He llegado a sospechar que son clones de una misma persona. Pero no puede ser. Se trata de hombres con unas características físicas idénticas o muy parecidas, a quienes veo cuando camino por la ciudad. Aun a estas alturas, cuando me los tropiezo, dudo si son chiflados envejecidos, alcohólicos a quienes se les nota poco el desequilibrio propio de la ebriedad, o, simplemente, perdedores que han extraviado el norte. Es difícil calcular su edad, sobre todo teniendo en cuenta que soy malísimo para calcular la edad de una persona, como dice mi familia. Según mis cálculos, con probabilidad erróneos o disparatados, estos individuos que vislumbro y que en breve describiré rondarán los sesenta años. Pero, en mi descargo, debo apuntar que son hombrecillos muy flacos, entecos y apergaminados, espigas andantes, y cuando un adulto está muy delgado o muy gordo resulta tarea complicada hacer cálculos de ese tipo.
Estos hombres, que veo multiplicados por Madrid como si fuesen clones perdidos de la manada entre el laberinto de calles de la urbe, son iguales o muy parecidos. Ya hemos apuntado su edad, y su fisonomía de junco. Bastarán unas cuantas pinceladas para redondear el retrato. Empecemos por los pies: acostumbran a calzar zapatos pasados de moda o mocasines feos. No es raro verles los calcetines. Suelen ir de traje. Traje y chaqueta, y una corbata tan ancha que les ocupa la estrechez de su pecho al completo. El traje y la corbata no son, precisamente, de esos que se pondrían Richard Gere o George Clooney. Debajo llevan camisa blanca de cuellos demasiado amplios para el gusto actual (no confundir con los cuellos almidonados y subidos hacia arriba que utilizan los más modernos); y alguno, también, camisa de colores rancios. Con el traje, casi siempre limpio, quiero señalar que no se trata de vagabundos e indigentes. Poseen un rostro entreverado de arrugas, y esos pliegues no parecen todos ser consecuencia lógica de la edad. Ninguno de ellos rehúsa el bigote. Son bigotes finos, desmadejados, más extraños que el que se dejó crecer Charles Bronson en su madurez de justiciero ficticio. La cara resulta cadavérica. Los ojos apenas son visibles, pues usan gafas con cristales de millones de dioptrías (quizá en este punto haya exagerado un pelín, pero sé que me lo perdonarán). De las comisuras de los labios no es raro que les asome un pitillo; lo dejan ahí colgado, y fuman sin quitárselo, aspirando por un lado de la boca y soltando el humo por el otro. El gesto de esas caras está a medio camino entre la burla y la satisfacción. Y el pelo. El pelo es otro cantar: raya a la izquierda, flequillo largo y apelmazado, con sobreabundancia de caspa y de grasa. Son, en una palabra, fulanos cuyo mejor amigo podría ser Torrente.
No llaman la atención de los transeúntes, sin embargo, por sus rasgos o por sus ropas: al fin y al cabo guardan cierta apariencia elegante, aunque trasnochada. No. La gente se fija en ellos porque tienen la costumbre de armar jaleo en plena calle. No se lo arman a nadie. No dirigen sus diatribas contra ningún ser de carne y hueso. Tampoco se dirigen a la pared. Sólo están en la acera, o a la puerta de una cafetería, o en medio del asfalto, gritando imprecaciones a los cuatro vientos y con peligro de que un conductor los atropelle. No se les entiende una palabra. No creo que sean vagabundos ni locos. Son, creo yo, tipos con mal gusto que acaban de meterse entre pecho y espalda un tintorro de más. Quizá en la tasca no los aguantan o no escuchan sus filosofías de barra y salen a la calle, a disparar palabras y saliva al aire. Se les ve hacer aspavientos con los brazos. Algo sí se les entiende: un exceso de tacos.