Encuentro en la prensa el siguiente titular: “Los chicos de once años cometen una falta de ortografía cada dieciséis palabras escritas”, con el subtítulo: “Un estudio entre ochocientos noventa alumnos señala que más de la mitad de los fallos se debe a los acentos”. A priori uno podría escandalizarse por los anteriores datos, y más si a estas revelaciones añadimos el hecho de que un alto porcentaje de ellos utilizará en sus exámenes ese lenguaje mutilado de los móviles, repleto de abreviaturas, palabras inventadas y símbolos. Pero no es tan preocupante si echamos un vistazo a la gente a nuestro alrededor. Me refiero a los adultos. Hoy día no son necesarias las encuestas para saber que casi todo el mundo que ha terminado sus estudios y tiene un empleo comete brutales faltas de ortografía, tan brutales que, a quienes estamos acostumbrados a trabajar con la palabra, nos provoca urticaria visual.
Es cierto que a un tipo que se dedica a echar argamasa en los ladrillos igual no debemos exigirle que conozca las reglas elementales de ortografía, pues no tirará demasiado de bolígrafo salvo para elaborar facturas. Me estoy refiriendo más bien a adultos en cuyo trabajo el cuidado de la palabra es fundamental. Por ejemplo: hay carátulas de dvd en las que he visto faltas de ortografía garrafales; son de esos errores que, de alguna manera, sabemos que no se deben a duendes de imprenta, sino a la impericia del encargado de redactar las sinopsis. Es el caso de esas palabras que llevan “uve” donde deberían llevar “be” y viceversa: es evidente que ahí no estamos ante un caso de duendes de imprenta. He visto demasiados ejemplos para saber de qué hablo. O el caso de periodistas que aún no tienen claro dónde acentuar. O personas que deben realizar informes en la oficina y aparecen plagados de faltas de ortografía, tan abundantes que uno se deprime. Lo comprobamos en los mensajes de los foros de internet, y hasta en los blogs y en los chats, y en los correos de algunos amigos: la acumulación de palabras sin acentos y de faltas de ortografía alcanza un nivel tan grande que parece que quien las escribe haya pasado de manera fugaz por la escuela. No se pide a nadie que sea un experto en la materia (incluso quienes trabajamos a diario y de continuo con la palabra dudamos, o nos equivocamos, porque nadie se sabe todas las palabras del diccionario). Tampoco se pide un rigor excesivo, pero sí algunas normas elementales, sencillas, como no confundir “a” con “ha”. Por ahí he visto numerosas veces los siguientes errores: “Voy ha ir contigo” y “Él lo a hecho”.
Todo esto parece culpa de los niños. Para subsanar este desastre en los textos se les recomienda mucha lectura y algo de memoria visual. Sin embargo, no es culpa de ellos: en la actualidad si alguien se confiesa lector habitual de libros se le mira como si fuera un bicho raro; la gente compra libros, distinto es que los lea. Además, e ignoro los motivos, los alumnos salen del colegio, del instituto y de la carrera universitaria, dando patadas al diccionario, haciéndose un lío con las “bes”, “uves” y acentos. Esto era especialmente doloroso en la facultad donde uno estudió: alumnos que, al terminar la carrera y salir a buscar empleo, llenaban de tropelías sus textos. Gente que se había licenciado en periodismo y redactaba tan mal como un trapero. No había más que leer el periódico aquel que salió en Zamora durante un año: jamás vi tantas faltas juntas en una misma página. El nivel educativo está a la altura del betún, en España. Tal vez si la educación en este país tuviera un nivel más alto, tal vez si la gente leyera libros, las cosas cambiarían. Pero es difícil ser optimista en ese aspecto.