nuevo, de que no venden lo que tenemos, sino lo que ellos representan. En lugar de poner medallas a una provincia que deben sacar adelante se las ponen a sí mismos. Y existe una diferencia notable entre defender una ciudad a capa y espada y defender su programa político, entre dedicar sus esfuerzos a trabajar por lo nuestro y dedicar sus esfuerzos a meterse con el contrario. Por suerte quedó claro la otra noche: no todos los políticos son iguales. Pese al tópico.